“El tango, ese reptil de
lupanar” Leopoldo Lugones.
Violento el puño del “Tuerto” cayó en el muslo moreno. Un grito de animal convulso se apagó en el cubículo que retenía el olor a tintura de yodo y el perfume de polvo “Coty”, que usaban las pupilas. Mayela, miró con acostumbrado odio. Flechas envenenadas los ojos negros traspasaron el rostro odiado. Era un mastín celoso. Agresivo, y ella, lo odió desde el principio, sin tregua. El tuerto, cuyo nombre verdadero, nadie conocía la volvió a golpear. Un rugido silencioso se atragantó en la garganta de la muchacha. Agazapada, animal atrapado desde niña, sólo sabe que debe estar en un clavarse en esa espiral pastosa. La ponzoña le sube de las tripas. Se estrangula en el pecho, donde sus tetas se detienen gozosas entre su pelo negro y rizado que se desliza como anguila en su cuerpo. El hombre antes de golpearla, le arrancó el vestido. Quedó en cuero... brillante piel morena, mientras iban soltándose lentos moretones como arácnidos. El sudor aclaraba la sangre que el enorme anillo de oro le incrustó en la espalda como sello de esclava moderna. Entró Yamira, se quedó quieta con las manos apretadas sobre su pobreza de desprotegida recién empujada al prostíbulo. Miró aterrada al Tuerto y trató de salir, pero el puño mineral atrapó el género floreado y se quedó allí aun más desnuda que su cuerpo. Era un dóndolo que temblaba mudo. Aterrada. Su cabellera perfumada iluminó en dorado sus pequeños senos núbiles. Adolescente aun, la había traído del norte su abuela. Era mestiza. La odiaba. Su padre, decían, era un señorito inglés, que llegó a los aserraderos. Rubia, de ojos increíblemente celestes, conmovían los suaves rasgos de su cara infantil. Su abuela la odiaba tanto que la entregó por pocos pesos al rufián sin prejuicio ni pena. Se largó del puerto apenas se gastó la plata que le dieran en chucherías. Quedó ella, mercancía fresca a merced de los codiciosos que frecuentaban el lupanar.
¡Pagaron mucho por su primera vez y fue Mayela la encargada de asistirla
luego! Desgarrada, sangrando, deliró tres días en un catre a la sombra. La
fiebre no le baja, murmuran las rameras, y, la señora llama al
boticario, cliente antiguo, para encontrar ayuda. Cuando llega en su buaturé se hace el
silencio. La presencia del hombre, acompañado por otro, que viste traje de lino
blanco, es algo desusado, por lo serio.
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