ROMANCE DE ANTAÑO
La
calesa transportaba todo el equipaje que le permitía ingresar el Instituto.
Lloró porque dejaba a su madre enferma en la estancia. El padre austero y serio
trató de mostrar su tristeza. Escondió la pena y alguna lágrima que secó mirando
para la arboleda. María del Pilar, comenzaba la escuela lejos del hogar. Sus
padres querían la mejor educación y estaba centrada en un sobrio colegio
dirigido por holandesas que no eran católicas, pero que se habían comprometido
en no educarla en la “Reforma”.
Cuando
pasadas las trece horas, vieron el tejar de la edificación escolar, ya María
del Pilar no lloraba, dormía en el regazo de su padre. El chaleco de terciopelo
verde oscuro estaba húmedo por el llanto que se despeñaba por las flacas
mejillas del hombre.
Al
entrar el coche a la explanada frontal de la residencia, una campanilla
sorprendió a la portera que corrió a llamar a la Señora UmaVan Kessel. Su
personalidad estaba impresa en la ropa puritana de color ratón. Un cuello de
encaje blanco envolvía su cuello de gallina vieja. Un rodete coronaba la cabeza
con la trenza otrora rubia y hoy cenicienta. No usaba adorno alguno. Un reloj
de oro colgaba de su pechera con una traba o alfiler del mismo metal. Era su
único distintivo, que la hacía más femenina. Los zapatos abotinados de cuero
negro, muy gastados, tenían un tacón pequeño.
La
secretaria era joven. Risueña y con mirada suave y dulce. El uniforme sobrio
pero con un toque femenino, la acercaba a las niñas pupilas que observaban
desde la balaustrada a la recién llegada.
Kateryn,
la joven ayudante, acompañó a la niña que no podía con su baúl. El padre
intentó ayudarla pero una dura mirada de la directora lo detuvo. La habitación
era para seis niñas. Cada una poseía un armario de tamaño reducido y la cama
con una colcha de color ocre, sin adornos ni espejos en las paredes.
Un
abrazo paternal y un adiós doloroso, separó al padre de la muchacha que apenas
tenía ocho años. Cuando éste se retiró, comenzaron a hablarle en francés,
idioma que ella conocía por su querida madre. Algunas palabras le eran
desconocidas pero pronto las aprendería.
Una
campana llamó al comedor. Todas las niñas en fila según la edad, atravesaron
largos pasillos hasta un salón severo donde en una mesa de madera estaban
distribuidos los platos, los jarros y cubiertos. A medida que ingresaban una
dama regordeta y amable les entregaba una suerte de faldar de color blanco, con
breteles en forma de cruz que se atravesaban la espalda. Su grupo era tan
silencioso, que la niña sintió una punzada en el pecho. Nadie me habla… y nadie
sonríe. Excepto la dama del delantal. Siguió como autómata a sus compañeras.
Vio que cada joven se paraba frente a un escaño sin espaldar. Al sonar una
campanilla, se sentaron y se inclinaron para rezar. Ella desconocía esas
oraciones y sólo logró decir muy suavemente el Padre Nuestro. Así comió durante
cinco largos años. Sin hablar escuchando a una monótona señora van Kessel,
leyendo a Ovidio, a Dante Aligieri, a Esopo y otros entre antiguos y modernos
escritores permitidos por el profesor de letras.
En
invierno de 1903, su padre envió al tío Leonard a buscarla. Venía en un auto
muy ruidoso y extraño que compró en Londres. Viajaron en una nube de tierra
hasta la estancia y al entrever los techos ya sintió que un vuelco le
trastornaba el corazón. Abrazó al tío con lágrimas en los ojos, ya era casi una
señorita y vestía el horrible uniforme que odiaba y amaba por igual.
En
el asiento había una serie de revistas y periódicos. Los tomó junto a su poca
ropa y salió corriendo a besar a su padre. La madre había muerto dos años atrás
y ella sólo pudo llegar a su sepultura cuando no le alcanzó a dar ni siquiera
un beso en la frente. Una doncella le contó que su padre le había puesto el
traje de novia con el velo y azahares en un ramillete en las pálidas manos. Así
había bajado al mundo fangoso del cementerio de la capilla de la estancia. Una
estatua de mármol de Carrara que compró el tío Leonard en Roma se enterraba de
lado sobre el breve espacio de pasto que la sostenía. ¡Era una enorme tristeza
ver esa tumbas! Ella la llenaba de flores. Silvestres las más y algunas rosas
que salvó el cochero del jardín materno.
En
la sala quedaron sus maletas y los magacines. Cuando regresó a su habitación
comenzó a leer ávida los artículos. En una revista se enfrentó a la foto de un
hombre extraordinario. Un deportista que había ganado varios premios. Se quedó
muda. Temblaba y su piel erizada se transformó en piel de gallina. ¡Este será
mi esposo! Y recortó la foto y la guardó en un libro de historia antigua.
Pasó
una temporada maravillosa, cabalgó, jugó al cricket y nadó en la pequeña laguna
del oeste. Soñaba con el hermoso deportista. ¡Nunca estará a mi alcance pero
será mi marido!
El
tío Leonard, la encontró embobada con la foto y las carcajadas retumbaron en la
sala cuando ella le dijo desafiante: ¡Ya verás, me casaré con él!
Su
piel delicada estaba destruida por el fuerte sol a pesar de las sombrillas que
usaba cada vez que salía al campo. El cabello rubio, herencia de su madre
galesa, tenía una hebras de color blanco y sus trenzas otrora tan largas,
solían caer por su espalda en una cascada dorada que sobresalía del terciopelo
rojo o azul del traje de montar.
Su
padre la adoraba y sonreía al verla tan predispuesta a ser ella misma. El
hermano más delicado de salud no podía seguirle el tren de juegos y charadas.
Le
encantaba comer el soufflé de verduras y los huevos que ella misma sacaba
temprano de los nidos. La anciana cocinera la mimaba y le preparaba todos los
platillos que en el internado no le daban. Había cumplido quince años y ese era
el último que le quedaba antes de ir a la universidad en la capital.
Regresar
al Instituto fue un placer y un dolor. Allí había creado vínculos y amistad con
varias compañeras con quienes tenía muy buen trato. Estudiaban en francés e
inglés todo el material que Uma Van Kessel había traído de las novedosas
instituciones europeas. Ya dominaban el latín y la filosofía. Pintaban bellas
acuarelas y cada una había adquirido la habilidad de interpretar un instrumento
musical. Eran la “élite” de estudiantes de la región. En una charla de amigas,
María del Pilar les mostró la foto recortada del joven apuesto. La curiosidad
hizo que se juntaran varias cabezas y Kateryn observó al grupo. Les llamó la atención
y le retiró el porta retrato pequeño con discreción.
Van
Kessel la llamó al despacho para interrogarla. Ella totalmente arrebolada le
dijo que tan sólo era un juego un poco torpe y que no lo mostraría más. La
mujer, siempre estricta disimuló la ingenuidad de la alumna, despidiéndola.
Cuando
llegó a la sala una de las muchachas le dijo: Yo lo conozco. Se llama… Richard
Kenneth y vive en Liberpool. Es jinete del ejército de Su Majestad y corre
carreras en pistas especialmente diseñadas para ganar trofeos como el que trajo
este verano. Si quieres yo te invito a mi casa este fin de semana y te lo
presento junto con mis primos y hermanos.
El
corazón dio un salto atlético. ¡Si, por favor! Lléveme contigo, quiero
conocerlo. Mira que es mucho mayor que nosotros tiene treinta y dos años y tu….
Quince. ¡No importa, yo lo quiero conocer!
Así,
ese fin de semana salieron en tren hasta el pequeño condado de Whells. Allí
vivía la familia de Lenny y su casa era el centro de atención de todo un grupo
de gente alegre y llena de vida. Sus hermanos eran tenientes de la guardia Real
y sus primos unos estudiaban y otros viajaban por el mundo dilapidando la
fortuna de sus mayores.
Alrededor
de las diecisiete, a la hora del té, llegó junto a dos cadetes con sus uniformes
endiabladamente desarrapados. Pero él, sin ropa del ejército, sino con ropa de
montar, parecía un dios griego. Su cabello negro brillaba contra su piel
tostada por el pálido sol de la campiña al que vivía expuesto. Los finos
bigotes engominados y unos enormes ojos celeste que perlados por pestañas
oscuras la hicieron soñar con el océano bravío en tormenta.
Él,
a penas ingresó la quedó mirando y sin ningún pudor se acercó y le besó la
mano. Casi se cae desmayada. ¡Era él! Y la flecha había dado justo en el centro
del corazón palpitante de quiceañera.
Charlaron
todos al mismo tiempo, rieron, bailaron unas danzas del lugar y luego salieron
al jardín para charlar. Él, la siguió y le pidió que le escribiera cartas al
cuartel.
Ella,
la muy pícara, ya había enviado varias sin firma escritas con tinta de color
violeta y en sobres con aroma a lilas. Él, no sabía ¿de quién eran? y le
comentó con franqueza que estaba muy intrigado. Ella no le dijo nunca que eran
suyas.
Cuando
terminó el año, las campanas de la capilla de la estancia repicaron a vuelo. En
un coche bordeado de flores, con su velo de tul níveo y su hermoso vestido
entró a buscar a su hombre soñado.
Una
mañana de Julio, pasado varios años, se enteró por un cochero de posta que
había muerto en un accidente en un salto en la carrera de la Real casa esa mañana. Aún ama
su hermoso pañuelo de cuello del que nunca se desprendió ni se desprenderá
hasta que como su madre entre en la noche del cieno junto a sus padres en la
vieja estancia. Dos hijos parecidos al padre son su único bien más preciado, no
le permitió ser jinetes de la casa Real.