martes, 26 de abril de 2016

ROMANCE DE ANTAÑO


ROMANCE DE ANTAÑO

 

            La calesa transportaba todo el equipaje que le permitía ingresar el Instituto. Lloró porque dejaba a su madre enferma en la estancia. El padre austero y serio trató de mostrar su tristeza. Escondió la pena y alguna lágrima que secó mirando para la arboleda. María del Pilar, comenzaba la escuela lejos del hogar. Sus padres querían la mejor educación y estaba centrada en un sobrio colegio dirigido por holandesas que no eran católicas, pero que se habían comprometido en no educarla en la “Reforma”.

            Cuando pasadas las trece horas, vieron el tejar de la edificación escolar, ya María del Pilar no lloraba, dormía en el regazo de su padre. El chaleco de terciopelo verde oscuro estaba húmedo por el llanto que se despeñaba por las flacas mejillas del hombre.

            Al entrar el coche a la explanada frontal de la residencia, una campanilla sorprendió a la portera que corrió a llamar a la Señora UmaVan Kessel. Su personalidad estaba impresa en la ropa puritana de color ratón. Un cuello de encaje blanco envolvía su cuello de gallina vieja. Un rodete coronaba la cabeza con la trenza otrora rubia y hoy cenicienta. No usaba adorno alguno. Un reloj de oro colgaba de su pechera con una traba o alfiler del mismo metal. Era su único distintivo, que la hacía más femenina. Los zapatos abotinados de cuero negro, muy gastados, tenían un tacón pequeño.

            La secretaria era joven. Risueña y con mirada suave y dulce. El uniforme sobrio pero con un toque femenino, la acercaba a las niñas pupilas que observaban desde la balaustrada a la recién llegada.

            Kateryn, la joven ayudante, acompañó a la niña que no podía con su baúl. El padre intentó ayudarla pero una dura mirada de la directora lo detuvo. La habitación era para seis niñas. Cada una poseía un armario de tamaño reducido y la cama con una colcha de color ocre, sin adornos ni espejos en las paredes.

            Un abrazo paternal y un adiós doloroso, separó al padre de la muchacha que apenas tenía ocho años. Cuando éste se retiró, comenzaron a hablarle en francés, idioma que ella conocía por su querida madre. Algunas palabras le eran desconocidas pero pronto las aprendería.

            Una campana llamó al comedor. Todas las niñas en fila según la edad, atravesaron largos pasillos hasta un salón severo donde en una mesa de madera estaban distribuidos los platos, los jarros y cubiertos. A medida que ingresaban una dama regordeta y amable les entregaba una suerte de faldar de color blanco, con breteles en forma de cruz que se atravesaban la espalda. Su grupo era tan silencioso, que la niña sintió una punzada en el pecho. Nadie me habla… y nadie sonríe. Excepto la dama del delantal. Siguió como autómata a sus compañeras. Vio que cada joven se paraba frente a un escaño sin espaldar. Al sonar una campanilla, se sentaron y se inclinaron para rezar. Ella desconocía esas oraciones y sólo logró decir muy suavemente el Padre Nuestro. Así comió durante cinco largos años. Sin hablar escuchando a una monótona señora van Kessel, leyendo a Ovidio, a Dante Aligieri, a Esopo y otros entre antiguos y modernos escritores permitidos por el profesor de letras.

            En invierno de 1903, su padre envió al tío Leonard a buscarla. Venía en un auto muy ruidoso y extraño que compró en Londres. Viajaron en una nube de tierra hasta la estancia y al entrever los techos ya sintió que un vuelco le trastornaba el corazón. Abrazó al tío con lágrimas en los ojos, ya era casi una señorita y vestía el horrible uniforme que odiaba y amaba por igual.

            En el asiento había una serie de revistas y periódicos. Los tomó junto a su poca ropa y salió corriendo a besar a su padre. La madre había muerto dos años atrás y ella sólo pudo llegar a su sepultura cuando no le alcanzó a dar ni siquiera un beso en la frente. Una doncella le contó que su padre le había puesto el traje de novia con el velo y azahares en un ramillete en las pálidas manos. Así había bajado al mundo fangoso del cementerio de la capilla de la estancia. Una estatua de mármol de Carrara que compró el tío Leonard en Roma se enterraba de lado sobre el breve espacio de pasto que la sostenía. ¡Era una enorme tristeza ver esa tumbas! Ella la llenaba de flores. Silvestres las más y algunas rosas que salvó el cochero del jardín materno.

            En la sala quedaron sus maletas y los magacines. Cuando regresó a su habitación comenzó a leer ávida los artículos. En una revista se enfrentó a la foto de un hombre extraordinario. Un deportista que había ganado varios premios. Se quedó muda. Temblaba y su piel erizada se transformó en piel de gallina. ¡Este será mi esposo! Y recortó la foto y la guardó en un libro de historia antigua.

            Pasó una temporada maravillosa, cabalgó, jugó al cricket y nadó en la pequeña laguna del oeste. Soñaba con el hermoso deportista. ¡Nunca estará a mi alcance pero será mi marido!

            El tío Leonard, la encontró embobada con la foto y las carcajadas retumbaron en la sala cuando ella le dijo desafiante: ¡Ya verás, me casaré con él!

            Su piel delicada estaba destruida por el fuerte sol a pesar de las sombrillas que usaba cada vez que salía al campo. El cabello rubio, herencia de su madre galesa, tenía una hebras de color blanco y sus trenzas otrora tan largas, solían caer por su espalda en una cascada dorada que sobresalía del terciopelo rojo o azul del traje de montar.

            Su padre la adoraba y sonreía al verla tan predispuesta a ser ella misma. El hermano más delicado de salud no podía seguirle el tren de juegos y charadas.

            Le encantaba comer el soufflé de verduras y los huevos que ella misma sacaba temprano de los nidos. La anciana cocinera la mimaba y le preparaba todos los platillos que en el internado no le daban. Había cumplido quince años y ese era el último que le quedaba antes de ir a la universidad en la capital.

            Regresar al Instituto fue un placer y un dolor. Allí había creado vínculos y amistad con varias compañeras con quienes tenía muy buen trato. Estudiaban en francés e inglés todo el material que Uma Van Kessel había traído de las novedosas instituciones europeas. Ya dominaban el latín y la filosofía. Pintaban bellas acuarelas y cada una había adquirido la habilidad de interpretar un instrumento musical. Eran la “élite” de estudiantes de la región. En una charla de amigas, María del Pilar les mostró la foto recortada del joven apuesto. La curiosidad hizo que se juntaran varias cabezas y Kateryn observó al grupo. Les llamó la atención y le retiró el porta retrato pequeño con discreción.

            Van Kessel la llamó al despacho para interrogarla. Ella totalmente arrebolada le dijo que tan sólo era un juego un poco torpe y que no lo mostraría más. La mujer, siempre estricta disimuló la ingenuidad de la alumna, despidiéndola.

            Cuando llegó a la sala una de las muchachas le dijo: Yo lo conozco. Se llama… Richard Kenneth y vive en Liberpool. Es jinete del ejército de Su Majestad y corre carreras en pistas especialmente diseñadas para ganar trofeos como el que trajo este verano. Si quieres yo te invito a mi casa este fin de semana y te lo presento junto con mis primos y hermanos.

            El corazón dio un salto atlético. ¡Si, por favor! Lléveme contigo, quiero conocerlo. Mira que es mucho mayor que nosotros tiene treinta y dos años y tu…. Quince. ¡No importa, yo lo quiero conocer!

            Así, ese fin de semana salieron en tren hasta el pequeño condado de Whells. Allí vivía la familia de Lenny y su casa era el centro de atención de todo un grupo de gente alegre y llena de vida. Sus hermanos eran tenientes de la guardia Real y sus primos unos estudiaban y otros viajaban por el mundo dilapidando la fortuna de sus mayores.

 

            Alrededor de las diecisiete, a la hora del té, llegó junto a dos cadetes con sus uniformes endiabladamente desarrapados. Pero él, sin ropa del ejército, sino con ropa de montar, parecía un dios griego. Su cabello negro brillaba contra su piel tostada por el pálido sol de la campiña al que vivía expuesto. Los finos bigotes engominados y unos enormes ojos celeste que perlados por pestañas oscuras la hicieron soñar con el océano bravío en tormenta.

            Él, a penas ingresó la quedó mirando y sin ningún pudor se acercó y le besó la mano. Casi se cae desmayada. ¡Era él! Y la flecha había dado justo en el centro del corazón palpitante de quiceañera.

            Charlaron todos al mismo tiempo, rieron, bailaron unas danzas del lugar y luego salieron al jardín para charlar. Él, la siguió y le pidió que le escribiera cartas al cuartel.

            Ella, la muy pícara, ya había enviado varias sin firma escritas con tinta de color violeta y en sobres con aroma a lilas. Él, no sabía ¿de quién eran? y le comentó con franqueza que estaba muy intrigado. Ella no le dijo nunca que eran suyas.

            Cuando terminó el año, las campanas de la capilla de la estancia repicaron a vuelo. En un coche bordeado de flores, con su velo de tul níveo y su hermoso vestido entró a buscar a su hombre soñado.

            Una mañana de Julio, pasado varios años, se enteró por un cochero de posta que había muerto en un accidente en un salto en la carrera de la Real casa esa mañana. Aún ama su hermoso pañuelo de cuello del que nunca se desprendió ni se desprenderá hasta que como su madre entre en la noche del cieno junto a sus padres en la vieja estancia. Dos hijos parecidos al padre son su único bien más preciado, no le permitió ser jinetes de la casa Real.           

           

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