El despertador sonó las seis y
cuarenta y cinco y se bloqueó un sueño. Era el momento de despegar del lecho y
comenzar a correr. Cepillar el cabello de Lili, arreglar la corbata de Reinaldo
y preparar el desayuno de toda la familia. A las siete y veinte pasa el autobús
que me traslada al trabajo. Sin mi sueldo, no logramos pagar las cuentas
mensuales.
Vestida deprisa, peinada como siempre,
con una colita o trenza hecha a la carrera, me detenía en la parada de la calle
Sucre y allí aguardaba el transporte. Muchos chóferes se detenían al
reconocerme. Otras tantas mujeres, con el mismo rubor de apuro, esperaban junto
a mí.
Una hora andando por las calles llenas de baches y mirando los
mismos carteles, las mismas casas, los mismos negocios. Una hora. Aprovecho
para leer una novela, un folleto o la simple distracción de observar a la gente
que viaja en el vehículo. Imagino el nombre, a qué se dedica o qué sueños
tiene. Mi imaginación siempre va más allá de lo esperable. Es mi mayor
problema.
Tal vez mi fracaso matrimonial
porque, a pesar de seguir al lado de Reinaldo, no logro nada especial o
romántico con quien creí tendría un mundo de felicidad. Debe ser por mi manera
de volar.
Mi marido es un hombre común, lleno de miedos y perturbado por los
acontecimientos políticos del país. Nunca podría cambiar nada. Ni siquiera
votando, continuamente, en contra del que aparenta ser el ganador. Reinaldo es
el típico hombre gris. Un vinito con picada de salame, queso y maníes cada
domingo. Cada partido de la
Copa Nacional, Internacional o del club ignoto de Villa los
Periquitos.
Intenté demostrarle que detrás de
todo había un mundo mágico y posible. Nada. Sólo la queja perpetua y el
deporte, que convierte en estúpido al hombre más inteligente o ignorante de mi
tierra. Creo que si hablo con una mujer de Ghana o con una finlandesa, diría lo
mismo. Claro, siempre y cuando no fuere la ganadora de preseas en las
Olimpíadas de Athenas.
Declaro mi total infelicidad. Desde
que dije el famoso “Sí”, mi vida se transformó en algo monótono y sin Arco Iris
al final de la montaña. ¡Muera el matrimonio!
A pesar de la situación y tras los
permanentes: ¿Para cuando un niño? de
la familia, bajé la guardia y me dispuse a conformar a los intrusos. Incluso a
mi madre. Así tras unos meses infernales, nació Lili. Fea, colorada y chillona.
Mejoró con el tiempo, y ahora es un ser adorable. Igual, no nací para ser una
madre complaciente.
Nunca más me dejé convencer y
seguimos siendo tres. Bueno, también el perro y la mascota de Lili. Un saurio
verde y lleno de escamas que me mira revoloteando los ojos tras el cristal de
su habitáculo.
Pienso que amo a mi niña. También al perro. Y el trabajo, que si
bien me trae algunas incomodidades, me concede algunas facilidades vitales.
En febrero nos permite viajar cerca
del mar. No a los centros más poblados, sino a esos pequeños reductos donde se
puede disfrutar de largas caminatas sobre la arena. Es lo único que soporta
Reinaldo. Odia estar entre gente bulliciosa y de ese modo, podemos llevar a
Plomo, nuestro perro Pura Raza de Plaza. Es decir ”PRP.”
Vuelvo al principio, porque ya
divagué bastante. Cada mañana, salto al estribo del micro y comienzo a vivir
las posibles aventuras de cada pasajero. El señor del impermeable azul, ése que
usa corbatas rojas, me imagino que es detective y busca desentrañar la
infidelidad de mujeres tipo vampiresas de cine. Un muchacho que trepa en Hernandarias,
con los brazos llenos de carpetas y libros, me hace pensar en un abogado
defensor, a ultranza, de mujeres maltratadas.
La joven que asciende conmigo siempre lee novelas de horror.
Fantaseo con que vive en una casa antigua con un padre malvado. Cuando
desciende cerca del congreso me saluda y le mando un “Hasta mañana”. ¿Quién
sabe si mañana nos veremos? Pero, fatalmente, nos vemos todas las mañanas.
A veces me adormezco y miro las
calles trasnochadas. En las esquinas, los hombres que lavan la vereda con
chorros de agua. Sus enormes barrigas envueltas con manteles manchados de vino
derramado en veladas de amor y nostalgia.
Siento dentro de mi corazón el sonido vertical de los corchos de
champagne y las risas. Oigo, el sonido transversal de los bandoneones y el
taconeo de una rubia teñida en brazos de su amante. Mi imaginación, me persigue
hasta la parada de Santa Fe y allí, regreso a la realidad. La oficina, el jefe
y ese puñado de hombres grises que hablan de fútbol.
Acá, en mi pecho suena un enorme
dolor de corazón marchito. El desamor frecuentando mis miserias cotidianas. Me
siento frente a monitor y teclado; encuentro un sobre azul con perfume de
jazmín. Me espera. Abro y saco el papel lentamente observando a cada compañero
con suspicacia. Leo. “Amor”. Es una
letra desconocida. Miro y siento un rubor que sube por mi cuerpo hasta
agobiarme.
Nadie me mira y una lágrima
se desliza hasta la mano que estruja el regalo inesperado. Rueda en el cesto de
alambre junto a otros papeles. Comienzo a escribir la primera carta: Estimado
cliente, nuestra compañía…