martes, 12 de febrero de 2019

LOS PASEOS EN LA CALLE ÁLAMOS SECOS




            El despertador sonó las seis y cuarenta y cinco y se bloqueó un sueño. Era el momento de despegar del lecho y comenzar a correr. Cepillar el cabello de Lili, arreglar la corbata de Reinaldo y preparar el desayuno de toda la familia. A las siete y veinte pasa el autobús que me traslada al trabajo. Sin mi sueldo, no logramos pagar las cuentas mensuales.
            Vestida deprisa, peinada como siempre, con una colita o trenza hecha a la carrera, me detenía en la parada de la calle Sucre y allí aguardaba el transporte. Muchos chóferes se detenían al reconocerme. Otras tantas mujeres, con el mismo rubor de apuro, esperaban junto a mí.
Una hora andando por las calles llenas de baches y mirando los mismos carteles, las mismas casas, los mismos negocios. Una hora. Aprovecho para leer una novela, un folleto o la simple distracción de observar a la gente que viaja en el vehículo. Imagino el nombre, a qué se dedica o qué sueños tiene. Mi imaginación siempre va más allá de lo esperable. Es mi mayor problema.
            Tal vez mi fracaso matrimonial porque, a pesar de seguir al lado de Reinaldo, no logro nada especial o romántico con quien creí tendría un mundo de felicidad. Debe ser por mi manera de volar.
Mi marido es un hombre común, lleno de miedos y perturbado por los acontecimientos políticos del país. Nunca podría cambiar nada. Ni siquiera votando, continuamente, en contra del que aparenta ser el ganador. Reinaldo es el típico hombre gris. Un vinito con picada de salame, queso y maníes cada domingo. Cada partido de la Copa Nacional, Internacional o del club ignoto de Villa los Periquitos.
            Intenté demostrarle que detrás de todo había un mundo mágico y posible. Nada. Sólo la queja perpetua y el deporte, que convierte en estúpido al hombre más inteligente o ignorante de mi tierra. Creo que si hablo con una mujer de Ghana o con una finlandesa, diría lo mismo. Claro, siempre y cuando no fuere la ganadora de preseas en las Olimpíadas de Athenas.
            Declaro mi total infelicidad. Desde que dije el famoso “Sí”, mi vida se transformó en algo monótono y sin Arco Iris al final de la montaña. ¡Muera el matrimonio!
            A pesar de la situación y tras los permanentes: ¿Para cuando un niño? de la familia, bajé la guardia y me dispuse a conformar a los intrusos. Incluso a mi madre. Así tras unos meses infernales, nació Lili. Fea, colorada y chillona. Mejoró con el tiempo, y ahora es un ser adorable. Igual, no nací para ser una madre complaciente.
            Nunca más me dejé convencer y seguimos siendo tres. Bueno, también el perro y la mascota de Lili. Un saurio verde y lleno de escamas que me mira revoloteando los ojos tras el cristal de su habitáculo.
Pienso que amo a mi niña. También al perro. Y el trabajo, que si bien me trae algunas incomodidades, me concede algunas facilidades vitales.
            En febrero nos permite viajar cerca del mar. No a los centros más poblados, sino a esos pequeños reductos donde se puede disfrutar de largas caminatas sobre la arena. Es lo único que soporta Reinaldo. Odia estar entre gente bulliciosa y de ese modo, podemos llevar a Plomo, nuestro perro Pura Raza de Plaza. Es decir ”PRP.”
            Vuelvo al principio, porque ya divagué bastante. Cada mañana, salto al estribo del micro y comienzo a vivir las posibles aventuras de cada pasajero. El señor del impermeable azul, ése que usa corbatas rojas, me imagino que es detective y busca desentrañar la infidelidad de mujeres tipo vampiresas de cine. Un muchacho que trepa en Hernandarias, con los brazos llenos de carpetas y libros, me hace pensar en un abogado defensor, a ultranza, de mujeres maltratadas.
La joven que asciende conmigo siempre lee novelas de horror. Fantaseo con que vive en una casa antigua con un padre malvado. Cuando desciende cerca del congreso me saluda y le mando un “Hasta mañana”. ¿Quién sabe si mañana nos veremos? Pero, fatalmente, nos vemos todas las mañanas.
            A veces me adormezco y miro las calles trasnochadas. En las esquinas, los hombres que lavan la vereda con chorros de agua. Sus enormes barrigas envueltas con manteles manchados de vino derramado en veladas de amor y nostalgia.
Siento dentro de mi corazón el sonido vertical de los corchos de champagne y las risas. Oigo, el sonido transversal de los bandoneones y el taconeo de una rubia teñida en brazos de su amante. Mi imaginación, me persigue hasta la parada de Santa Fe y allí, regreso a la realidad. La oficina, el jefe y ese puñado de hombres grises que hablan de fútbol.
            Acá, en mi pecho suena un enorme dolor de corazón marchito. El desamor frecuentando mis miserias cotidianas. Me siento frente a monitor y teclado; encuentro un sobre azul con perfume de jazmín. Me espera. Abro y saco el papel lentamente observando a cada compañero con suspicacia. Leo. “Amor”. Es una letra desconocida. Miro y siento un rubor que sube por mi cuerpo hasta agobiarme.
 Nadie me mira y una lágrima se desliza hasta la mano que estruja el regalo inesperado. Rueda en el cesto de alambre junto a otros papeles. Comienzo a escribir la primera carta: Estimado cliente, nuestra compañía…





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