La
bolsa pesa. El temor pesa como una bufanda de plomo enroscada en el cuello. La
gran expectativa se mezcla con el sudor frío y la boca amarga de Leoncio. En su
pueblo, en Perú, le había dicho el cura, que irse era muy difícil. ¡Y, Dios, es
más que difícil! Tiembla, el muchacho en la espera del vehículo que lo aleja
más y más de su gente.
La
sierra multicolor del terruño lo despide con destellos de sol. Caliente para
otros, helados para él. El destierro, le contó un viejo pastor de llamas, es un
castigo muy antiguo. Sí que lo es para él. Viaja en busca de nuevo horizonte.
Deja el dolor de su familia. ¿Qué espera del futuro?
Es
una noche de incertidumbre la espera. La Terminal de micros en esa enorme capital de
América lo asombra y lo despoja de su yo. Se siente nada. Ha perdido su
condición de humano, entre esa multitud que lo marea, lo empuja, lo increpa. Él
es un campesino extranjero que huye, como muchos, de los bajos salarios, del
maltrato, de la mentira fácil de políticos mediáticos. Es el fruto de una
América despojada por siglos. ¡Campesino pobre, pobre campesino!
Buenos Aires es un monstruo, piensa,
con una boca grande que traga a los desterrados de su suelo. Gracias a otros
peruanos que le han hablado de un lugar más generoso se atreve. Viaja a
Mendoza, “¡Donde hay trabajo y la gente
es más tranquila!”. “Hay muchos
hermanos de nuestra tierra allá”, le cuentan. Un autobús enorme se acerca
para envolver la pobreza personal, que huye del ruido, el egoísmo y la muerte.
—¡Acá nos discriminan!
¿Qué es eso? Es la primera vez que
escucha esa palabra. Le dolerá muchas veces desde que salió de su pequeño
mundo. Apenas se acomoda en el asiento, queda dormido y sueña.
Sueña con la tierra de sus antepasados,
nativos de piel morena. Ellos cantan en su paisaje onírico. Lleva la música del
altiplano, de los Incas, de los quechuas, en la sangre. Toda la música duerme
en su interior.
Lo
despiertan en otra estación de micros. Baja con su soledad en brazos. Alguien
se le acerca. Tratan de robarle, pero alcanza a defender sus pocas pertenencias
y ve con horror que es un hermano peruano. ¿Cómo lo va a denunciar?
El otro comprende que es un
refugiado más de la pobreza y el hambre. Pide perdón y le explica cómo hacer
para que no lo vuelvan a molestar. Camina. Desorientado camina por las
descomunales calles con arboledas viejas.
Se
detiene extasiado en medio de una cantidad de gente que rodea a un músico. ¡Esa
es la música y me pertenece! Se agacha y toma un instrumento de la acera junto
a los pies descalzos de su compatriota y comienza acompañarlo con la melodía
ancestral. El hombre le sonríe y lo estimula. “¡Qué buenos músicos son!”.
Escucha de los labios con carmín de una muchacha rubia que deja un billete.
Desconoce si es mucho el valor, pero es su primer dinero.
Esta tierra es bendita, piensa y
sigue acompañando la música con los sikus multicolores de sonidos atávicos. Los
curiosos y turistas depositan plata junto a ellos. Plata que nunca vio en su
pueblo.
Llegada
la noche, el paisano, le pregunta de dónde viene y dónde vive, a lo que
tímidamente contesta:
—No he llegado aun. No sé. Vengo del hambre y de la desesperanza —y
piensa “No soy ya sino un refugiado”.
—¡Socio te vienes conmigo! Eres un gran músico. Acá se vive con nuestra
música. Puedes compartir nuestra vivienda. Es un refugio para extranjeros, no
lejos de acá. Vente con tus cositas!
Arrastro mis penas. He dejado todo
allá en la patria. Voy detrás del compañero que generosamente me da su mano amiga.
Así empieza un nuevo trayecto hacia el futuro.
La
música comienza a transformarse en carne viva. Es un motor que despliega desde
lo más íntimo del ser, es la valentía de vivir. Las calles de la ciudad pródiga
son las que lo abrazan. Con el tiempo forma parte del folclore urbano. La fama
llega caminando despacio por las veredas calientes.
“LEONCIO, EL PERUANO” MÚSICO.
Anuncia un cartel en las vidrieras. Pronto es invitado por conjuntos con
renombre popular. Ya está en festivales hermanado con los “Grandes del
Folclore”. Su piel luce en estrellas de color de sangre incaica. Noble. Hombre
que vibra en notas no escritas en papel. Escritas en las viseras palpitantes de
desterrado
¡Leoncio arte vivo, canta tu tierra en mi tierra de vendimia y derrama
amor por la simiente de esta América que crece por terquedad de hombres y
mujeres preñadas de esperanza!
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