Menudita y con los ojos brillantes se plantó frente a mí
y con su sonrisa desdentada dijo – He dispuesto que usted sea desde hoy mi
madre.
Un sollozo quedito atrapó mi atención detrás de su
cuerpito flaco. Era su hermana que con los mocos verdes y alargados sobre su
carita morena me escondía el miedo. Daiana, tendría siete años de penar
constante. Sus ropitas sucias con necesidad de espuma jabonosa no desmerecía su
ingenua esperanza de recibir un sí de ésta mi boca abierta. ¿ Qué podía hacer
yo para ahuecar mi instinto a sus necesidades? La pequeñita no tendría más de
cinco años y miraba sorprendida el brillo misterioso de mi computadora que a
esa hora castigaba planillas en mi oficina. Daiana arrastraba su historia desde
uno de esos barrios de barro y pobreza. ¿Dónde estaba ahora su verdadera madre?
Acaso la mujer que yo viera una mañana en la vereda de mi oficina las había
dejado sin protección? Difícil.
Me pidió un caramelo de esos que yo siempre guardo en mi cajón
del escritorio. Ensayé un chiste cómplice sobre sus muelitas que sufrirían con
los azúcares de colores e hizo un ademán de – No me importa tu caramelo- Y me
quedé con la mano tendida y el papel brillante perdido entre los dedos. No lo
quiso tomar. Su expresión de despecho me abrió una pequeña herida. Pero, ¿acaso
ella estaba en condiciones de saber la importancia de cuidarse los dientes?
Apenas comía día por medio y con mucha suerte. La más pequeña, se llamaba
Abigail, un nombre extraño para una niña con su origen. Era de un color de piel
indescifrable. Ni moreno ni blanco, el
casi color de la tierra que cubría todo por el camino de su caminata
para conseguir sobrevivir al hambre perpetua. Abigail atrapó ambos caramelos y
los comió casi con desesperación. Supe que no habían comido y que el hambre
apretaba sus barrigas desinfladas. Me acerqué y las abracé con ternura. Volvió
a decirme ya con más interés después de las caricias...-Serás mi mamá ahora.- Y
acomodó una bolsita de plástico con algo de ropa y chucherías. No supe qué
hacer.
Comencé a interrogarla sobre la madre. El silencio se
enquistó en sus ojos y en sus labios que cerraba con fuerza. La hermanita
comenzó a balbucear que estaba presa. Lejos, dijo, en un lugar feo y no vendría
por un tiempo. Yo sospeché que algo muy grave pasaba pero nunca algo así.
La villa estaba abarrotada de gente que en otro tiempo
labraba la tierra. Hoy sin precio, las verduras y las hortalizas, no permitían
sobrevivir a esas pobres familias de gente sin estudio ni preparación. Las
casillas precarias se derrumbaban con los temporales. El barro se entremezclaba
con el orín, los excrementos, los desperdicios y los perros que vagabundeaban
entre la mugre buscando alimento. Los niños, miríadas de niños de todas las
edades, también. De vez en cuando
llegaba ayuda de algún político de turno. Lo de siempre...promesas incumplidas.
Eso era la trastienda de la ciudad. Allí había gente que había perdido hasta el
sentido mismo de su valor de humanos. Viejas amadrinando jóvenes sin futuro
dedicadas a la prostitución temprana, madres solteras y solas, hombres sin
esperanza bebiendo cualquier cosa que se pudiera comprar con alcohol. Y allí en
esa villa nacían todos los días pequeñas y desválidas personitas con nombres de
novela. Cada uno buscaba sobrevivir como podía. Y una enorme alegría por la
vida y una enorme tristeza por la vida,
impregnaba el lugar junto al olor a grasa de los fritos y el carbón.
En la villa cada refugio a los sueños permitía que
siguieran soportando inviernos, veranos y que la historia continuara hasta el
final. Las mujeres golpeadas salían temprano a buscar su día. Cada una como una
cazadora de esperanza potenciando el posible alimento para sus crías. Muchos
hijos, muchos por cada matriz fértil.¿ Si es lo único que saben hacer? – dijo
un día una asistente social del gobierno en un programa de televisión por
cable. Y las calles siempre pobladas de niños y perros hambrientos, costillas
marcadas como cuerdas tensas de un arpa
artesanal, son una muda acusación a la utopía.
La villa hervía con caldos de amores descontrolados. Su
música de gritos y misterio era un carnaval sombrío. Sin ventanas ni puertas,
con humedad y frío abrigaba el tedio de los innombrables para la gente del
centro. Monumento al desprecio por la vida humana morían sin decir el nombre de sus enemigos. Daban
todo lo que tenían por los que creían eran sus amigos. Hasta allí vinieron la Braulia y el Serafín desde
la finca de Piedra del Águila. Allá había quedado todo lo que los retenía a la
esperanza de una vida digna.
Analfabetos,¡ si allá no necesitaban eso que en la ciudad
era tan necesario! Con nudos en las cuerdas contaban el ganado igual que lo
había hecho su padre, su abuelo, su bisabuelo y quién sabe cuántos otros hacia
atrás en la memoria de sus vidas pequeñas de campesinos pobres. No conocen de
aparatos eléctricos ni automóviles. Sí de carro y caballos, de mulas y
animales. Allí, donde viven ahora, está prohibido criar cerdos, gallinas y
conejos. Si alguien trata de hacer una huerta se la rompen o le roban...esa es
la ley de la villa. Nadie es más que otro. Bueno eso creyeron ellos. Sí había
alguien. El “ Rubio”, un hombrecito de mirada áspera y malos tratos. Cuchillero
y armado hasta los dientes, que se sentía dueño de todo y de todos. Como
Serafín no lo saludó apenas llegaron, entró a la pequeña covacha y les rompió
todo a patadas.¡ Esa es la ley acá! Había que respetarlo. Cínicamente y delante
del Serafín le arrancó la ropa a la
Braulia y la violó. ¡Esa es la ley del patrón de la villa! Y
el dolor y la humillación transforman la esperanza en odio y en ganas de
venganza. Calladamente va creciendo el monstruo de la venganza en el campesino.
Que muerde la idea de matar al Rubio... pero es un cobarde.
Pasan los días y la necesidad lo acerca a pedir ayuda a
algún vecino. Nadie puede ayudar. Y aparece el matón con comida. El silencio se
desparrama en un rugido animal que escapa de la garganta del hombre. Siente que
un sudor frío le ataca el pescuezo y le atora las tripas. Se inflama la llama en
sus ojos muertos de furia. Tiene que bajar los brazos y se va por las vías del
ferrocarril rumbo a la ciudad que cada día es
más indiferente.
Regresa con una borrachera y duerme dos días sin conocer
el sol ni las estrellas. Está muerto y
para la Braulia
empieza el camino a sus desgracias, más desgracias que las que le endilgó el
haber nacido hembra en un mundo de machos. En un país de pobres, de ignorantes,
corruptos y estúpidos. Ella lo espera con algo caliente. Temprano recorre las
calles buscando tablas y cartones. Con unos ladrillones arma un fogón a la
usanza indígena, lo alimenta con guano seco, papeles, cartones y tablas. Allí
calienta el agua que saca con baldes de una acequia que corre junto a las vías
del tren.¡Hay que tener cuidado con el agua si no se hierve uno se va de las
tripas y se muere! – Le había enseñado su abuela- Eso lo hace bien temprano casi de madrugada.
Pero alguien la observa. Se dan cuenta que es una mujer laboriosa y eso es
peligroso en la villa. La siguen y dos hombres del Rubio le quitan el fardo que
arrastra y le dan una paliza que la deja morada y exhausta. Se arrastra hasta
la casilla y llora , tanto llora que se queda dormida. Cuando despierta está el
Rubio observándola y se asusta. El
canalla está sorprendido con esa mujer
que trata la vida como un desafío. Una mujer inteligente es un peligro para él.
Hay un desnivelado enfrentamiento entre ella y él. Pero de alguna manera se
instala entre ambos un respeto distinguido. La mitad de lo que ella traiga es
para el jefe. Ella pelea. No, lo que ella encuentre es de su hombre y suyo.
¿Eso un hombre? Piltrafa curda, grotesca apariencia de macho que sólo sirve
para llorar su destino...y se ríe tanto que hasta Braulia comienza a esbozar
una sonrisa. Sale con su eterna cohorte de mirones y matones. Ella se queda
sola o casi sola porque el Serafín la mira con ojos extraviados por la eterna
borrachera.
Y comienza el lado oscuro de la historia. Está encinta.
Ella sabe que ahora se le viene lo más feo. Su vientre se va hinchando. Siente
hambre y trata de despertar a su hombre...pero nada. Viaja tarde a la ciudad
buscando misericordia entre la gente linda. Algo encuentra. Va juntando
trapitos y monedas. Come con lo que le guardan en algunos restaurantes de la
estación de trenes. Ya le va quedando chico todo, está inquieta por el día de
mañana. Llega un tal “Pastor de fieles” y le alcanza una cunita. Agradecida le
promete ir a su templo. Nada. Ella no pierde el tiempo en cosas sin futuro.
Llega la hora. Es una madrugada y como todas las hembras
de su raza se higieniza, hace un pozo en la tierra en un rincón de la pieza que
cubre primero con papel y sobre eso un trapo limpio. Se acluquilla y pare
apretando un trozo de madera entre los dientes. Una vieja le corta el cordón y
limpia el niño. ¡Gracias a la vida es machito! Lo recoge corajeando al dolor y
a su espanto. Lo prende a la teta. Se ha comprado un pollo y ha hecho un caldo
a la antigua. Come sabiendo que es bueno y es poco. Nada dura para ese tiempo
de mierda.
Serafín está sobrio por primera vez en meses. Sale en
busca de algo...nada trae. Ella lo deja con la esperanza de encontrarlo bien a
su regreso. El pequeño apretado en la espalda. Cuando vuelve lleva el niño en
el pecho y un fardo en la espalda. Serafín está envuelto en un mar de sangre y
sus gritos despiertan a los vecinos. Llora, Braulia, desesperada no tiene qué
hacer. Pasa un eterno tiempo para ella, media hora de relojes y por la vereda
aparece el Rubio escoltando a unos hombres vestidos de verde claro. Son médico
y enfermero de una ambulancia que llamó el “jefe”. Auscultan al enfermo y
hablan quedo con el hombre que los trajo hasta allí. Hay que llevarlo al
hospital Central y el Rubio la empuja tras la camilla que transportan dos
secuaces. Algo pone en su mano. Cuando la abre un rollo de billetes apretados
le dan la bienvenida.
El largo pasillo solitario es la entrada al infierno en
la noche más negra de su vida. Gracias al cielo el hijo duerme prendido a su
pecho. Tiene hambre pero se sienta en el suelo a esperar. No sabe qué espera en
realidad. Pasa el tiempo amigo de su mente que se puebla de monstruos y
demonios. Se va quedando tranquila. Ya casi no camina nadie por allí. De pronto
se abre una puerta, para ella es la boca del infierno. Sale una mujer menuda,
cansada y dulcemente la toma del brazo y la hace sentar junto a sí, en una
banca de madera que está a pocos pasos. Braulia la observa. Es una mujer joven
pero se la ve fuerte de carácter, firme y calma. Tiene un pantalón y un blusón
verde claro casi igual al color de los ojos que la miran franca. Le cuelga del
cuello un aparatito brillante y en la mano lleva una carpeta negra.
Bueno mi querida...¿cuál es tu nombre?
Braulia. Bien Braulia yo soy la doctora Lourdes Miranda y tengo que hablar seriamente contigo. Espero
que me entiendas. Él es tu ¿ esposo o compañero? Está muy grave. Él tiene una
enfermedad provocada por la picadura de un insecto. Se llama “Chagas – Masa” y
por ahora no conocemos como curarlo. Además tiene “tuberculosis” ¿sabes lo que
eso significa? Está muy grave. Si no tomara alcohol...tal vez no hubieras
sabido hasta dentro de un tiempo de su enfermedad. Por ahora quedará internado
y será mi responsabilidad intentar que regrese a tu casa mejorado. Sólo un poco
mejor pero no creas que por siempre.
La vida era una masa de hielo o fuego en su pecho. Se
sintió atrapada en ese minuto y se quedó callada. Un verdadero tropel de golpes
caían en su cabeza como cascotes de piedra muerta. Allí la Braulia se metió en el
recuerdo del cuerpo de su madre y le pidió la muerte. La mujer bondadosa la
miraba y le tocaba las manos que apretaban los billetes del Rubio. Estiró la
palma abierta y le ofreció la ofrenda como quien le da a los dioses un
sacrificio tratando de sobornar al destino. Sólo recibió un suave rechazo y una
cálida sonrisa. Nada podía desarmar el ovillo tenebroso de su destino. La
`señorita´ le explicó con palabras raras lo que atravesaba el magro cuerpo ceniciento de su compañero. La
invitó a entrar en una sala enorme donde camas abarrotadas de hombres
sollozantes o distraídos no la miraban. Escondida en su miedo llegó hasta uno
de los lechos entre níveos trapos blancos perfumados a yuyos fuertes, como un
perdido niño acurrucado, estaba el Serafín. Al sentir su olor abrió los ojos y
sorprendida vio que lloraba. Alargó sus afilados dedos fríos y tocó al niño.
Ella dio un paso atrás. ¿Acaso era tan malo que podía pasarle al hijo esa
enfermedad? La doctora le dijo que podían abrazarse, que le hacía bien al
enfermo para querer curarse. Apareció otro médico y le preguntó tantas cosas
que no podía pensar y contestarle. Le pidió tiempo. Así descubrió que aquella
tos rotunda que tenía era mala. Que a veces escupía sangre y eso era más malo.
Los doctores se miraban sorprendidos al ver la ingenua ignorancia de la Braulia. La
despidieron. Le recomendaron que viniera sin el niño y sólo a ciertas horas.
¿Cómo iba a hacer ella si no tenía a nadie?
Cuando entré en casa me recosté en el sillón pensando en lo
que me había sucedido. ¿ Qué puedo hacer con esta realidad? Soy una mujer
soltera. No me quise casar por miedo a no poder superar mis miedos. Estudié
hasta quedar miope y tengo un trabajo muy esclavizante para no tener tiempo
para pensar. Mamá me crió dependiente hasta lo irrisorio. Con mi manía por la
pulcritud no tengo mascota. Mi placard es un archivo perfecto en donde hasta
las sábanas están envueltas en papel de seda y una cinta de color ajusta cada
juego. Mis zapatos lustrados en cajas apiladas con etiqueta conforman un
singular adorno en un mueble especial. Todo está tan limpio, cuidado y ordenado
que para no pisar la alfombra blanca del departamento me quito el calzado en el
palier. Cocino en microondas evitando aceites y frituras, al vapor las
verduras, que traigo cortadas y lavadas del supermercado. ¿Qué voy a hacer
ahora, me planteé?
La imagen de Daiana y Abigail se incrustaba en mi memoria casi a fuego. La
mirada trastornada cuando les expliqué que yo no podía tenerlas...y el sollozo
de ambas cuando después escucharon que hablaba con la asistente social. No
podía comer. Recordé la carita frente a la comida que hice traer del bufet de
la compañía. Devoraban todo y se relamían como gatitos desamparados. Cuando fui
al baño para lavarle las manitos y la cara, descubrí que no habían visto nunca
canillas desde donde el agua salía tibia en forma automática. No sabían usar el
inodoro, ni el secador de manos y sentí que se me desgarraba el corazón cuando
Daiana me dijo si en “nuestra casa había todo eso”. Pensé que los piojos me
invadirían, los olores que tenían penetrado en la piel atravesarían las paredes
de mi alcoba. Quise huir. La razón y mi amor por las niñas fue mayor que mis
temores. Las acompañé hasta la llegada de la jovencita del servicio social.
Ella les explicó que primero había que hacer trámites y luego tal vez, si un
señor que se llamaba Juez, lo permitía vivirían conmigo. Yo - cumpliré sesenta años en el verano, no me
siento capaz de tener a las niñas conmigo- , pensé en voz alta y la
licenciada me observó sorprendida. Sabía que las pequeñas habían quedado
mirándome con un dolor extenuante. ¿O era odio? Ellas tenían un desparpajo
irreal para expresar sus sentimientos. Tan diferente a mí, que siempre oculto y
disfrazo mis sensaciones y deseos. Esa forma ambigua de encubrir los sentidos
de alejarme de lo vulnerable que se aprieta en mi ser.
Me senté frente a la compactera y me
quedé escuchando arias de mis óperas favoritas interpretadas por Monserrat
Caballe, María Callas y Renata Scotto. Cerré mis ojos y traté de cerrar mi
conciencia. Fue inútil la imagen de las niñas desprotegidas y llorosas se
prendía a mi retina aunque apretara los ojos. Me preparé un bocadillo que me
supo agrio al recordar el hambre desesperado. ¿ Dónde dejaba la sociedad a los
niños desprotegidos? ¿ Y yo no era acaso parte de esa sociedad descuidada? Me
preparé un baño de espuma y desnuda me concentré en la voz de las cantantes,
pero entre los agudos y bellos gorjeos aparecía la vocecita de Daiana o
Abigail. El estridente campanilleo del celular me sacó del estado de irritación
que tenía.
Braulia logró que la gente de la
villa le diera apoyo para ir al hospital sin el niño. Serafín regresó pero
nunca se curaría. La vida continuaba. La juventud e ignorancia le trajo otro
embarazo a la mujer que tenía veintidós años apenas y mil de sufrimientos.
Nació una hermosa hembrita a quien el Rubio quiso apadrinar. Se llamaría
Daiana. La heroína de la telenovela venezolana que veía toda el pueblo por ese
tiempo. Tal vez si tenía suerte la nena conseguía apoderarse mágicamente del
destino de la protagonista del culebrón y terminaba casada con el superhombre
rico y famoso del “cauntry” aledaño al barrio de vagabundos.
Un invierno extrañamente gélido
propinó una recaída al padre de los niños. Nuevamente al nosocomio de donde no
salió vivo. Braulia se había quedado con dos brazos acomodando hijos y sin
saber que en sus entrañas crecía otros pedacito de carne con corazón que
palpitaba. Nada le ayudaba en la vida y su desdén desgarró el instinto. Una
palabra al Rubio y en pocos días con un desesperado instrumento desgajaron el
cuerpito del pequeñito que dejó un ínfimo recuerdo a su paso por la villa. ¿Qué
puedo hacer ahora pensaba la desgraciada? ¿Quién me puede ayudar a mí? Ya no
tengo ni fuerzas para defenderme del demonio. Acalló su conciencia y caminó por
las calles abarrotadas de apurada gente indiferente, que a veces le daba una migaja de su abundancia o
compasiva le alcanzaba una mirada de amor infinito con algo que achicaba su
pobreza. Su pobreza no sólo era de cosas materiales...no, adolecía del favor de
los dioses para pertenecer a los afortunados que sabían leer y escribir, que
tenían un oficio y trabajo. La dignidad de pertenecer a la raza era un instinto
en Braulia que no sabía las palabras pero sí el sentimiento y deseo de no tener
que vivir casi como una exiliada de esa gente hermosa que veía...
¡
Ella no sabía que su belleza era tan digna como la de esos...!¡ su amor a los
hijos...! Su sabiduría ancestral defendiendo lo que para ella era lo más
importante, la hacía hermosa a los ojos de la humanidad y del Dios de todos los
que la conocían!
La soledad de la mujer sin hombre y
viuda, despertó el instinto de uno de
los hombres del `jefe´ y una vez sintió la mano sobre su espalda. Se enderezó
con furia y escupió. El hombre horrorizado por el estupor le propinó un golpe
que la dejó ciega sobre el eterno barro del pasillo de su tapera. Le había
quebrado la clavícula. La arrastró del cabello y la metió en una de las
casillas. La gente que la habitaba salió
silenciosa. Los dueños eran los amigos del Rubio. Todo era del Rubio. El grito
agudo pidiendo ayuda se perdió en el furioso ruido de una radio con música
“bailantera de cumbia”. Nadie podía atreverse a auxiliar a la desgraciada. No
ahora. Quedó tendida en el suelo. Otra vez se había perpetrado el ritual
ancestral de la violencia. Una hembra no es nada más que una cosa para usar. La
descartó y abandonó. Su vagina desgarrada le impedía ponerse de pie. Su
humillación era una pesada roca en el
cuerpo. Se arrastró y alguien la ayudó a erguirse. Apoyándose en las frágiles
paredes húmedas llegó a lo que quedaba de su casilla. La habían incendiado con
su pequeñito adentro. Un vecino había sacado a escondidas a la pequeñita Daiana
por orden del manda más, su padrino. Se quedó allí muda. Tomó a la nena y
caminó- en la más terrible degradación- hacia la calle. Un compasivo cachorro
trotaba atrás como queriendo aplacar su soledad. Así llegó al hospital donde
reconstruyeron su intimidad destrozada.
Querida
señora no quisiera darle malas noticias. Creemos, acá, con los doctores, que
nunca más podrá tener otro hijo. Por su historia clínica y porque la conoce la
doctora Miranda, sabemos que su compañero falleció hace un tiempo. ¿Cuántos
años tiene? Veintitrés...es muy joven. El doctor de barba que la viene a ver,
es especialista y la va a ayudar. Es siquiatra. Usted mi pequeña ha vivido un
momento muy doloroso. Me dicen que en el incendio murió su hijo varón.
¡Malo...malísimo! Y que no tiene a nadie para que la refugie. Nosotros no la
vamos a dejar. Será nuestra huésped por un tiempito hasta que suelde su hueso
del hombro y cicatricen sus heridas. Después ya buscaremos que...bueno, ya
veremos... ahora hay que seguir esperando con paciencia. Y los médicos cuidaron
cuerpo y alma de Braulia en ese momento de horror.
La encontré durmiendo una noche en un negocio
cerrado. Estaba cubierta con cartones y plásticos. Entre sus brazos firmes acunaba a la pequeña
Daiana. La desperté y la llevé en un taxi a un refugio de mujeres abandonadas.
Allí la ubicaron en un pequeño dormitorio. La ayudaron con ropa limpia,
zapatillas y ropa para la nena. Una ducha caliente y parecía que el cielo había
vuelto a abrirse para que el sol brillara. Comida caliente. Después supe que
Braulia durmió dieciocho horas seguidas. En el refugio un médico le diagnosticó
neumonitis. La volvieron a internar. Por esas raras vueltas del destino al
salir del nosocomio se encontró con el Rubio. La mirada sorprendida del hombre
no impidió la de odio de la mujer. Lo enfrentó con todo el rencor que acomodó
displicentemente en su memoria para lo que le hicieron.
Le ordenó que regresara a la villa.
Ella se negó y trató de escapar a la mano hercúlea del macho enojado. No pudo
desprenderse. Lo tuvo que seguir. La ubicó en una de las casillas más fuertes.
Era el “dueño”. Le compró todo lo necesario para ella y la nena que ya
caminaba. Ella supo callarse y aparentó estar agradecida. Comenzó una danza
viperina entre un áspid y una cobra. El “jefe” trataba de seducir con mil
artimañas y ella fingía que estaba encantada. Así con el milagro de lo
imposible quedó embarazada del Rubio. Tuvo a Abigail, una inútil esperanza de
paz. La ingenua soberbia del macho impidió desconfiar de la mujer memoriosa.
Mi relación con las tres se había
hecho algo imprescindible. Ella venía a mi oficina y se sentaba silenciosa
mientras yo hacía mis planillas y servía el té, que yo bebía siempre con
cariño. Me traía pequeños panecillos de pasas de uva que amasaba con grasa de
cerdo y que horneaba en su vivienda. Otras veces me traía dulce casero de
manzana o de damasco. No había perdido la capacidad doméstica de caserita
pobre. Hablaba poco. Yo le admiraba el amor que ponía en el cuidado de sus
hijas. No era frecuente verla llegar de día y en invierno se espaciaban sus
visitas agradecidas de aquel salvataje primigenio. Ahora me enfrentaba con la
verdad. ¿Dónde estaba? Yo no iría a enfrentarme con el Rubio que ya estaba
canoso y avejentado, peleando su puesto de dueño con un pandillero pendenciero
y sin escrúpulos. Las drogas hacían estragos en la villa. El alcohol era tiempo
pasado. Yo era una mujer soltera, sola y muy educada. ¡No podía! Pero mi
conciencia me impelía a conocer la suerte de Braulia.
Había esperado ese momento. Ya
las nenas conocían bien qué tenían que hacer. Buscarían a la Señorita Encarnación,
la que les había ayudado siempre. Esa noche se preparó para la cena con su
mejor vestidito dominguero. Se puso unos bigudíes y se esmaltó las uñas. Había
cumplido hacía unos días veintiocho años. Ya era vieja...ya podía cumplir con
la promesa. Lo esperó con una cerveza fría. Le relató, en el lecho de amor, un
cuento indígena antiguo, de cómo matan
las “yarará”con la mirada. Puso un “gualicho” de bruja, escondido en la cama. Y cumplió con el
Serafín, con su hijo muerto...y - “ Total la señorita Encarna sabría qué hacer
por ellas”- , las dos nenas.
La policía me trajo algunos
objetos encontrados en la casilla para que le diera a las nenas. Nadie quería
tocar un extraño muñeco de madera y arpillera con la forma del Rubio cubierto
de clavos, incrustado un diente de yarará en el corazón pintado con sangre
humana. Lo encontraron en el mismo lugar donde había quedado el cadáver. Me
explicó luego el comisario que el Rubio murió de muerte natural... ¿ O tal vez
no sucedió así?
Bailantera: música popular de una región argentina ( Córdoba ) que se
ha extendido en los suburbios de todo el país.
Chagas- Masa: enfermedad endémica provocada por el “tripanosoma cruci” y
cuyo agente de contagio es un insecto llamado Vinchuca. Habita en zonas
carenciadas con viviendas de barro.
Gualicho: dícese a un encantamiento popular hecho con hierbas y plumas
de aves muertas. Magia Negra de la región central de argentina y periférica de la provincia de Buenos
Aires.