En el nosocomio, sacaron rápido
las órdenes y lo ingresaron al quirófano. Él seguía murmurando en
idioma extranjero. Un joven residente se acercó a Clarisa y comenzó a
hablarle en el idioma, ella le explicó la confusión. El muchacho sonriendo, le
habló en español. Es árabe. El hombre debe ser sirio o libanés. Mi abuelo,
me enseñó el árabe de niño y ahora lo hablo cuando puedo. ¿ Siempre es útil,
verdad? El rostro de Clarisa era un bosquejo. Estaba perturbada y se había
involucrado sin querer en quién sabe qué problema. Pensó en Bin Laden, en las
Torres y los atentados, en Hezbollah y cayó desmayada. Ella estaba inserta en
una emboscada de los terroristas.
Un
grupo de jóvenes médicos se habían acercado a socorrerla. Les habló, pidiendo
que llamaran a su padre. Así lo hicieron y en pocos minutos toda su familia
estaba allí.
Aunque el
hombre del teléfono le dijo que no llamara a la policía, al mismo tiempo que su
familia, llegó un inspector y comenzó a interrogarla. Sólo explicó que ella era
una clienta y que había quedado en medio de todo ese tumultuoso suceso. No dijo
que había hablado por teléfono con alguien y que le pidieron discreción. Salió
del hospital, pero se dio cuenta que no le habían creído. Llegó a su
departamento y descubrió que en su bolsillo estaba el papel con el número de
teléfono que le diera Charles, que se llamaba Ibrahim y era refugiado árabe. Su
terror, la hizo pensar que ahora vendrían por ella. Llamó a su amiga Georgina.
Ella era abogada y la podía ayudar. Le pidió con tanta desesperación que fuera
a su casa, que la joven, tomó un taxi y llegó en minutos. Cuando le relató lo
sucedido, se quedó pensando un rato. – Debes ser astuta, nunca consientas que tienes
ese número. Escóndelo. Cambia tus rutinas todos los días. Verás así, si te
siguen los malos.
En
la T.V.
relataban el hecho, como un asalto más de la inseguridad que vivía la gente en
el país, otros clientes del supermercado relataron el hecho con variedad de
acciones. Cada uno le agregaba un matiz diferente. Al día siguiente ya se
relataba otro suceso parecido en un supermercado chino, cerca de Belgrano y
así, día a día se fue diluyendo lo acontecido. Clarisa le pidió al padre que
fuera a averiguar en el negocio, qué había pasado. Todo estaba en orden, sólo
que aun Charles o Ibrahim, no había regresado, pero había llegado un primo y su
esposa desde la capital, para hacerse cargo. Tranquila, comenzó a olvidar lo
sucedido. Una tarde que fue al supermercado, sintió que la mujer, envuelta en
un traje típico, la miraba insistentemente. El hombre también, no le sacaba los
ojos de encima. Cuando llegó a la caja para pagar, la mujer, le tomó la mano y
la invitó a que la siguiera hasta el pequeño despacho detrás del negocio. Tuvo
un ahogo de miedo. Le sirvió un té y mientras lo bebía le preguntaba si
recordaba el número de teléfono al que ella había hablado aquel fatídico día.
Comenzó a sudar. Trató de no mirarla a los ojos. Eran negros, grandes,
expresivos y rodeados de kohol. Indagó en su memoria y dijo. – creo que era
algo así como ...419...creo que tenía un cinco. No recuerdo. Yo estaba muy
nerviosa y me lo iba dictando entre sus ruidos agónicos, porque se moría, le
juro que don Charles se moría. La mujer la estudiaba. Entró el hombre. Se
presentó como Mohama Alí y no le dio la mano. Eran muy religiosos, eso se
notaba en sus ropas y ademanes. Les volvió a relatar la historia, haciendo
hincapié en que con el miedo y el manotón que le diera don Charles, ella no había
visto la cara de los hombres. El primo le indagó si recordaba qué auto era y si
vio la identificación en la chapa. Negó rotundamente. En verdad ni se había
fijado. Sólo recordó que era oscuro, grande y hacía ruido y chirridos al
escapar. La despidieron con mucha ceremonia. Salió casi corriendo y al llegar a
su casa se encontró que alguien había entrado y había revuelto sus papeles.
Clarisa llamó a su padre y le pidió que la ayudaran a mudarse. Realmente allí
estaban pasando cosas raras y ella no quería terminar en la morgue. Un
sobresalto le produjo el sonido del teléfono. Una voz con acento extranjero le
pedía una cita. Ella se negó. Cortó la comunicación y comenzó a prepararse un
bolso con ropa y libros. Así dejó su amada casa de estudiante. Fue a vivir a
una residencia universitaria cerca del complejo de la facultad de arte donde
daba clases de escultura y pintura.
Un
mes después, su vecina le avisó que su casa había sido saqueada, que habían
cerrado el supermercado y que se murmuraba, que en el hospital, habían
asesinado a Charles. Ahora, el pobre, estaba en la morgue, esperando que
alguien reclamara su cuerpo. Clarisa se persignó y comenzó a buscar en Internet
una beca en el extranjero. Su vida dependía del reloj.
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