LOCURA ¿INESPERADA?
Cada
tarde de invierno, Belisa confeccionaba una nueva miniatura pintada en pequeño
punto cruz, coloridos dibujos aparecían de la nada. Sus expresiones eran
observadas por su hermana, quien había dejado su vida de lado para cuidar de
quien le fuera entregada por sus padres al cuidado desde niña. Belisa era
“especial”, tan especial que no hablaba. La única forma de comunicación que
tenía era su insólito trabajo de aguja. En las tardes de estío, se sentaba en
la hamaca del jardín y escuchaba los viejos foxtros de la vitrola que
recuperaron del desván. Allí encontró, Isabel, discos de pasta tan antiguos
como su memoria. Eran, tal vez, de su madre ya muerta hacía algunos años. Y
allí estaban, dejando recorrer al tiempo sus pobres historias de mujeres
solteras. Nadie tenía interés en esas cincuentonas, agrestes, que vivían de la
pobre pensión heredada de su padre. Allí no había nada interesante que obtener
para la comunidad descarnada y ambiciosa.
Isabel,
repartía su tiempo en la reiterada tarea de despolvar muebles y cortinas;
cocinar escuetos menús, cuidar la casa que se disgregaba de tiempo en remezones
ruidosos de madera pudriéndose. La arboleda, que rodeaba estrujando la
vivienda, servía para que Belisa soñara con las aventuras transmitidas en la
imaginación su protectora. Largos cuentos fantásticos comenzaban en primavera y
se iban entrelazando con personajes fabulosos y reales durante días y días. Un
clima de leyenda entramaba el miedo y el regocijo. Luego, con el frío del otoño
y el invierno, encerradas en las paredes inexpugnables, la “diferente”
transformaba en exquisitas escenas la ficción del cuento. Isabel, cansada, aborrecía ese tiempo de
encierro y silencio ficticio. Ya no esperaba nada. Sus fatigas la sumían en un
agotador sopor y desesperada hurgaba en el rostro imperturbable de la bordadora. Una noche comenzó a sufrir una
fiebre intolerable. Animales fantásticos crascitaban disputando su cuerpo
tembloroso. Belisa estaba junto a su lecho con la mirada perdida. Acercó el fonógrafo,
comenzó a sonar los discos que escuchaban siempre y se fue ataviando con
encantadores atuendos que encontrara en los baúles. En la mente febril de
Isabel aparecían imágenes difusas y hostiles. La “idiota” tomó las manos
mustias de su cuidadora y comenzó con sus acerillos a pasar hilos de colores
dibujando una escena de su mente enferma. Selló la boca en verdes mustios, los
párpados con rosa antiguo y así fue bosquejando un cuadro bucólico y
fantástico. Varias semanas pasaron hasta que llegó un vecino en curiosa
búsqueda de Isabel. El horror impregnó de alaridos el caserón, al descubrir el
enorme y cuidadoso diseño en toda la piel de la mujer yaciente. Isabel,
totalmente desnuda y prolijamente bordado sobre el lecho abandonada a su suerte
junto a la “loca”. El mismo foxtros seguía sonando cada tanto rayado hasta el
hartazgo.
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