viernes, 21 de diciembre de 2018

EL ÁNGEL NEGRO




            Estamos cruzando el río con una canoa frágil que compramos con nuestros ahorros. Es pequeña y pintada de colores vivos. El río se desliza suave como un reguero de miel o aceite entre un sin fin de plantas. Hay ruidos desconocidos por la costa. ¿Serán monos o aves? No tenemos idea de dónde provienen. No le tenemos miedo. La aventura nos ha superado. Primero la avioneta se descompuso en medio del tramo que nos llevaba al puerto, luego caminamos por una ruta contraria hacia donde queríamos ir, nuestro viaje de tres días está durando trece.
            Chalo dice que ese número no hay que nombrarlo, es mufa. Yo no creo en esas cosas. Rolando que es medio místico, nos alienta con unas oraciones que parlotea a toda hora. Me cansa, pero no le digo nada porque es bueno y ayuda en todo. Seguidamente al llegar al único puerto que encontramos había sólo una canoa. Ésta que se desliza como sobre miel caliente. Gracias a Dios no estamos solos, hemos visto algunos nativos caminar por la orilla. Nos miran con su boca desdentada y nos hacen señales que no entendemos.
            Giro y un sordo ruido surge entre las frondas. Es una imagen extraña. Lo que vemos es como un enorme ángel negro con un par de alas emplumadas que se abren sobre nuestra bonita canoa. Pareciera envolvernos con sus alas de grafito brillante y garras afiladas. Clava sus grandes ojos en mí. Me toma por el hombro y me sostiene sobre el río como un juguete sin forma. Lloro con desesperación. El número trece, pienso y con un llanto de cobarde, me lanzo a gritar y a golpear con mi mano ensangrentada al Ángel Negro. Los nativos vociferan y saltan de alegría. Ahora entendemos que ellos esperaban eso. Le grito a Rolando que rece por mí. Un dolor cálido me consume mientras mis alaridos se pierden para siempre. Ellos siguen navegando huyendo de ese monstruo alado que ya sació su hambre.


LA VEJEZ


                                                                   ¡He cometido la indiscreción de seguir viviendo! Jorge Luis Borges

Entró corriendo, deshilachando el aire cálido de la calle. Dentro de la casa un suave fresco envolvía el cuerpo de la abuela anciana. Estaba sola y sentada como una muñeca de seda y puntillas. Su cabello largo, suelto atado con una cinta azul, algo desvaído. Las manos, como dos alas de golondrinas heladas, se apoyaban sobre un almohadón de terciopelo rosa. Parecía una reina triste. ¿Cuántos años puede tener, se preguntó la nieta?
Se acercó y la besó levemente en la frente. Estaba tibia y suave entre las profundas heridas que llaman arrugas. Son señales de la vida. Señuelos para el ángel negro. Le preparó un té y se sentó a su lado. Abrió el libro de poemas y le leyó con calma el último que había dejado marcado con unas hojas de tilo. La abuela, cerró los ojos mientras discurrían los poemas. En su juventud era quien recitaba frente a una concurrencia eufórica. Antes, la gente amaba escuchar poesía. Había personas que leían por radio, en galerías de arte, en las plazas y en las noches de frío junto al fuego. Ahora se reirían de esa costumbre.
¡Pero la belleza no ha muerto! Murmuró con voz cascada, mi niña, lee ese, el de la página 27, el de Garrid. ¡Ese es muy bello!
Volvió a releer el mismo, ese que le pedía y luego la anciana sollozaba. Abuela te leo uno de Rubén Darío o de uno de Alfonsina… son más dulces. La mano apenas se cerró en su brazo. Tráeme un vaso con agua fresca, hija, por favor. Y tomó el libro para abrirlo en la página 27. Cuando la muchacha regresó, ella se había dormido.
Seguro soñaba o simplemente entraba en un pasillo de amables recuerdos de amores contrariados. Apena la tocó. Abrió los ojos de un verde claro como agua y sonriendo le dijo: Mi pecado es seguir viviendo. Él ya se fue hace muchos años y si viene, me encontrará muy avejentada. No quiero que me vea así. ¡Por favor, llévame a la cama!
La envolvió en una bata delgada de seda verde y se acurrucó entre las puntillas de antigua hechura. Seguro, esperando que él, entrara en cualquier momento y la besara.


LOS MARCADOS




            Mis manos vuelven a sangrar y me duelen. Mis labios cuarteados por el frío tiemblan y el aire huele a azufre. Las cenizas vuelan por todos los rincones. Algunas encendidas aun, y de una manera lenta, parecen como luciérnagas enceguecidas en la noche que corre para cubrirnos el miedo.
            El cielo está tan rojo que parece hermoso. Es como esos cuadros que solíamos admirar en París cuando fuimos al museo de Orsay. Las nubes se van poniendo negras y un pudor eléctrico nos hace unirnos cuerpo a cuerpo en el suelo áspero que ha quedado depredado con las granadas que echaron los “Otros”.  Hay restos de casas en llamas, vuelan de ventanales rotos unas cortinas que parecen los velos de las novias en los templos.
            Fulvio y Darío, se han animado. Se han parado y van a ir caminando por la vieja calle por donde vehículos volteados y rotos parecen monstruos fatigados. Regresan pálidos y aturdidos. ¡Hay cadáveres por todos lados! Corre la sangre por las orillas de las veredas. Todo está destruido. Se sienten los sollozos de algunas personas que como nosotros se refugiaron en los subtes. Hasta los perros han caído en tierra. Darío vio un gato subido a una ventana que chicoteaba con el viento.
            ¡Todo esto por una libertad que desconocemos! Si al nacer nos pusieron un chip y ya saben donde encontrarnos.
            León, Dafne y Rita, aunque se oculten bajo ese montón de escombros las van a encontrar. Los Otros son los Jefes y nosotros ya vinimos con La Marca.
            Mejor no sentamos y comencemos a orar como nos enseñaron los venerados ancianos. Pronto llegarán y seremos como ellos quieren, esclavos para trabajar para sus necesidades primarias.
            ¡Triste destino del siglo XXV!  Antes la gente no tenía el chip y era verdaderamente libre. Eso me contaron mis ancestros.
            ¡Allí vienen por nosotros! Adiós amigos míos.


XIII ENCUENTRO DE ESCRITORES EN MARRUECOS

 EN LA MEDINA DE TÁNGER UN CABALLERO CON SU ROPA TÍPICA CAMINA Y NOS MIRA.
 LA IGLESIA CATÓLICA DE TETUÁN, SE LA VE EN NEFLIX EN LA NOVELA "TIEMPO ENTRE COSTURAS" DE MARÍA DUEÑAS.
EN LA EXPOSICIÓN DE ARTE EN lAUROCHE UN GRUPO DE ESTUDIANTES DE LA ESCUELA DE BELLAS ARTES.

SALTÓ AL BALCÓN



            Mi viejo era un héroe. Viajaba siempre al interior con la chata llena de mercadería que vendía en el campo. Con lluvia y con sol, con viento y con calma el iba por caminos internos, no por las rutas. Las rutas las usan los comerciantes grandes, los que llevan muestras. Él, no, el vendía ollas, juguetes, ropa de campo, zapatos, alpargatas, cuchillos y mil cosas que conseguía en los galpones de la aduana o en garajes escondidos de los grandes comercios.
            Dormía en la camioneta o tal vez en algún cuchitril, de esos que hay por los caminos con luces de colores y flechas que dicen “Hotel” y son de cuarta. Mi madre lo adoraba. Y nosotros, los cinco hermanos también.
            La Lidia, aprendía piano, con doña Tiburcia y cuando sentía que llegaba rezongando la chata, se sentaba en el piano y tocaba y tocaba y mi padre la miraba y lloraba. De alegría lloraba. Yo coleccionaba “El Gráfico” y él, se sentaba en un sillón destartalado en el porche y los leía y acariciaba mi cabeza. ¿Sabés como me acuerdo de mi viejo? Si me parece hoy que lo estoy viendo con la foto de Labruna y a Di Steffano a quienes admiraba tanto. Mi hermana Célica se escondía debajo de la mesa que mamá tapaba con una carpeta que tejía con hilo fino y una aguja finita, y espiaba los libros de mi hermana que iba a la escuela Normal para ser maestra. Tal vez hubiera sido mejor que nunca creciéramos.
            Un día mi papá llegó fuera de hora. Mi hermana Carlota no había ido a misa con nosotros y mamá. Él, como no tenía llave saltó por el balcón a la pieza de arriba y el mundo se vino en catarata hacia el “carajo”. El Aurelio Marín, nuestro vecino, casado con la Antonia, estaba desnudo en la cama con mi hermana.
            Papá no dijo nada, sacó una pistola que llevaba siempre por las dudas y le pegó un tiro. Tan pero tan mal que en vez de darle al “tipo” mató a la Carlota. Ya no va a ser maestra.
            Vino la policía y se lo llevó a papá y al Aurelio. ¡Pobre mi papá, nunca supo que la puerta estaba sin llave; porque de la vergüenza se colgó en la reja de la celda en la comisaría! 


HA NACIDO UN EMANUEL




La bestia atisba tras la cueva que se ilumina lentamente.
Un rayo de Luz va aclarando el espacio umbrio
Ya la Luz viva crece y emerge del cuerpo virginal
Con tierna y poderosa premura. Y el Verbo se hace carne.
El hijo de Hashem, Hashem es Luz hecho hombre
Vive en la luz y en el espacio de pobreza de Belén
¡Un Emanuel duerme en los brazos de la Niña!
Huye la bestia colosal, una vez más ha perdido.
La maravilla aturde, aterra a quien sabe qué ha llegado
Que ha nacido Un Niño. Un Rey. Un Dios-Hombre.
Sopla un aire suave en la pobre cueva, el aliento a ovejas
a mular e incienso alienta una miríada de ángeles
un coro de Aleluya se escucha en la noche estrellada,
y a lo lejos la más brillante esfera de luz refleja el sitio.
Ha nacido un Mesías esperado entre pasto y vapor de frío
que atrae a los pastores y campesinos. Aleluya.
La verdad se ha cumplido y Eloquim ha vuelto
En un pequeño que sabe su destino de Sangre y Amor.



LOS POETAS




¿Cómo sobrevive un poeta en las tinieblas?
¿Cómo trueca el cieno en polen?
¿Cómo instala perlas en la sangre derramada?
¿Cómo arrima el violín, el arco a las cuerdas rotas?

Las palabras se quiebran en el otero en llamas.
Trepan lenguas venenosas sobre la piel de un niño.
Transitan arañas por el rostro suave de una niña.
Duerme la bruma escondiendo la verdad eterna.
Se inclina la garganta pegajosa al brocal de la vergüenza.

La mentira juega. ¡Pobre poeta, atrapado en la noche!
Acuden las obscenas inquietudes a su boca.

Los campesinos trillan lágrimas con miel y espanto.
Los poetas sangran sueños azules y violetas.
¿Cómo sonarán los rudos campanarios con huesos de los muertos?
¿Cómo llegará al final el poeta sin su voz de fuego?


miércoles, 19 de diciembre de 2018

SEÑOR JUEZ




¡No me arrepiento de haber denunciado al “Gordo Tobar”! Él, se apareció en mi casa con una borrachera de esas que apenas pueden caminar, gritando que yo le debía algo. ¿Qué? Nunca supe. En la mano aparte de una botella de grapa, llevaba un cuchillo grande como para degollar cerdos, que es su trabajo. Nos asustamos muchísimo con mi compadre y en un momento se echó sobre la “chata” y comenzó a vociferar que le habíamos robado la mujer. ¿Quién querría a esa flaca escarbadientes que parecía un alambre sin forma? Pero él, dale con los gritos y en medio de la trifulca, se vino el “Guatón Fernández” tan serio como un policía que es y nos comenzó a amenazar que estábamos rompiendo con la serenidad y la paz del lugar y que nos llevaba a la comisaría para impedir un derrame de sangre.
Nosotros ni siquiera habíamos bebido una sidra y eso que había ganado el “Tomba”. Y nos llevó a la rastra. Mi mujer lloraba y los chicos, tengo cinco hijos, se aferraban a mis pantalones que casi quedo en “pelo” de los tirones. Y bueno, cuando pude traté de zafar y le pegué, es cierto, una trompada al “Guatón” y allí mismo me esposó y me dejó encerrado. Al compadre no le hizo nada y lo dejó ir.
¡Pero Señor Juez, yo qué culpa tengo que el Señor Tobar se “encurdelara” y me viniera a querer exigir cosas sin sentido! Ayúdeme, sáqueme de aquí. ¿Mañana si no me presento en la fábrica me echan y de qué voy a vivir yo y mi familia?
La muy sonsa de mi mujer dice que mejor me quede acá, que no sirvo para nada, que me dejo manejar por cualquiera y encima se quiere ir a la casa de mi suegra.
Bueno, no se si eso no sería mejor, unos días sin gritos de los mocosos, sin las peleas de ella y sin verle la cara a mi cuñado que trabaja en el mismo lugar que yo. ¡Ese es un zopenco! Señor Juez, déjeme unos días y así descanso de todo este lío.
  

SOLA NO




No, sola no.
No sola.
Deslizándose en el cauce del lago un puñado de nubes
que reflejan la vida.

Y las aves, los juncos y el rumor de las aguas.
El susurro del viento entre las breñas. Hay flores.
Amarillas, azules y de un rosa nacarado que brilla.

Me transporto en el agua que parece abrazarme.
Sola no, no estoy sola.
Me acompaña una sombra. Un recuerdo.

Un silbido aflautado de un pájaro blanco.
El gemido de una rama que cae en el agua.
Los reflejos del sol que perece en la tarde.

No, sola no.
No estoy sola.
Me hace retozar la vida.


                               ¡Gracias a Marjory Stonerman Douglas por defender los Everglades de La Florida!

miércoles, 12 de diciembre de 2018

EL SILLÓN DE SEDA..



                                   El joven escribano se sentó sin poder pronunciar una sola palabra. Su intervención en el robo al banco lo dejó perplejo... Él nunca había participado en esa reunión ni había firmado ese acuerdo. ¡ Allí frente a sus propios ojos estaba la prueba... esa era su letra y esa su firma...! ¿ Quién pudo haberla falsificado tan bien? Recordó un  sueño que tuvo la noche anterior y sintió que de alguna manera todo estaba relacionado.
            Sí, en su sueño, él, hablaba con Gervasio Respeche y le entregaba una serie de cartas y papeles. Luego veía unas manos atadas y ensangrentadas. Una cabeza sin rostro cercenada. Un sopor asfixiante, olores repugnantes y un chirrido agudo, lo atrapaba, no podía despertarse. Cuando logró hacerlo tenía un cansancio enorme y estaba transpirado y tenía la boca muy amarga. Estaba seriamente comprometido con la estafa millonaria. Muchas pruebas en su contra lo señalaban. No recordaba haber participado. Lo apresaron. Su abogado desapareció. Llegó inesperadamente “alguien” a rescatarlo. Su mujer no estaba en el país y no supo quien lo patrocinó.
            Sostuvo su posición. Él no tenía ninguna participación. Vio a Gervasio Respeche pasar a su lado con las manos esposadas. Rodeado de varios uniformados y hombres de civil. ¡ Se sorprendió! La sonrisa ácida del antiguo gerente era una contundente mueca sarcástica.
            Quedó libre bajo palabra y regresó a su casa. Ese alguien había pagado una fianza poderosa. ¡Estaba libre!, y salió apurado para alejarse de allí. Llegó frente a la puerta e ingresó confiado. Encendió la luz y a sus ojos resaltó el brillo lujurioso del sillón de seda rojo, que su esposa había hecho ubicar en el salón..., una fugaz imagen le acometió. Ese sillón estaba en su sueño. Recordó otras caras. Parecían máscaras. Pensó: - ¡Cuándo fuimos a Venecia con Respeche compramos esas extrañas máscaras de carnaval! - Se desprendió el botón de la camisa y estiró bruscamente la corbata para sacársela. En el espejo alcanzó a ver unas marcas en el cuello, dos pequeñas heridas en forma circular. Miró con atención sus muñecas, le dolían, y, vio también una marca morada como si en algún momento hubiera estado fuertemente atado. Sintió un insultante perfume a combustible, algo parecido al fuel oil. Luego se sentó entre los suaves almohadones mullidos del sillón. Apoyó una mano... entre los cojines encontró su lapicera de oro... - la misma tinta... - se escuchó decir- de los papeles del banco... - en su memoria flotaba esa idea extraña. ¡El sonido del teléfono lo estremeció! Era su socio que necesitaba, urgentemente, hablarle. Cuando trató de pararse, en una hendidura del sofá, una jeringuilla hipodérmica minúscula, se incrustó fatídica en su mano. Olió la muerte. Vio como se iniciaba un fuego junto a la ventana principal del salón. Un sudor frío le recorrió las  vértebras y comprendió... ¡ Había caído en una trampa mortal y del infierno nadie podría ya salvarlo!


fLORES DE MI JARDÍN

 MI ROSA RECIÉN EN CAPULLO EN PLENA PRIMAVERA.
 MIS AMAPOLAS EN FLOR
ROSAS Y MÁS ROSAS....

¿ACASO NO PUEDO LLORAR?


¿ACASO NO TENGO DERECHO DE LLORAR?

                Me miró con la sonrisa lado a lado, parecía un payaso burlón. Yo llevaba una túnica color malva para representar a la diosa del bosque en la fiesta de la escuela. Tenía el cabello como nunca suelto sobre mis espaldas y caía en cascadas hasta la cadera. Me sentía frágil y avergonzada, pero a la vez me miraba en el vidrio reflejada y lo que veía me gustaba. ¡Pero allí estaba él, ese montón de estupidez caminando, que me miraba y me hacía morisquetas!
            Rosita, la señora que me había vestido y maquillado, estaba feliz. Junto con mamá se reían por la desfachatez del mirón. Pasó Juliana vestida de princesa y Rebeca como hada. Estaban preciosas. ¡Por supuesto los varones no querían participar! Le costó muchísimo a la profesora convencer a Carlos del otro curso que se vistiera de cazador y a Roberto de rey. Cada uno tenía aprendido su texto y de memoria, nos preguntábamos unos a otros si con los nervios podíamos salir frente a toda la escuela a participar de la obra de teatro. El profesor Mauricio de gimnasia, había disfrazado el arco de fútbol como un gran castillo y con cartón hicieron árboles y colocaron ramas verdaderas entre ellos. El murmullo llegaba hasta nosotros.
            Sonó una corneta y salió el rey y la princesa. Todo comenzó maravillosamente bien. El cazador se encontró conmigo que caminaba por el “bosque” y el hada me ayudaba con las guirnaldas de flores. De pronto en medio del segundo acto, se escuchó un ruido muy raro. Un balcón del primer piso del colegio, cayó sobre la concurrencia como plomo. Todos corrieron al patio y nosotros, quedamos solos en el castillo y bosque de cartón. Rebeca se abrazó a Juliana y yo no sabía hacia donde correr. Vi a mi madre apretada por un trozo enorme de cemento y a Rosita que intentaba rescatarla. Llegaron los bomberos y sacaron a todos caminando por un espacio entre los escombros. Llegué hasta donde mamá agonizaba. Yo no entendía lo terrible que me estaba ocurriendo. Pensé ¿Y ahora qué haré? Papá estaba trabajando en Canadá y los abuelos estaban en La Pampa. Era una diosa falsa y sola.
            La directora me ayudó a sacarme el traje y a vestirme con el uniforme escolar. Los médicos se llevaron a mi madre y allí quedé yo, sin sabre adónde ir ni qué hacer.

HOMBRE, VUELVE



¡Porque no hablo tu lengua!
¡Porque eres los ancestros!
¡Porque el ayer atraviesa mi hoy!
No te vayas. Vuelve.

Eres lo importante de lo estético y la ciencia.
Eres lo importante de la historia.
Eres la Vida y el Ayer, no te pierdas en la nada.
Vive con el corazón en el alma.
No te mueras hombre de la tierra.
Eres la Verdad de la patria que muere lentamente
La pequeña mentira del hoy y del mañana.
Vuelve…vuelve. Habla.
Habla en tu lengua natal.
Eres la esperanza.



AMOR IMPOSIBLE





                   Había dejado de llover. Leandra entró al comedor y comprendió que había llegado demasiado tarde. Se  oía  la cascada de los desagües desagotando agónicos el canal de la azotea sobre el pequeño patio interior. Estaba sola. Unas sombras se alargaban en los mosaicos mojados. Dejó el paraguas húmedo con pena apoyado en la silla. Se quitó la bufanda y los guantes que hacían juego con el hilo de sangre que se diluía en el torrente hacia la pequeña rejilla de la terraza. Lo vio allí caído. Solo, quieto. La cabeza destrozada  contra las frías baldosas. ¿Por que a  ella? ¿Por qué en su tragaluz?
¿Porqué ese hombre que llenaba de sueños sus largas tardes grises de domingo?
                     Ahora que era  primavera, él le dejaba ese regalo entre sus plantas. Cortó una flor de una maseta. Se la puso en la mano y fue al teléfono. Marcó el número que él, un día le dejara. Se sentó y lloró. Se había quedado sola. La noche  cubría la ventana como cortina de pena.
                     Llegó su madre, la misma que meses antes le dijo: “Ese hombre te hará muy desgraciada”. Pero ella había soñado con el amor. Ese imposible para su vida gris y sin sentido. Sólo trabajar y cuidar unas plantas y a un gato que se escapaba por las noches por la ventana de la cocina.
                     La miró a los ojos , quería escrudiñar su alma... quería saber si aun su madre la odiaba. Te extrañaba. Yo te dije…
                     Madre él, me hizo feliz, no entiendo qué ha pasado. Anoche hablamos hasta casi la madrugada, hicimos planes, pero…pero acá dejó una carta. Se despidió de mí, sólo lo angustiaba el haber matado hace un año atrás a su exmujer. ¡Bueno, tal vez, fue mejor!
                     Tal vez, hija, estuvo a punto de volver a cometer un asesinato.
                     Entonces no lo hizo por amor, sino por miedo a volver del lugar desde donde vino, la cárcel.
                     Sonó el timbre. Era la policía que venía a buscar el cadáver de Julio. Se secó una lágrima con la manga del saco y abrió para deshacerse del cadáver del amor imposible. La gata entró corriendo y se acomodó en el sillón, frente al televisor. Todo volvió a la normalidad.

lunes, 3 de diciembre de 2018

EL BERRETÍN DEL “GALLO” LEIVA EN EL REÑIDERO




            Diga, Don —dice el Enano, mirándose en el espejo de agua de los charcos en la calle—. Diga la verdad, anímese de una vez.
          Su rostro surcado por una antigua cicatriz de facón malevo, le regala una expresión oscura. Oscura como el alma. No atina a quitarse el chambergo para evitar la mirada aviesa de las minas. Son curiosas las mujeres y él les tiene ojeriza. ¡Claro, si siempre se tenía que subir al tablao del cabaret o a la barra del bar donde se deslizaban las copas de Fernet, de vino tinto o de grapa, para mirar y que lo vieran! Nació normal. Nunca creció más del metro. 
Su padrastro le gritaba palabrotas cuando era apenas un gurrumín de seis o siete años. Lo hubiera matado, al infeliz, si hubiera alcanzado el tamaño suficiente. “¡Ya va a crecer!”, decía la madre. “Crecer. ¿Cuándo, cómo? ¡Destino de hijo “chimbo”!, masculló el padrastro. Nadie creyó en el futuro. Tampoco quiso irse con un circo de mala muerte que pasó por Avellaneda, justo, justo cuando cumplió quince años. “Si se une a la tropa, le damos casa en un carromato, sueldo, comida y la ropa para que ayude al Minguito, el payaso”. No quiso. No podía aceptar ser un idiota jugando a ser el hazmerreír de todos. Después sucedió eso.

            “¡Dele, si el Jefe sabe, tal vez haya otra oportunidad! Si vos hablás, digo, Disculpe Don, tal vez si habla la cosa se aclare y el Jefe acepte. Nunca vienen mal los morlacos de una nueva riña. La cana está untada por su mano generosa”. La voz aflautada llena de risa el ancho rostro hostil. Es burlesco. De mentón pronunciado y robusto como todo él. Piernas tan cortas y gruesas, que se bambolea al caminar.
            Con saltitos de gorrión herido sobre los adoquines húmedos es el modo de atraer la mirada del hombre. Leiva duda. Ese Enano sin nombre no es tipo de fiar. No le gusta su modo. Es un truhán. Algo le huele mal.
Duda y desconfía. Los ojos se achican para poder observar cada gesto, cada pequeña señal imperceptible para otros, pero no para él, acostumbrado a tratar con esos rufianes. Todos perros de cuenta con prontuario. Hábiles y abusivos. Eso son, mafiosos de pacotilla. Él conoce a otra gente maleva, pero malevos de verdad. Tipos que arrastran su historia de burdel y garito. De traficante y contrabando entre las dos orillas del Plata. Río lleno de fabulosas historias.
Río que desliza la sangre de tanto fulano vendido al fangal de la ciudad. ¡Tan bello! Ese río que algunas veces atravesó hacia Montevideo, para apaciguar memorias.
Leiva conoce el lugar exacto donde está enterrado el tal Rearte, junto a los gallos de riña. No se imaginan el sitio.
            ¡Cante, Don! Diga que el dueño del reñidero está donde está y tal vez nos perdonen la vida”. La cintura, apretada de sudor oloroso a miedo, le ofrece un retortijón de tripas. “¡Vamos, usted sabe!”.
           Recordó...
La llovizna comenzó a torturar los cortos huesos del alfeñique. El vapor que se levantó de las piedras envolvió a los hombres apretujados. Una luz agazapada desdibujó los cuerpos que se avecinaron bajo el alero del galpón del Jefe. Un olor a pluma mojada y el griterío de los bichos comenzó a trepar por las paredes del sucucho. Los gallos de riña han llegado de Montevideo en jaulas prolijamente custodiadas. Ese galpón fue un frigorífico inglés, ahora es un aguantadero del patrón. Ya se armó el círculo con los ponchos de obreros que vienen a jugarse la quincena en la pelea.
El tufo a tabaco negro, a sudor, hediondo a macho y a mugre; mitiga el olor del plumerío húmedo de los animales. Están con los picos adornados con metal o atados con ligaduras de cuero. La cabeza tapada, para que ciegos, ataquen sin piedad. El batifondo impone un tiempo de espera. Un injurioso tiempo negro.
            El Enano ingresa al reñidero. Lo hace como si fuera un gigante, un rey, un triunfador. Ha logrado el consentimiento del Jefe para manejar la riña. Un tipazo, el Don. Dueño de medio Montevideo. Eso se murmura aunque no está comprobado. El empresario aceptó el entrevero por diez mil pesos fuertes.
            En medio del rugir de los hombres se produce una señal conocida. Causa un silencio feroz, y la pequeña figura empinada en el elevado taburete de madera reluciente, les habla:
       —¡Hoy pueden apostar, la suerte está echada. Don Leiva, pone diez mil pesos fuertes a sus gallos de Uruguay!   
      Desciende y atrapa billetes en sus robustas manos regordetas. La cicatriz brilla con la tenue luz que proporciona un farolito sobre el círculo vital.
        Entra un tal Rearte, custodiado por un puñado de holgazanes violentos. Viene derechito hacia el Enano, pero una mano lo detiene. Don Leiva, le muestra su cintura, donde brilla el facón. Señalando al mequetrefe le indica que allí hay mucha guita. Igual pone mucha mosca contra las aves del otro. La puja es a muerte.
      Comienzan a soltar los animales, que ebrios de odio, se tiran picotazos a los ojos. Empieza, la arena del reñidero, a cubrirse con sangre negruzca. Entre los espolonazos, que en cada salto se dan los pequeños demonios plumados y el sordo sonido de las gargantas ebrias de codicia escondida, no advierten que una atroz tormenta comienza a azotar los techos metálicos con un silbido confuso.
   La noche avanza en un tráfico de risotadas y dinero que pasa de mano en mano. Van cayendo los más débiles. Los gallitos menos famosos. Plumas. La negra nevisca azulada queda danzando una melancolía agónica. Desde las pequeñas gargantas de las aves que boquean en la tierra ya no sale sonido alguno. Heridas, muy heridas, agonizan. Va ganando Rearte. Sin escrúpulo llegan otras. Son rivales de colores tornasol. De pronto, se abre la puerta y se dibuja a contra luz, la figura del Jefe. A su espalda, la lluvia cubre las pisadas.
            Corto y ancho. Con los ojos pequeños rodeados de bolsas rojizas y magulladas por el alcohol. Los labios son finas cuerdas apretadas, la nariz afilada cae sobre los breves bigotes con un gancho agudo y húmedo, que gotea sin vergüenza. Grasoso, su pelo desmechado, es un penacho abundante y dislocado, semejante a plumas, elevado hacia atrás por el unto de Glostora. Es una cresta negra y aguda que desconcierta a quien osa mirarlo de frente.
 Tiene las manos de dedos agarrotados y articulaciones artríticas. Están enfundadas en cabritilla negra. Son armas letales. Se saca parsimoniosamente los guantes. Las uñas largas, cubiertas por cápsulas de oro, refulgen con la tenue luz.
Detrás una feligresía mafiosa, a la que impone fuerza con la simple presencia, retrocede. De un salto, el Enano, baja del alto taburete. Servil, se acerca al Jefe y le muestra el chambergo donde ha estirado cada billete de la apuesta. Ni mira. El Jefe no pierde el tiempo en pequeñeces. Camina con la displicencia propia de los poderosos.
            Hace un ademán y sacan de sus jaulas los mejores. Los campeones.
Sus pequeñas cabecitas cubiertas con un ínfimo capuchón de terciopelo rojo. Parados en tierra, con sus garras aguzadas, espolones cubiertos con regatones de plata que brillan en tiniebla y humo, que lo envuelve todo, se agitan. Apenas le arrancan sus mascarillas de terciopelo, ya despabilados, se enfrentan. Un extraño cloqueo furioso y una pirueta sincrónica de dos gallitos quiebran la infortunada tranquilidad, cuando las uñas de metal abren el cuello desplumado de los animales. Una masa sanguinolenta cae revuelta en la arena.
¡Ha perdido los mejores ejemplares! Y la plata. El Jefe saca su cuchillo y, sin más, lo clava en la frente de Rearte. La punta y el filo continúan su camino destrozando el cerebro. Cae de rodillas, apenas sostenido por uno de sus secuaces. En una suave oleada de sangre se desliza el cuerpo flácido. De inmediato, cada hombre sale en completa mudez.
El Jefe toma tranquilamente los billetes, lamiendo su mirada burlona, a los atónitos jugadores oponentes. Se acomoda el chambergo. Sale pausado y se sube en el automóvil que lo espera. Desaparece por donde vino.
Huyendo de lo que allí se avecina, los obreros, cautelosos, escapan por entre las aberturas de las paredes. La noche tormentosa envuelve a cada uno con una bruma en capa de bondad. Se obliga silencio a los testigos. Nadie vio nada.
           
Apenas despunta el día el galpón está limpio. Nada muestra lo sucedido. El sol calienta las chapas y adentro de la zahúrda, se vende parte de la cosecha de patatas que, en varios carros, ha entrado desde las cuatro de la mañana. Se han desembarazado de gallos y despojos. Un auto policial da una vuelta por los alrededores sin mayor convulsión. Es seguro, los mandaderos de Rearte han hablado.
 Acá no pasa nada. La calle transitada como siempre. El tranvía, indiferente, hace sonar su timbre avisando a los chiquilines que se tiran delante de la parrilla para susto de los transeúntes. Las mujeres compran magros pucheros. Los muchachos siguen con juegos de la vagancia. Nadie vigila los movimientos por un pacto gregario. Todo es terror al Jefe. A sus secuaces.
            El Enano, ahora vestido de paisano, se ha acodado en la puerta y observa astuto a cada tipo que camina por allí. El paisaje es de una bella estampa familiar.
           
            Llega un furgón de la comisaría del oeste. No es la gente sobornada por su patrón. Son de otro cuartel. Apremian. Obligan a mostrar las papeletas. Dar nombres y domicilios. Preguntan por Leiva y por el Jefe. Hablan de Rearte y de sus importantes contactos con los diputados. Revisan palmo a palmo cada rincón del cuchitril, sin encontrar nada. Nada. Ni sombra de sangre. Ni olor a gallo, ni a humanos avinagrados por la ira.
            De pronto aparecen dos coches negros con cuatro fulanos bien trajeados, zapatos de charol lustroso, sombrero de fino tope. Descienden y caminan ansiosos por el lugar. Uno se para junto al Enano, que indiferente, secunda a los carreros. Disimula su miedo. Anota ágil, cada pila de bolsa que descargan.
Los diputados esgrimen sus fueros opulentos. Son los que dominan el otro lado de la ciudad. Parecen sabuesos. Con pasos felinos atraviesan tratando de tropezar con algún indicio de Rearte. El suceso es una trampa mortal. Nada. Nadie. Todo está en su lugar. Inocente, un gato se lava la pelambre negra sobre el taburete del Enano. Se acercan con suavidad deslizando al chaparro un sobre. Queda en la mano reducida. Hacen un gesto y salen. No se vuelven a mirar.
            Cuando logra sobreponerse a la sorpresa, abre la nota. Encuentra mucho dinero. ¡Nunca volverá a ver tanto en su vida! En silencio guarda bajo el poncho el unto. Pero conoce bien al Jefe. Ni soñar la traición. Hombre muerto seré. Pero siempre hay un pero y se pone a imaginar. Deja pasar los días. Le manda un mensaje a Don Leiva. Quiere hablar con él.
            Al principio el Gallo Leiva se resiste. Tiene miedo. Es buen consejero el terror. Pero se afloja lentamente. Sueña con rehacer su puñado de gallitos bravíos. Hay mucha guita de por medio. Hay poder.
            El berretín de don Leiva son los gallos de riña y le hicieron una mala jugada. Perdió a sus mejores emplumados de pelea con los uruguayitos. Aprieta el facón a la espalda, se cubre con una gabardina enorme. Se sube al tranvía que va para el oeste.
            Cuando pasa por Valentín Alsina, desde la ventanilla, ve pasar un cortejo fúnebre y se toca los güevos como le enseñó su abuela.  ¡”Trae suerte muchacho. ¡Aleja la mufa!”. Pero un frío letal le atraviesa la espalda.
 Nunca traicionó a nadie y es muy macho para eso, pero tiene entre ceja y ceja, la mala racha de esa noche. Agranda el odio. Los gallos. Sus adorados gallitos. Y ese hijo de mil putas que le hizo esa cabronada. Tiene que hacer algo y él lo va a hacer.
            Suena la campanilla y se detiene el bondi, dejándole el espacio mínimo para descender en la avenida donde viven los bacanes. Camina apurado las dos calles que lo separan de la casona del Diputado. La magnífica mansión es enorme. Tiene rejas españolas. Un parque parecido al de un rey. Dos hombres custodian una enorme puerta con herraje dorado. Igual, detrás de esos ventanales no ve a nadie. Se esconde y observa. Algo le comienza a subir por las piernas como una hiedra venenosa, el miedo helado, se enrosca en sus pantorrillas. Sube y sube. El corazón está por estallar. Ve el auto negro. Él conoce bien el nuevo Mercury negro. Está apoyado en el brillo espejado un chofer.
 De pronto, lo inexplicable. Él conoce bien al Rengo Millán. Es cómplice del Jefe. Pero es a quien ve salir, restregándose las manos, junto al Enano” que corre tras de él asustado y arisco. Suben rápido al espléndido automóvil que se aleja.
 Luego, aparece un furgón con el escudo de la gobernación. Descienden dos hombres vestidos con traje oscuro. Parecen empleados de funeraria. Se toca otra vez. Abren la portezuela de atrás y sacan siete jaulas con gallos de riña. El Gallo Leiva comprende.  No va a caer en la trampa. Su berretín se va desdibujando en un frío que lo ahoga.
            Sale el diputado sin siquiera amagar pararse; sus hombres de confianza miran hacia todos lados. Lo cuidan. No le teme a nadie. ¡Así son los negocios!
Leiva se achica tras el gran plátano que se descascara como él.  Se cubre bien con el piloto y camina rápido desandando la calle que atraviesa urgido por el terror. Se aleja. En otra avenida paralela, que le parece eterna, sube casi sin aliento a un taxi. No se detiene. ¡Cuánto más lejos mejor! “¡Al puerto, a la Boca!”. Allí están sus amigos.
Llega y se baja sin aliento. Corre por la dársena empedrada. El Cholo Quisque lo ve tan desalentado que sin preguntar siquiera, pone en marcha el motor de su lanchón herrumbrado y apunta la proa a Montevideo. El agua negra del Río de la Plata, lo esconde con un vapor sediento de misterio. Allá en la otra orilla estará un tiempo tranquilo. ¿Tranquilo? Tal vez en la otra orilla logre estar por un tiempo sin el pesar que lo ahoga.
Una ráfaga helada le vuela el chambergo. El rostro ceniciento está deformado y en silencio. Flota un minuto el sombrero en los remolinos del río y se pierde en la bravura del agua.
Puta con el enano de mierda. ¡Cholo, traeme un vino tinto para no pensar!
Bebe en silencio.

           

VENGO...


Vengo de los colores urbanos trasegando mi lengua con rumores viejos
Vengo caminando por la melodía de un violín desafinado
Vengo tras los arcos azules las ojeras  mis tardes de espera en la ventana
Vengo de los espacios dormidos de la calle
 Vengo de las piedras murmuran su estrategia de vida
 Y se van apagando los fulgores en un charco de sombra de azucenas negras


GRITO DE VENDIMIA



 Lejano el camino es un jirón de piel violeta
Su canto de viento ajusta en el espacio  la palabra de la tierra
El barro negro y cerezas

Las uvas se tutean con la sombra
Son un grito de pasión en la vendimia
Las viñas sujetan las manos posibles en arcos de milagros
En giros de piel morena cosecheras de pasiones adormecidas
Canto violeta al barro    a la tierra   madre común   el vino nuevo

No es posible el camino
 El viento de tu llanto
Lejana la locura
Basta tu piel de espacio
Hay un camino violeta revoloteando pañuelos
Un muro de barro crece entre tus ojos morena
Un cordón hecho viñedos
En un ocaso de vides   acaso tú
Jugueteando en el camino       vacío
Tuteándote con mil sueños inasibles


MILAGRO VIOLETA


Desde la sombra crece el canto
Con una palabra adormecida, así
Tuteado como al milagro de amor.

Tu boca frutecida   siempre y siempre bajo un camino vacío
Flores de cerezo enardecidas
El grito penetra la ternura

Basta de tu piel quemando mis silencios
Nada es común a mí, ni a ti,  ni a mí

Las manos como posibles mantos de besos

Cortaremos juntos el cordón violeta sobre un arco de sombras

La locura girará en el viento  en el espacio
Crecerá un muro negro
Lejano   triste
Apenas dará un giro en la veleta en la noche
Sujeta el llanto
Sujeta     sujeta    mi lengua adormecida


Un llanto negro sujetó el espacio en giros vacíos
Nada de tutearse con la locura

La mano    ese milagro violeta   un arco
El camino de cerezos       los besos






UN ÁNGEL PÁLIDO


Recibí en la  alcoba enredada en el encaje
de mi almohada,
un latigazo blanco de ternura infinita,
y fueron las caricias
los suspiros dorados
las palabras silenciadas apenas,
con las cuales acarició mi piel.
y contorneó mi cuerpo.
Un ángel pálido estaba allí.
Recibió una poesía
de vino tinto, como ave fiel
al revolotear entre mis manos.
¡Sabor a damascos!
¡Aromas y susurros!
Aprecié
en el instante en que cayeron
sobre mi cuerpo
una cascada de besos.
Luego al clarear
amaneció en la alcoba
y ya,
el sol suavemente me envolvió
con poesías.




DIOS DUERME EN SILENCIO DEL LIBRO "DE AQUÍ Y DE ALLÁ ..."



¿Dios duerme en silencio?

De la mano de una enfermera, la mujer camina en el pavimento brillante del neurosiquiátrico donde descansa. Escucha a Mozart y Vivaldi con el fervor de una colosal melómana. La fantasía de ser distinta, de estar viva con su libro de poesía entre las manos, dedicado a Diego; un amor inexistente, la transforma. Afuera, nadie puede comprender lo que ocurrió con esa muchacha simple y alegre que un día se detuvo justo a pasos de un estallido que la cubrió de sangre. Leticia, la profesora de música de la escuela para débiles mentales, quedó aniquilada.
           
¡Dios, que duerme en silencio, no escuchó el estallido!

Quien no vivió esa época no podría comprender el horror que siente Leticia por el momento que le tocó sufrir. Verdadero asco al ver los rostros en la pantalla iluminada. Recordar la sangre. Recordar el humo y el fuego. La poca gente que se atrevió y corrió entre los escombros. No olvidará nunca el olor nauseabundo. ¡El olor a crematorio! A mortaja, sin tela blanca, envolviendo un cuerpo.
Siente náuseas cada vez que cierra los ojos y pasa la película interior de aquel suceso que le penetró, sin autorización, en los músculos y el alma. 
De los árboles, recordaba, caían hojas y restos de carne chamuscada. También cabello de color negro y algún mechón blanquecino. ¡Un dedo! Un trozo incierto de cartón o un resto de género que como banderín de feria, bailoteaba con la brisa.
¡Junto a su pie izquierdo, aterrizó una mano! Era de hombre. ¡Joven, por el color y tersura de la piel! No tenía sortija. Uñas cortas y cuidadas. Una mano. Un sueño muerto como un pañuelo herido en la borrasca callejera.
Nadie puede entender a Leticia, cuando camina por esa calle, ahora, tranquila y quieta, sin escombros en su memoria. Su mente está paralizada en ese barullo de inquietud y odio. Trata de evitar el camino pero un fantasma la obliga. ¡Tiene que regresar! Se detiene en el mismo lugar donde encontró un trozo de quebranto y miseria.
Se desplomó un libro que tenía el nombre de su dueño escrito en tinta verde. Datado en fecha cercana al destino adverso. Voló a los pies como proyectil alado. Dedicado con el fervor de amor y el desconcierto de un enamorado de sólo quince años. Una rosa muerta entre las hojas. Un nombre. Diego. ¿Cómo habrá sido el Diego apasionado y al que amaba así, con la dulce inocencia de la adolescencia una niña?
Inmóvil en el empedrado callejero su corazón tembló y recorrió cada hendija entre los adoquines antes enrojecidos por la sangre. No queda nada y está todo en su memoria. Es como si allí aquietare en un instante la vida hecha pedazos.
Mira el árbol y reconoce el resto de balcón aún humeante en sus retinas. Ruina descolorida, muerta como la muchachita que vio al día siguiente en la foto de Clarín. La sonrisa se le prendió como broche de cristal en el pecho desgarrado. ¡Era tan pequeña! Apenas una niña cuya inocencia quedó desparramada entre los árboles marchitos.

Dios duerme en silencio.

Leticia, escarba en sus recuerdos, escudriña entre las paredes queriendo rescatar lo absurdo del atentado. ¿Qué es una bomba de plástico? ¿Qué tiene que ver una niña con la muerte? Y la mano, ¿a quién pertenecía la mano aniquilada que cayó a sus pies haciendo unas piruetas de arlequín enloquecido?
 Esa mañana le añadió noche a su mirada. La transportó a la trastienda de los sueños. Dejó de ser joven para siempre. Recogió el libro y lo abrazó como si fuera la cabeza de un dios en extravío. Amaneció en el portal del miedo.
Todavía guarda entre las páginas el recorte del periódico y cree soñar con un Diego que encanece poco a poco. Una novia sin velo que camina en las sombras con una rosa seca entre los dedos finos que envejecen. La mañana del atentado era tan incrédula como salvaje los que hicieron el holocausto efímero de dos enamorados. Y ella una invitada encubierta.
Como espectador se ocultó el sol esa mañana. Arremetieron los pájaros descontrolados al estallar un tronío. Una mujer gritaba y se desgarraba la camisa de seda amarilla. Un borracho rompió su botella de vino contra el pavimento ensangrentado. Un peatón se dejó caer en el cordón de la vereda observando de lejos la película inconcebible del ataque. Una lágrima gris le desbordaba el rostro.
 Nadie pudo hacer nada para ayudar a Romeo-Diego y a Julieta-Niña, sin nombre conocido para Leticia.
Ulularon las ambulancias y los patrulleros. Los empujó un indecoroso personaje que descendió de un vehículo con las luces multicolores del espanto. Acordonaron la calle. Huimos, los que allí participamos de la historia como gente común. Una inapropiada muerte. Insólita e inesperada.
Nadie que no vivió la época de espanto puede entender a Leticia. Cada día un atentado. Una mentira arrinconada en un café, en el cine, en la vidriera de un almacén cualquiera. Y bombas que estallan sin freno. En cualquier lugar de la ciudad. A cualquier hora. Despertando los instintos a flor de piel de la muerte. Una guerra solapada y temible, para la gente como Leticia. El peligro latente. La inocencia rota. Incontrolable. Blasfema.
 En el televisor del hospicio, una horda de periodistas como estadistas, hablan del pasado. Crascitan sobre una era de vivencias, fingiendo que no existen causas para el dolor. Simulando heroísmo de un puñado de impostores de la verdad y los sueños. La muerte y el poder que ejerce en los hombres comunes, en las mujeres frágiles y en la juventud noble, cuyo consuelo es creer sin fingimiento.
Cada día se revelan en lugares ignotos atentados como el que vivió Leticia en una calle cualquiera. Vías férreas que explotan descarrilando furgones con obreros lejanos. Autos-bombas en ferias, en mezquitas de Oriente Medio o la India. Edificios enormes que caen bajo el chorro de gasolina hirviente, con ejecutivos inexpertos que se lanzan al vacío desde las torres en llamas.
Leticia canta. Leticia llora. Leticia recita los versos de amor de un Diego que quedó enamorado de una niña de quince años, en un balcón de Buenos Aires, que explotó en una mañana lejana. Nadie puede entender su tristeza.
           
Dios duerme en silencio.

XIII ENCUENTRO DE ESCRITORES DEL EIDE EN MARRUECOS

 GRUPO DE ESCRITORES EN PANEL DE LECTURA Y PRESENTACIÓN DE LIBROS EN MARRUECOS
 EN LA UNIVERSIDAD DE TETUÁN, FACULTAD DE LETRAS Y CIENCIAS HUMANAS. MESA DE LECTURA DE ESCRITORES DE DIVERSOS PAÍSES.
EL PRIMER DÍA DE LA INICIACIÓN DEL XIII ENCUENTRO EN TETUÁN. ATRÁS EL RETRATO DEL REY MOHAMMED VII.

ESA CASA QUE ESCONDÍA



Hoy cumplo cuarenta años. Me siento en el sillón del living con una copa de vino bueno. Tomo el álbum de fotos de la mesilla y comienzo a recordar la extraña historia: “La de nuestra casa”.
   Todo empezó cuando pidió una bicicleta a los Reyes Magos. La de color amarillo con pedales de goma y freno. Esa mañana, al saltar de la cama, la vio junto a los zapatitos que había lustrado la tarde anterior. En un cartón, con letras grandes, color rojo, su nombre. Estaba contenta y pidió a Jacinta, su amiguita de la cuadra, que le ayudara a manejar la bici. Tendría que usar pantalones y zapatillas para tener más seguridad. ¡Era un primor!
    Jugaría con su vecina Serena y Jacinta cada día, hasta que comenzaran las clases. En vacaciones se gastarían las gomas yendo y viniendo por la plaza o la vereda. Luego, la guardaría en el garaje cuando se fuese a dormir.
 La noche del veinticuatro de febrero la guardó como siempre y, al otro día, no la encontró. Toda la familia, incluida la abuela Serafina que protestó hasta el cansancio, buscó la bicicleta. Por la casa se revisó en cuanto lugar pudo estar, pero no la recuperaron. ¡Esa fue la primera vez!
Después se perdieron: tijeras, libros, fotografías con portarretrato incluido, hasta el tejido de la tía Evarista. A veces aparecían algunas en el garaje, otras, entre la bolsa de papas o de cebollas. En una ocasión, hallaron la mañanita de la abuela en medio del gallinero. Pero la bicicleta no apareció hasta esa vez… que Lori, buscando su bufanda, entre cajas de trastos viejos, se topó con el cuadro amarillo y el manubrio. Nadie pudo explicarse cómo habían estado allí tanto tiempo y no los habían visto. ¿Y el resto? Fueron dando con el asiento y los pedales distribuidos por toda la casa.
  En verdad, Lori, ese día del cumpleaños descubrió que había gastado casi veinticinco años de su vida, buscando cosas perdidas en esa bendita casa.
  La abuela ya no estaba y, sin embargo, cosas suyas afloraban como por arte de magia en el comedor, la alacena… y la tía Evarista, había partido hacía como siete años al más allá y se tropezaron con los tejidos o alguna peineta en lugares impensados. Otras veces, en la heladera, surgía un libro que se había esfumado hacía diez años. O, en el botinero, advertían un paquete de manteca desaparecido después de doce meses y, lo más extraordinario, intacto como si lo acabaran de guardar.
    Lori bebió con gusto el vino y comenzó a retar la casa. Cualquier hijo de vecino podría pensar que, en lugar de tomar una copa de tinto, había tomado una botella completa. Pero la que descorchó ya no lucía en la mesa. No la buscó. ¿Para qué? Sabía que no la vería por un tiempo.
    Prometió en voz alta no preocuparse nunca más cosas desaparecidas. Discutió a viva voz con las paredes. Y la casa comenzó a crujir, se movió molesta, igualito que un temblor de tierra. Protestó rechinando por su decisión de no indagar ni afligirse.
    De pronto, brotó detrás del televisor la botella de Borgoña, en la alfombra una pulsera de lapislázuli que extravió en agosto, el florerito de cristal de tía Evarista en el sofá y varios objetos de los que había olvidado su existencia.
    Sonó el timbre de calle. Entró Javier sorprendido. ¡Traía la pañoleta rosada que le tejió la abuela Serafina en el embarazo de Rosita y que buscó y rebuscó durante dieciocho años! La encontró en el picaporte de la puerta cancel. “¡Esta vivienda está endemoniada, parece una adolescente ensañada con nuestra familia! Vamos a venderla”. Expresó Javier mientras se sacaba la chaqueta, tirándose en el sillón.
 ¡La casa tiene una vitalidad burlona; es escondedora y pierde a propósito cosas queridas! Se pelea, en esta circunstancia, con la cumpleañera que está enojada y tomó la decisión de no hacerse mala sangre con las extravagancias que sufre. ¿La casa al fin ha sido domada?