¿Dios duerme en silencio?
De la mano de una enfermera, la mujer camina en el pavimento
brillante del neurosiquiátrico donde descansa. Escucha a Mozart y Vivaldi con
el fervor de una colosal melómana. La fantasía de ser distinta, de estar viva
con su libro de poesía entre las manos, dedicado a Diego; un amor inexistente,
la transforma. Afuera, nadie puede comprender lo que ocurrió con esa muchacha
simple y alegre que un día se detuvo justo a pasos de un estallido que la
cubrió de sangre. Leticia, la profesora de música de la escuela para débiles
mentales, quedó aniquilada.
¡Dios, que duerme en
silencio, no escuchó el estallido!
Quien no vivió esa época no podría comprender el horror que siente
Leticia por el momento que le tocó sufrir. Verdadero asco al ver los rostros en
la pantalla iluminada. Recordar la sangre. Recordar el humo y el fuego. La poca
gente que se atrevió y corrió entre los escombros. No olvidará nunca el olor
nauseabundo. ¡El olor a crematorio! A mortaja, sin tela blanca, envolviendo un
cuerpo.
Siente náuseas cada vez que cierra los ojos y pasa la película
interior de aquel suceso que le penetró, sin autorización, en los músculos y el
alma.
De los árboles, recordaba, caían hojas y restos de carne
chamuscada. También cabello de color negro y algún mechón blanquecino. ¡Un
dedo! Un trozo incierto de cartón o un resto de género que como banderín de
feria, bailoteaba con la brisa.
¡Junto a su pie izquierdo, aterrizó una mano! Era de hombre.
¡Joven, por el color y tersura de la piel! No tenía sortija. Uñas cortas y
cuidadas. Una mano. Un sueño muerto como un pañuelo herido en la borrasca
callejera.
Nadie puede entender a Leticia, cuando camina por esa calle,
ahora, tranquila y quieta, sin escombros en su memoria. Su mente está
paralizada en ese barullo de inquietud y odio. Trata de evitar el camino pero
un fantasma la obliga. ¡Tiene que regresar! Se detiene en el mismo lugar donde
encontró un trozo de quebranto y miseria.
Se desplomó un libro que tenía el nombre de su dueño escrito en
tinta verde. Datado en fecha cercana al destino adverso. Voló a los pies como
proyectil alado. Dedicado con el fervor de amor y el desconcierto de un
enamorado de sólo quince años. Una rosa muerta entre las hojas. Un nombre.
Diego. ¿Cómo habrá sido el Diego apasionado y al que amaba así, con la dulce
inocencia de la adolescencia una niña?
Inmóvil en el empedrado callejero su corazón tembló y recorrió
cada hendija entre los adoquines antes enrojecidos por la sangre. No queda nada
y está todo en su memoria. Es como si allí aquietare en un instante la vida
hecha pedazos.
Mira el árbol y reconoce el resto de balcón aún humeante en sus
retinas. Ruina descolorida, muerta como la muchachita que vio al día siguiente
en la foto de Clarín. La sonrisa se le prendió como broche de cristal en el
pecho desgarrado. ¡Era tan pequeña! Apenas una niña cuya inocencia quedó
desparramada entre los árboles marchitos.
Dios duerme en silencio.
Leticia, escarba en sus recuerdos, escudriña entre las paredes
queriendo rescatar lo absurdo del atentado. ¿Qué es una bomba de plástico? ¿Qué
tiene que ver una niña con la muerte? Y la mano, ¿a quién pertenecía la mano
aniquilada que cayó a sus pies haciendo unas piruetas de arlequín enloquecido?
Esa mañana le añadió noche
a su mirada. La transportó a la trastienda de los sueños. Dejó de ser joven
para siempre. Recogió el libro y lo abrazó como si fuera la cabeza de un dios
en extravío. Amaneció en el portal del miedo.
Todavía guarda entre las páginas el recorte del periódico y cree
soñar con un Diego que encanece poco a poco. Una novia sin velo que camina en
las sombras con una rosa seca entre los dedos finos que envejecen. La mañana
del atentado era tan incrédula como salvaje los que hicieron el holocausto
efímero de dos enamorados. Y ella una invitada encubierta.
Como espectador se ocultó el sol esa mañana. Arremetieron los
pájaros descontrolados al estallar un tronío. Una mujer gritaba y se desgarraba
la camisa de seda amarilla. Un borracho rompió su botella de vino contra el
pavimento ensangrentado. Un peatón se dejó caer en el cordón de la vereda
observando de lejos la película inconcebible del ataque. Una lágrima gris le
desbordaba el rostro.
Nadie pudo hacer nada para
ayudar a Romeo-Diego y a Julieta-Niña, sin nombre conocido para Leticia.
Ulularon las ambulancias y los patrulleros. Los empujó un
indecoroso personaje que descendió de un vehículo con las luces multicolores
del espanto. Acordonaron la calle. Huimos, los que allí participamos de la
historia como gente común. Una inapropiada muerte. Insólita e inesperada.
Nadie que no vivió la época de espanto puede entender a Leticia.
Cada día un atentado. Una mentira arrinconada en un café, en el cine, en la
vidriera de un almacén cualquiera. Y bombas que estallan sin freno. En
cualquier lugar de la ciudad. A cualquier hora. Despertando los instintos a
flor de piel de la muerte. Una guerra solapada y temible, para la gente como
Leticia. El peligro latente. La inocencia rota. Incontrolable. Blasfema.
En el televisor del
hospicio, una horda de periodistas como estadistas, hablan del pasado.
Crascitan sobre una era de vivencias, fingiendo que no existen causas para el
dolor. Simulando heroísmo de un puñado de impostores de la verdad y los sueños.
La muerte y el poder que ejerce en los hombres comunes, en las mujeres frágiles
y en la juventud noble, cuyo consuelo es creer sin fingimiento.
Cada día se revelan en lugares ignotos atentados como el que vivió
Leticia en una calle cualquiera. Vías férreas que explotan descarrilando
furgones con obreros lejanos. Autos-bombas en ferias, en mezquitas de Oriente
Medio o la India.
Edificios enormes que caen bajo el chorro de gasolina
hirviente, con ejecutivos inexpertos que se lanzan al vacío desde las torres en
llamas.
Leticia canta. Leticia llora. Leticia recita los versos de amor de
un Diego que quedó enamorado de una niña de quince años, en un balcón de Buenos
Aires, que explotó en una mañana lejana. Nadie puede entender su tristeza.
Dios duerme en silencio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario