martes, 30 de agosto de 2022

ESTELA

 

 

            Mi familia solía tener ayudantes de hogar en épocas que las mujeres tenían niños pequeños y el dueño de casa podía darle ese mimo a su esposa.

            Fueron varias las que pasaron por mi casa pero dos me quedaron muy presentes en la memoria por lo implicadas que estuvieron en nuestra historia familiar. De pequeña vino a servir una muchacha muy bonita de nombre Estela. Era muy blanca de tez, piel sonrosada, cabellos claros y largos, que armaba en trenzas y rodeaba su cabeza como una corona. Limpia y callada, serena y útil, siempre bien dispuesta a ayudarnos en todo, incluso en los juegos y tareas escolares de los primeros años.

            El viernes salía muy bonita vestida con un solero de color celeste y zapatillas blancas. Iba a la casa de sus padres donde vivían sus hermanos. Creo que quedaba hacia  el este de la provincia. Hasta cierto tiempo había trabajado la tierra, pero sus padres la hicieron salir de esa casa por algún motivo importante y que mucho después supimos el porqué. Pasaron muchos meses y hasta le festejamos el cumpleaños con una torta que hizo mi hermana mayor. Entró en los veinte años con una alegría y sorpresa enorme.

            Mamá le decía que saliera con sus hermanos los fines de semana e hiciera una vida normal para una muchacha de su edad. Se quedaba callada y huía de la cocina o del estar sin contestar.

            Mamá, un día compró un producto de limpieza sin saber que era tóxico. Lo usó papá en su oficina para desinfectar las zonas donde había muchos mosquitos y aparecían algunos insectos indeseables, mamá lo usó en baños y cocina para el mismo menester. Estela lo uso para limpiar otros rincones o lugares donde solían aparecer cucarachas y arañas, ya que mi hermana le tenía terror a dichos arácnidos.

            Después de un fin de semana, cuando Estela regresó, la vimos que había llorado mucho. Tenía los ojos hinchados y la nariz amoratada. Un moretón en una mejilla y otro en un brazo. Mi madre le preguntó qué le había ocurrido. No dijo nada. Se metió en su habitación y luego de un para de horas salió sin hacer comentarios, cantando una canción muy bonita que se escuchaba en la radio. Todo quedó flotando en el aire.

            Una tarde, vino uno de los hermanos de Estela a buscarla. Cara de pocos amigos tenía el joven, pero Estela salió y pidió permiso para volver más tarde. Mamá se lo dio y se fue sacándose la ropa que usaba en casa y poniéndose una pollera negra y una blusa color roja. Regresó muy tarde. Mamá se sorprendió al verla entrar; traía rota la blusa y el pelo enmarañado como si hubiera participado de una riña callejera. No dijo nada, saludó dando las buenas noches y se encerró en su habitación.

            Al día siguiente cuando la llamaba mamá para desayunar, no respondía, preocupada, le pidió a mi hermana que tenía quince años que se acercara a su habitación y le preguntara si se sentía enferma. Cuando Beatriz golpeó la puerta, sintió un ronquido extraño y abrió…Estela estaba caída en el piso con un espasmo de dolor y había vomitado algo blancuzco. Corriendo y a los gritos, llamó a papá. Él, vino con urgencia y notó que junto a la joven había un vaso con un líquido blanco. Atrás de la cama estaba el envase del producto de limpieza que usaban para los insectos y descubrió que  era venenoso. Salió corriendo, llamó por teléfono a la ambulancia y a la policía. En pocos minutos mi casa era un loquero. Policías y profesionales de la asistencia pública dándole leche, vomitivos y una vez en la camilla la llevaron al hospital. Mamá se vistió como pudo y la acompañó como si fuera una de nosotros, su hija.

            Papá tuvo que quedar con los policías que no paraban de hacer preguntas y revisar toda la casa. ¡Era un desastre! Había que avisarle a la familia. Pero se encargaría el comisario. ¡Estela se había tratado de matar en nuestra casa!

            Todas las mañanas mamá acudía al hospital donde Estela agonizaba. Llorábamos todos en casa. ¡Era tan linda y buena! La policía comenzó a indagar y sus padres evitaban hablar. ¡Algo turbio había en esa casa! Uno de los hermanos, después de varios días se quebró y habló. El mayor era un rufián, maltrataba a la madre y a sus hermanos y a Estela la había tratado de hacer ingresar en el circuito de la prostitución. Al ser tan linda él, su hermano, se quedaba con todo el dinero que recogía de varias muchachas que tenía medio como esclavas y pretendía hacer lo mismo con Estela. Como ella no quería le daba enormes palizas y golpes.

            ¡Una mañana mamá volvió llorando. ¡Estela había fallecido! Su estómago no pudo ser curado del tóxico y con su deseo de morir, no había aceptado que la curaran.

            Nunca voy a olvidar a Estela, siempre miro el cielo en las noches y digo que ella debe vivir en alguno de esos hermosos planetas del firmamento.

EL PEQUEÑO EL ELEFANTE

 

EL RÍO ESTÁ TODO LODOSO Y SIEMPRE LAS AGUAS TURBIAS.

HABÍA CRECIDO CON CADA TEMPORAL QUE TRAÍDA EL MONZÓN. LAS CASUCHAS DE BAMBÚ, ERAN JUGUETES DEL VIENTO QUE ARRASTRABA TROZOS DE SELVA EN SUS ZONAS ALEDAÑAS. LOS ELEFANTES, ALGUNAS VECES, SE ACERCABAN A SU LODO NEGRUSCO PARA CHAPALEAR EN ÉL. LA MATRIARCA LOS ALEJABA BARRITANDO.

ELLA CONOCÍA ESA TRAMPA SINIESTRA. LOS CAMPESINOS BIRMANOS CUIDABAN CON ESMERO QUE LAS BESTIAS NO CAYERAN EN SUS AGUAS CENAGOSAS.

ESE AÑOS  EL VIENTO Y LAS LLUVIAS SE HABÍAN  HECHO ESPERAR DEMASIADO. LAS ORILLAS TENÍAN EL LODO RESQUEBRAJADO Y APENAS HÚMEDO. LOS HOMBRES NO HACÍAN OTRA COSA QUE MIRAR LAS NUBES ESQUIVAS. EL CALOR SOFOCANTE INVITABA A LAS PAQUIDERMOS A INCLINARSE SOBRE EL BARRO. UN PEQUEÑO ELEFANTE, SE ALEJÓ DE LA MANADA. ATREVIDO COMENZÓ A TROTAR HACIA LA PARTE MÁS OSCURA DEL RÍO. LAS OREJAS DE LA MATRIARCA, SE ELEVARON Y UN BRAMIDO ELEMENTAL SURCÓ LA SELVA.

UN CAMPESINO CORRIÓ TRATANDO DE ENLAZAR CON UNA FUERTE CUERDA AL PEQUEÑO QUE SE IBA HUNDIENDO. UNA ESTAMPIDA DE LA MANADA INTENTÓ INGRESAR EN EL LODO. ATASCADO, EL ANIMALITO, FUE TIRONEADO POR SUS PARES Y EL HOMBRE.

LA CUERDA CORTÓ EL RABO DEL INFANTE. SU BARRITE DOLOROSA ACOMPAÑANDO DE LOS BRAMIDOS DE LOS OTROS ANIMALES DESPERTÓ AL MONZÓN QUE TIÑO DE SANGRE EL AGUA.

LA LLUVIA VIOLENTA CON SU FURIA, LAVÓ AL ANIMAL QUE TIRITABA ENTRE LAS PATAS GIGANTES DE LAS HEMBRAS.

A NINGUNO DEBÍAS MOLESTARNOS AQUELLA MUTILACIÓN. EL PEQUEÑO FUE SALVADO DE UNA MUERTE SEGURA.        

CON LA CABEZA LLENA DE PÁJAROS

 

    -¡Man…! ¡Man…! ¿Niña Cuándo vas a escuchar y hacer lo que se te pide?

    -¿Qué, qué me dijiste?

    -¿Siempre en el extra mundo! Pareces una abombada.

¡Manu, tienes pajaritos en la cabeza!

            Manu nació en primavera, con el color de las hojas amarillo verdoso de los primeros brotes; calmo, limpio y suave de la brisa que desdibuja el frío y alienta con hálito   tibio el aire del campo. Manu, pequeñita y frágil. Fue la única mujer entre ocho varones. Mis padres, campesinos analfabetos y tranquilos, la recibieron confundidos.  Una fémina entre tanto hombre…, toscos, bravucones, intensos y arrebatados. ¡No sabíamos cómo tratar a la niña!

            Creció como educada por manos ásperas pero deliciosas. ¡Nunca un grito, una palabrota, un enojo! Cuidada como copa de alabastro, era un pequeño cristal que se podía quebrar con el más leve movimiento.

            Entonces adiós a los chicos alborotados, peleadores y groseros.  Ya no peleábamos y sólo afuera de casa o en la escuela y fuera de su mirada que escapaba hacia el cielo, siguiendo el rumbo de los pájaros. Nunca cerca de su mirada melancólica, según decía madre, podíamos asustarla.

            Cuando comenzó a caminar, todos detrás de ella para evitar que se fuera de bruces al piso, parecíamos una larga fila de hormigas…todos atrás. No se puede raspar o algo que se marque en su piel de azucena. Su piel de seda pálida brillaba por un color de damasco que maduraba lentamente. El cabello largo y ondulado bajaba sobre sus hombros con suaves rulos y caían por la espalda y la serena frente amplia. Piel con brillo de fiesta permanente; pestañas largas sombreando las mejillas siempre rociadas por alguna pícara lágrima que se escapaba de sus ojos grises. ¡Nunca supimos por qué! 

           La bautizaron con el nombre de Manuela. Y fue una fiesta inolvidable. Todos hablan en la feria sobre ese día. Sobre los ricos dulces caseros y pasteles que hizo mi madre y la madrina.
           Así fue creciendo. Subía a un árbol, en cuya horquita papá le había fabricado una especie de nido y allí se quedaba como soñando, horas, canturreando.

           Cuando la llamaban a comer o a dormir no contestaba. Según mamá y alguno de nosotros, tenía pajaritos en la cabeza.
           Un día, cuando cumplió doce años le dijo a mi hermano Alfredo que en su cabeza había un piar insistente de aves. Se moría de risa y curiosidad. Mas, luego, comenzaron  a salir de entre su cabellera los picos y cabecitas de pájaros de diferente tamaño y color.

           ¡Y sí, tenía cientos de pájaros en la cabeza! Como si de eso fuera poco, ya no bajaba del árbol.

           Allí se quedó y ahora vuelan a su alrededor los pájaros más bellos del campo y de la aldea.

            ¡Manu, realmente tiene pájaros en la cabeza!

 

A MARIO BENEDETTI

 

                                               “Vuelvo/quiero creer que estoy volviendo con mi peor y mi mejor historia…”

 

La nostalgia de una patria tan cercana y tan lejana

 

estremecen al poeta que duerme solo en la noche

 

con sus viejos recuerdos de “botija” inocente.

 

Militante de sueños y de búsqueda clara,

 

 delirante,  esperanzado, atrevido y sofocado.

 

 Y aunque nadie lo mate, se siente muerto.

 

Va codo a codo por el mundo con estandartes de piedra,

 

Va llevando una contienda entre carteles de ira

 

Va cabalgando en las plazas con una flor en la boca

 

parecida a una centena de metrallas vengadoras.

 

Se desvela en la contienda de buscar al compañero,

 

en una esquina lo encuentra, perdiéndolo, en una calle cualquiera.

 

Así conoce la vida y reconoce la muerte.

 

Regresa con sus historias de poeta malherido

 

Como un migrante de sueños, como un luchador querido.

 

Su patria lo reencuentra en un perfume de tinta

 

retrata su diligencia con clamor inevitable de poeta

 

tan amante de la vida y de gente luchadora

 

 por la sangre de la estirpe de su pueblo liberado.

 

Igual estará sorprendido. En plena risa y euforia.

 

Regresará con lo mejor y lo peor de su historia.

VOLAR EN GLOBO POR CAPADOCIA


Turquía era un viaje que me había inspirado mi amiga antes de fallecer. ¡No dejes de conocer Turquía, me dijo, es un país de ensueño! Vendí mi auto y allá fui. No me arrepiento.

Estambul, tiene el sabor de la gran ciudad de miles de años e historia. La Mezquita Azul, que estaba en plena restauración, donde encontraban antiquísimas pinturas cristianas anteriores al apogeo Otomano, Santa Sofía que es ahora otra mezquita, y que tiene menos minaretes que la anterior nombrada. ¡Gloriosas!

La zona donde están los hoteles es muy cosmopolita; según nos explicaron, el país se estaba preparando de mil maneras para entrar en el Mercado Común Europeo, para lo cual había abierto su mente todo lo posible a la vida de Europa.

Conocimos el famoso “Mercado de las Especias”, donde se mezclaban tiendas de comestibles: arroz, pistachos, dátiles y mil sazones con joyerías donde el oro abarrotaba las vidrieras. Ropa, Carne de corderos que yacían colgados en ganchos, verduras de mil tipos y pescados de mar, todo en secciones interminables. Yo, que soy amiga de regalar quería comprar todo. No era caro y les encanta regatear. Hablaban muchos idiomas, pero me manejaba bien con el italiano. El único inconveniente eran los chóferes de taxis. A pesar de ser musulmanes, y que su ley sagrada les impide robar, nos hicieron trampa con los billetes de liras turcas. Hasta que me atreví con uno y amagué llamar a la policía. ¡Nunca más nos pasó! Deben haberse pasado la voz: ¡Hay tres argentinas que se avivaron!

Finalmente pasamos a la zona asiática de Turquía. ¡Una maravilla! Contratamos un guía que era erudito en historia, hablaba perfecto español y era muy simpático. Así, en autobús comenzamos a conocer ciudades y pueblos que están en los libros de historia y hasta en la literatura universal. Conocimos Izmir (Esmirna), Troya con un enorme Caballo de Madera que nos remonta a la Guerra de Troya (queda a varios kilómetros del mar), Éfeso (eso relato aparte) y llegamos a la capital, Ankara.

Éfeso es un lugar mágico. Tiene hasta los antiguos baños públicos donde mientras hacían sus menesteres, hacían negocios, tenían charlas políticas y sociales, armaban casamientos y debatían problemas familiares, todos sentaditos entre hombres y mujeres. El agua corría debajo de los asientos de mármol y ellos campantes como en el living de su hogar.

Fue en Éfeso donde conocí la “Casa de la Virgen María y san Juan el Evangelista” que fue encontrada por una Beata Alemana. Es una pequeñita construcción de piedra, con una entrada y una salida, sin mucho espacio. Han pintado una imagen de tipo Cristiano Ortodoxo en las piedras y hay un mínimo altar para orar. Hincada rezando, sentí un empujón y caí de lado al suelo de pedregullo. ¡No tengo explicación, nadie me empujó, lo juro! Afuera hay una enorme piscina de piedras y una pared desde donde mana agua para lavarse y beber, imagino que es súper bendita. Se pueden prender velas blancas en un sector u la gente prende telas de color o blancas en un muro junto a una súplica o un agradecimiento. Me faltaban manos para sacra fotos que atesoro con amor.

Yo no quería salir de ahí, pero había que seguir, en los viajes el tiempo es oro y como decía mi madre: “Hija son dólares”.

Llegamos a Capadocia. ¡Dios, que locura! Es una ciudad milenaria excavada en las piedras donde habitaban seres humanos desde no se sabe cuánto. Luego se llenó de cristianos. Estaban reducidos a esconderse para no ser muertos por los “gentiles”. Con hornos, bodegas, lagares, iglesias, dormitorios, pasadizos que se cerraban con enormes piedras redondas como ruedas de roca para que no ingresaran los extraños. Pero estaban comunicados en cientos de pasajes internos con salidas de aire y entrada de agua a cisternas. El viento ha tallado algunas columnas que rematan en conos que semejan sombreros de enanitos de cuentos. Y el cielo…poblado de globos aerostáticos de mil colores que muestran desde el cielo ese mundo de enigmas y secretos. Místicos espacios destinados a hacernos meditar en la vida actual.

Me quedé con enorme deseo de viajar en esos globos. No pude hacerlo y me sentí mucho tiempo enojada conmigo misma por no atreverme. Verdaderamente una pena.

El regreso a Estambul, nos trajo a la ciudad pujante, llena de excelentes artesanos en cuero, las famosas alfombras y exquisitos platos de comida.

El palacio de los Emires Otomanos, son inmensos. Cientos de aposentos y cocinas y cuadras para animales. Lo más llamativo es el museo con las joyas de los emires. El trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, adornos para la cabeza recamados en oro y plata con esmeraldas de tamaños descomunales, sí, enormes. La daga del Sultan Suleiman El Magnífico, tiene tres esmeraldas y como cien diamantes, que debe pesar diez kilos. Sus anillos, prendedores y gargantillas son espectaculares. No me permitieron sacar fotografías. ¡Era lógico! Justo en uno de sus patios se desarrollaba una ceremonia oficial de militares turcos, todos vestidos de terciopelo rojo. La banda tocaba una música muy bella.

Luego fuimos a un monumento al Padre de la Patria del siglo pasado que hizo de Turquía un país  moderno. Mustafá Kemal Atartürk

Regresaría si pudiera.

UN TERREMOTO EN CHILE


Mi cumpleaños es en el mes de febrero. Para festejarme, me invitaron a ir al norte de Chile una semana. Adoro la comida chilena y sus playas del norte, donde se puede ingresar un poco al mar, ya que no hay agua tan fría. El hotel muy bonito, con amables personas que nos atendían de maravilla.

Siempre solemos ir a Santiago y a Viña del Mar, que queda en la Quinta Región, pero allí las playas son pequeñas y el agua muy fría. De todos modos, me gusta subir  a Valparaíso y andar por las calles del puerto y llegarme a la casa del poeta Pablo Neruda, La Chascona. Allí hay objetos que usaba en vida y como buen escritor, coleccionista de objetos varios.

El olor de las Caletas con los pescadores que venden los frutos de mar recién recogidos, el perfume de los mariscos que fríen en simpáticas pailas de cobre, los rumores del mar y gritos de la gente, me fascina.

Siempre usando las famosas “liebres” pequeños autobuses que atraviesan toda la costa, te permite recorrer ese paisaje típico de los puertos. ¡Pero nosotros estábamos en el norte, en una ciudad llamada “La Serena”. Allí caminábamos con mi hermana, por la orilla del mar, observando los diversos pájaros: pelícanos, albatros y ciertas palomas. En las playas no hay tumbonas, ni parasoles como en otras playas que conozco, la arena, es gris o marrón oscura a raíz de los frecuentes sismos que ha sufrido el territorio chileno.

Sin embargo, el mar es muy amable, poco salino y el aire fresco mengua el calor del sol del medio día. El desayuno era excelente con las variadas frutas que hay de primerísima calidad en Chile; que exportan por todo el mundo, cosa que he comprobado en otros viajes. Cenábamos en el hotel, generalmente las ricas paltas rellenas con camarones frescos y perfumados a mar… ¡Una delicia para el paladar!  Luego chupe de “jaiva” o albacora a la plancha, con abundantes verduras asadas. Y frutas varias de postre. Así, entre ricas comidas, paseos y playa pasaron siete días. ¡Mañana nos volvemos a Argentina, déme  la cuenta, por favor, le dije al conserje! Don Rosmando sonrió y se lamentó. ¡Lástima que ya las damas nos dejan! Muy amable su comentario, como siempre.

Esa noche nos hicieron una cena especial: entrada ”Jardín de mariscos”, segundo plato unas empanadas de salmón, seguimos con “machas a la parmesana” y finamente un flan de “chirimoya” que nos dejó fascinadas, rociado todo con un buen vino chileno blanco bien helado. Nos regalaron una pequeña paila de cobre con la banderita azul, roja y blanca del país y nos retiramos a terminar de armar nuestro breve equipaje.

Luego de revisar cajones y estantes, miramos un rato televisión y nos dispusimos a dormir. Nuestro avión salía hacia Mendoza, a las trece, por lo que debíamos estar en el aeropuerto a las diez.

Ya dormíamos profundamente cuando un sismo muy fuerte me despertó. Todo crujía y se movía con mucha fuerza. Acostumbrada a los sismos en mi tierra, ese me hizo asustar, ya que era muy, muy fuerte. Me asomé a la ventana y el agua en la piscina se elevaba hasta casi medio metro de la orilla y regresaba a su lugar con chasquidos insólitos. Mi hermana dormía bajo la medicina que toma por su salud, pero despertó y a mi pedido comenzamos rezar. Invocamos a cuanto santo y Vírgen conocemos. Fue mermando. Nosotros sabemos que suele haber “réplicas”; es decir se suceden temblores más suaves en cortos tiempos, como un acomodamiento de las capas tectónicas. ¡Era muy fuerte!

Al rato escuché voces en los pasillos del hotel. Me asomé. No había luz eléctrica, como es lógico. En casos así es aconsejable cortar electricidad y gas, para evitar incendios. Pero medio dormida, les pedí un poco de “silencio” porque nos teníamos que levantar temprano para ir al aeropuerto. Me pidieron disculpas. Yo me acosté y me dormí como si no hubiera pasado nada. ¡Deben haber pensado que estaba loca o drogada!

A la mañana siguiente nos levantamos y llegamos al desayunador, donde una trémula asistente nos miró con extrañeza. ¿Anoche no sintieron el Terremoto? ¡Sí, claro tembló, dijimos a coro! ¡No, señora, ha sido un terremoto grado 9,8 destruyó la Quinta Región!

Nos sirvió un desayuno magro, disculpándose porque no tenía ni gas, ni electricidad.

Cuando salimos con nuestras valijas, y quisimos llamar un taxi, don Rosmando nos dijo que creía que estaba cerrado el aeropuerto. Igual, con la esmerada atención llamó por su celular un taxi. Éste llegó al hotel y nos miraba como a dos extraterrestres. ¿Las damas no tienen miedo?

Ingenuas… yo le contesté, estamos acostumbradas a los sismos. ¡Pero esto ha sido grado 10 en ciertas zonas! Era el 27 de febrero. Por favor, llévenos al aeródromo. Y el buen hombre nos subió a su vehículo y nos llevó. Las calles rotas, casas con trozos caídos y grandes grietas, postes de luz en tierra… allí advertimos que había sido devastador. El aeropuerto Cerrado. La pista rota. No se podía salir por ahí.

El caballero, no puedo decir otra cosa, nos llevó a la terminal de ómnibus y consiguió dos pasajes en un bus de tipo doméstico, no como para atravesar la cordillera. Era el último par de tiketes que había. Subimos rezando para poder regresar a Mendoza, Argentina. Mi celular…muerto. No conseguíamos comunicarnos con la familia. En todos los lugares los teléfonos y medios de comunicación desactivados por razones de seguridad. Antes de subir preguntamos si podíamos hablar con un carabinero (policía de Chile, muy profesional) No, dama están todos desplegados por el terremoto en las zonas de mayor desastre. Me hice la Señal de la Cruz, ¿Cómo pude ser tan idiota? No tenía forma de avisar que estábamos bien, vivas y en viaje.

El autobús, era de cuarta. Pero nos llevó trepando por encima de los escombros, en algunos lugares se detenía y un tractor lo hacía pasar por enormes puentes de metal, que el ejército había desplegado. Las cuentas de mi rosario, brillaban y sacaban chispas. ¡Por fin supe lo que había pasado y sentí, no miedo, horror!

Cuando llegamos a la madrugada a “Libertadores” la frontera con nuestra patria, los comentarios eran de los muertos y de la catástrofe que dejábamos atrás. Ya en territorio argentino, sonó mi celular. Cuando lo atendí era mi nuera que lloraba. ¿Están vivas? Sí, y ya en tierra de nuestra patria. Tranquilos. Llegaremos a la terminal de buses alrededor del medio día. Hicimos aduana y nos miraban coma extraterrestres. Creo que no abrieron las valijas y bolsos por la sorpresa de ese cachivache que nos traía de Chile. Yo ahora lo veo como el mejor de los autobuses que usé en mi vida.

Cuando estacionó el coche en la terminal, toda la familia parecía ver a unos fantasmas. ¡Qué ignorante puede ser uno! Y tan soberbia que no se da cuenta que la naturaleza puede jugarnos una apuesta con la muerte. Cuando mostraban los noticiosos los lugares de Chile, yo comencé a llorar. Puentes carreteros derrumbados, casas que habían caído al mar desde las costas, autos arrojados en grietas enormes… ¡Dios, Gracias por ese taxista y ese valiente chofer que nos trajo!

Pero, ahora medito siempre, que somos una pequeña gota de agua en un océano que puede ser calmo o borrascoso. Que debemos estar preparados para sobreponernos a cosas similares, pero que yo, especialmente, debo ser más serena en mis actos y respetar con prudencia a mis congéneres. ¡Jamás debí creer que lo superaba todo! Gracias a esa buena gente chilena que nos ayudó sin pedir nada cuando tal vez ellos habían sufrido pérdidas importantes. Chile es muy bello, y seguí yendo cuando pude, sin dejar de estar alerta a los sismos.

miércoles, 24 de agosto de 2022

UN CAMPO DE LINO COLOR GLICINA

 

Subí al vagón número trece y me senté en uno de los primeros asientos. El murmullo se acompasaba con el triqui traque del movimiento del viejo tren. Miré detenidamente a mi alrededor y vi una familia de campesinos que con varios niños, se movían a un ritmo teatral. Me distraje con un hombre de gabardina oscura que leía con unas gafas que parecían largavistas. Luego, la vi. Era una joven vestida de seda color glicina, con una larga trenza de cabello ceniciento y que sobresalía de una pamela de paja bien tramada de cierto tono amarillento. No pude ver su rostro, ya que buscaba algo en su bolso de tela adamascada.

En la estación de Valle Regina, caminó hasta la puerta por el pasillo y descendió. La vi caminar a la par del coche que tomaba velocidad y la perdí de vista. Me adormecí. Cabeceé y luego puse atención al butacón donde había estado sentada. De cada espacio manaban pequeñas gotas de sangre.

Se fueron juntando hasta formar un pequeño charco con la forma del cuerpo de la muchacha. Me sorprendí. ¿Qué era eso? Un pequeño milagro en ráfagas de misterio inexplicable.

Siguió el convoy surcando el intenso rielaje del ferrocarril. Cuando se acercó a la estación de Villa Hermosa, observé los campos de maíz que reverdecían y en una de las plantas, observé que la panela de paja revoloteaba como una mariposa gigante y se depositaba en la panoja del maíz. Alrededor un campo de lino color glicina mimetizaba la figura de una muchacha que se perdía entre los verdes maizales. Corrí para ver si la podía alcanzar. ¡Imposible! Estaba fusionada con el paisaje. Era un duende místico que deambulaba por los prados. El tren silbó dos veces y comenzó su marcha que fue creciendo hasta dejar una estela de humo que envolvía el paisaje dormido en un sol que agonizaba. Yo, quedé parado en el andén y descubrí que había perdido el rumbo. ¿Cuándo pasaría el próximo convoy? Me senté en un banco de la estación y me quedé dormido. El ruido de una locomotora me despertó al amanecer y vi como subía una muchacha con un vestido de seda color glicina.

 

 

LA COPA DEL TERROR

 

            Cuando Emelda se comunicó con sus compañeras de secundario, logró concretar y con dificultad, el encuentro de  doce compañeras, prometido por años.

            Llegaron a un acuerdo, se reunirían en un antiguo hotel  de las sierras, que estaba equidistante para todas. Alejado del ruido que envuelve las grandes ciudades era ideal.

            Ese viernes llegaría Iris en el tren de las 20; Rosalba en automóvil con Griselda, Renata y Jacinta. Luego arribaría Elvira en autobús con Rita, Susana y Nora. Juanita y Liliana llegarían en otro tren desde el norte.

            Se ubicaron en tres habitaciones contiguas, en el pabellón del que fuera un claustro de religiosas que recibían a jóvenes enfermas de “tisis” y problemas mentales.

            Con el tiempo lo vendieron y quedó en manos que renovaron todo. Primorosas, puestas a punto y hermosas, cada habitación se transformó en un bello refugio de comodidad y confort.

            Las ya mujeres, se fueron acomodando de a dos en dos por cada pieza. Una gran sorpresa inesperada cuando llegó el tren, no sólo con Iris, sino la increíble Mirka…, nombre de fantasía que ya había adoptado una de ellas transformada en una excelente médium, tarotista y astróloga; cuya profesión que oportunamente elaboró con estudios en el país y en el extranjero, profundizando con inteligencia los entrañables laberintos de dicha tarea. Era famosa en la radio, revistas de moda y televisión. Sólo sus compañeras sabían su nombre, que ella odiaba: Olga Serafina. Con ella se había juntado el número 13.

            Bien… todas hablaban a la vez, querían saber unas de otras la vida y sus misterios, sin darse tregua. Nadie oía nada. Llegó la hora de la cena. Ingresaron en un enorme comedor con mesas coquetas y alegres, llenas de flores y manteles coloridos. La cena exquisita se regó con buen vino y champagne.

            De regreso y agotadas, la jornada había sido larga, se bañaron y se durmieron. Algunas siguieron charlando hasta la madrugada. Nadie quería quedarse fuera de las historias  y entre risas y lágrimas se iban poniendo al día con sus vidas y aventuras. Otras recordaron las épocas de juventud temprana con las picardías propias de la adolescencia.

            Al otro día usaron la piscina y luego de almorzar hicieron una caminata por los alrededores. Cayó la noche y haciendo un apretado círculo se quedaron en la habitación 27. Con la puerta abierta por donde ingresaba una brisa fresca y la luna llena iluminaba el cuarto. También los rostros de las muchachas.

            De repente, Mirka, sonriendo astuta, propuso un juego con una copa de cristal que extrajo de una bolsa de terciopelo rojo con flores doradas que bordadas parecían auténticas. Entre risas y algunos temores aceptaron. Elvira con papel blanco hizo las letras del alfabeto y los números del 0 al 9. Comenzó el juego y las preguntas llovían. Reían y se enojaban, protestando cuando no les gustaba lo que se armaba en ese baile irrespetuoso de la magia.

            De prontota copa se movió sola. Marcando un nombre de mujer: María Eloisa Janenshon Deiras y un número 19. Ingresó solapado el silencio feroz y las religiosas, tomaron su rosario o medallas de santos protestando. Se quejaron… -¡Vieron estas son brujerías! ¡Son peligrosas! ¡Yo no me quiero adherir a estas cosas! ¡Yo menos y ya me voy a dormir! Más en la pared se dibujó la imagen gelatinosa y transparente de una muchacha con ropa de antaño. La puerta se cerró de un golpe de aire y la dama, como era lógico desapareció en el acto.

            Mal dormidas al despertar, fueron para hablar con la conserje en el vestíbulo del hotel y preguntaron: -¿Acá vivió la señora María Eloisa…en la habitación 27? – Y la gerente se puso nerviosa y pálida. –Eso es algo extraño, pero no imposible… digo, ver a Eloisa. Esa joven falleció en 1889 en lo que fuera su noche de bodas. Un joven, su prometido no llegó nunca ya que el tren en que viajaba descarriló a varios kilómetros de acá. Ella se iba a casar en esa capilla que ya casi no se ve por lo crecidos que están los árboles. Dicen, los que la conocieron, que falleció de un ataque al corazón. Pero hay una historia de lugareños que en realidad se suicidó. Seguro que les pidió que rezaran misas por ella ¿Verdad? 

            -Sí, ahora comprendo, dijo Mirka, que eso trataba de decir y hablábamos tanto que no la oímos.

            -Vayan, hoy a las 11, hay misa en la capilla, un anciano sacerdote aparece siempre que ella pide misas. Él puede cumplir con su ruego, lo hace desde años.

            Todas regresaron en silencio, llegaron al templo en horario y allí, estaba el anciano monje. Se aprestó y comenzó con las rogativas y la ceremonia. Nombró a María Eloisa, aunque ellas no se lo pidieron. ¿Cómo sabía?

            Dos días después, lo que duró la reunión, el clima fue diferente. Regresaron a sus hogares con la promesa de regresar pronto. Esa fue la última vez que Emelda las reunió. Nadie quiso volver.

EL MILAGRO


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

EL MENSAJE

 

“Cuando quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura poblada de fantasmas que blanquean al trasluz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. El cielo se transforma en un oscuro escondite de la sombra, de allí saldrá una nave de tránsito ligero. Viajará la niña, con su perro dormido entre los brazos”.

La carta se cayó entre los pies de la joven que sorprendida, miró tras la ventanilla del tren que volaba sobre la planicie.

No comprendía el mensaje, era como un lenguaje cifrado propio de la contienda. Comenzaba a nevar y la nana la cubrió con una manta de piel. Un fuerte olor a alcanfor penetró en sus pulmones. Sabía que estaba huyendo del infierno, pero no alcanzaba a desentrañar el recado. La hiriente mirada del acompañante le daba temor, era tan dura, tan inquisitiva que creyó imposible dormir.

Sin embargo el movimiento del vagón y el suave calor que le prodigó la manta, le dieron un insinuante sopor, quedó dormida, Y soñó. En la pradera se movía un caballo que galopaba con un andar  cadencioso y firme. Montado en él, un hombre con la capa azul que envolvía su rostro y apenas se mostraba un mechón de cabello renegrido. De repente el tren se detuvo en forma brusca y se despertó. Ingresaron dos soldados vestidos con capotes negros, impermeables, de rostro enrojecido por el frío. Pidieron los papeles y la nana, asustada entregó el suyo y rebuscando nerviosa el de Ludmila, se arrebató  frente a los jóvenes, que por inexpertos, sólo osaban gritar en un idioma incomprensible. La muchacha les pasó el papel, el mensaje. Ellos intentaron leer, pero en su ignorancia, amagaron pedirle a la nana que les leyera.

La mujer abriendo los ojos y respirando profundamente dijo:

 “La niña Ludmila Trensky, es llevada a un monasterio cercano a Moscú, para ser ingresada como enferma mental. Se ruega no molestarla, es muy delicada de salud y su familia, está muy preocupada por su destino” la firma es ilegible, dijo.  Ustedes saben que los médicos y los generales tienen escrituras muy complejas. ¿Verdad?

Los inexpertos soldados, aceptaron la respuesta de la acompañante. No tenían órdenes y no se animaron a persistir. Descendieron del carromato y siguieron junto al tren hasta que éste se perdió entre el humo y la niebla.

Ludmila, cerró los ojos y comenzó a reír. Su risa engrosó el humor del vagón, otros rieron sin saber por qué.

¿Por qué les mentiste? Si ni tú, ni yo entendimos el mensaje. Me parece que ellos no saben ni siquiera las letras… sus ojos parecían los de un cordero enfermo.

¡Ay, Ludmila, si no les inventaba eso, te llevarían y quién sabe qué maldades te harían! Te salvé la vida y honra.

El caballero que  estaba frente a ambas, se atusó los bigotes y sacó una petaca del capote, y por primera vez sonrió. Bebió un largo trago de vodka y

Dijo: ¡Realmente la felicito! Supo engañarlos como corresponde, pero a mí, no. Y parándose, tomó a las dos de los hombros y empujándolas las sacó de la cabina. La manta quedó en el suelo y el mensaje cayó junto a la puerta. Era un extraño correo con notas de máximo valor militar, pero el viento lo sacó por el pasillo y se fue volando por el aire fuera del tren, perdiéndose en la nieve.

EL SECRETO...

 

 

            Estaba parada con mi cofia de encaje, mi delantal de lino almidonado, blanco todo como el mármol de la estatua que preside la estancia desde donde el viejo, mira con un extraño aparato las estrellas por la noche.  Siempre está insomne. Siempre me mira con ojos agudos. Su enorme sillón de terciopelo azul algo gastado en donde hunde su cuerpo afilado, es como una madriguera. Apenas me muevo sus amoratadas manos artríticas se aferran a mi pollera o al delantal. Es imposible liberarme. Deseo un resquicio para huir.  Sí, estaba parada en ese momento en que entró la vieja ama con su orinal impecable, separó la tapa y lo colocó en el cajón bajo el sillón. Yo no quería ni mirar ni respirar. El hombre sonreía mirando mi cara roja por el pudor y el asco. Oí caer el orín cantarino en la porcelana llena de flores de lis, pintadas a mano. El olor ácido penetró en mis pulmones. Luego el olor que me inundó hasta el cerebro me indicó que “monsieur” había descargado sus flacas tripas.       La mujer, su ama, llamó al ayudante, un antiguo empleado. El hombre vino arrastrando su pierna dura por la inflamación, tomó al amo y lo higienizó. Yo salí aprovechando la oportunidad. Saqué los excrementos y los dejé junto a la puerta de la habitación.

             Huí, prácticamente, hacia el jardín. Era la hora del crepúsculo  en que la casa parece más solitaria aun. Un grito agónico atravesó la casa del amo. Corrí al instante, sabía que me reclamaba. Allí estaba mi señor. Su boca desdentada sonreía a la nada. Sus ojillos con esa perpetua chispa de picardía me buscaban en la puerta. Me asomé. Me tendió sus brazos sarmentosos, donde la piel flácida caía como cortinaje viejo... Yo no soportaba su continua búsqueda entre mis polleras. Me quería tocar. Me deseaba como se desea un bocadillo frágil y sabroso. Me ponía enagua tras enagua, un calzón largo y grueso; medias de algodón altas que sujetaba con cintas que apretaba tanto que casi cortaban el flujo de mi sangre joven. Así le impedía llegar a mis nalgas. Creo que si hubiera podido me hubiera tocado hasta el fondo tibio de mi sexo. Me acerqué. No tanto como para que me perdiera sus dedos afilados en mis oscuros secretos de mujer. Tenía sólo catorce años y el miedo me paralizaba. Su risita aguda era un tormento. Lo odiaba y le temía. Necesitaba el empleo que me daba, era indispensable.

 Te prometo... sí, te prometo una fortuna si te sacas toda la ropa frente a mí... – dijo ese día. Yo me negué. Llamó al ama de llaves y le ordenó una pluma y papel. Se reía en su extravío. Luego estuvo un rato escribiendo. Yo no sé leer. Mi infancia fue dura. Las calles fueron mi cuna. Siempre trabajé. Ahora que tenía ese empleo, me sentía glorificada. Me llamó y pretendió que leyera. Le dije que no podía. Se encolerizó. Estrelló el frasco de tinta en el pavimento manchando la alfombra. Luego leyó con voz entrecortada: - Yo, Gastón de Yournette, maese corregidor del municipio de Saint Pierre Sur- Mer, lego a...

- ¿Cuál es tu nombre...ma petite...?- me preguntó titubeando. Yo creía que él conocía mi nombre. Me sorprendí tanto que le respondí. - Mi nombre monsieur es Clementine Reinal, creo que ese era el apellido de mi madre.- le expresé con temor. Me envió a buscar otro frasco con tinta. Siguió escribiendo el billete. Se agotó en el trabajo. Resoplaba y jadeaba. Su viejísimo corazón estaba medio muerto. El esfuerzo lo hizo desmayar unos instantes. Luego intentó leer...” lego a Clementine Reinal, la suma de 20.000 monedas de oro.... Pero después de tachar, volvió a leer. No, dijo, 50.000 monedas de oro, si cumple con mi pedido. En el año de 1814, y puso su sello con el lacre que chisporroteó en la lamparilla.”        

            -¿Y qué desea pedir u ordenar, además, su señoría?- pregunté desconfiada.

             -Que te quedes desnuda frente a mí hasta el final...hasta el momento de mi muerte, que está muy cerca.- dijo mirándome con astucia.

Me pareció un viejo zorro herido frente a su presa. Su ralo pelo blanco se desplomaba sobre los hombros de su paletó de cachemira negro y le prestaba un aspecto de brujo, mago o demonio. No respondí de inmediato. Me dediqué a ablandar sus cojines y almohadas de plumas mientras por mi mente febril cruzaban imágenes, sensaciones y deseos.

Entró a las 19,45 hs. en punto, como todos los días, el médico. Apenas me miró. Revisó a su señoría. Lo auscultó ceremonioso. Su pulmón silbaba cada vez que el aire nuevo invadía los oscuros alvéolos me dijo el galeno. Sufría a cada instante. Le miró los orines que guardaran en un frasco de cristal. Se quedó pensativo. El señor de Yournette observaba alternativamente el rostro del doctor y el mío. Me miraba con avidez y a él con desinterés. El papel que escribiera sobresalía del bolsillo del viejo. Lo acariciaba con impudor. Yo imaginaba cómo sería mi vida con todo ese dinero...Sonreí. Él sorprendió mi sonrisa y supo íntimamente que yo había aceptado.

            -¿Cómo está su señoría? ¿Acaso tendremos que preparar la casa de verano para que no sufra el frío húmedo de la región?- inquirió el ama que entraba en ese momento con una escudilla de caldo humeante. El médico nos miró con dolor y muy molesto por la insolencia de ella, repuso:- La casa de verano...creo que este año quedará cerrada. No es prudente mover a su señoría en este momento.- Continuó escribiendo una nota para el boticario.

            -¿Cuánto tiempo viviré? – exclamó mi amo. - ¿Llegaré a mañana? – dijo sin inmutarse y su mirada me penetró y persiguió por la habitación en semipenumbra. Encendí otra lámpara. Esperé. La mirada del ama de llaves se paseaba de un rostro al otro, con sorpresa. El anciano doctor se sentó junto a monsieur algo confuso y tomándole la mano dijo:- Mi amigo, la cuerda del reloj se está terminando...puede usted disponer..., bueno yo llamaría a un sacerdote, si así lo prefiere...- y quedó silencioso esperando una respuesta o reacción que no llegó. Luego de estrechar al anciano salió taciturno sin volverse.

El viejo me apresó la pollera y me dio el papel. - ¡Guárdalo! Será todo tuyo si cumples con mi último deseo... como ves me muero y quiero hacerlo mirando un bello cuerpo joven junto al mío. Llamó a su ayudante. Se hizo trasladar al lecho. Se acomodó y apoyó su cabeza cenicienta en los cojines que yo acomodara. - ¡Que vengan todos!- ordenó con cierta urgencia. Llegaron uno a uno los servidores. A cada cual le fue entregando joyas, papeles valiosos, dinero y objetos personales. Él nunca había tenido hijos y su mujer había muerto hacía muchísimos años.-“¡Ahora salgan todos!  ¡Me quedaré solamente con Clementine. Cuando ella los llame ya podrán disponer de mí.  Y recuerden no quiero sotanas por aquí. Yo igual estaré en la “Gloire ”!

                        Los hombres y mujeres salieron silenciosos y tristes. Apenas murmuraban entre ellos.

Ya a solas en aquella habitación silenciosa; yo, comencé a desprender los cordones de mi corsé. Luego fueron cayendo una a una mis enaguas como cáscara de fruta madura. Cuando mis muslos  mi pubis virginal y mis senos quedaron frente a él, comenzó a sonreír con una extraña alegría. Me quedé quieta. Sentía que mi piel frágil se encrespaba, un escalofrío imperceptible me ponía sonrosados los pezones erectos.  Seguramente mi rostro tornaba del rojo vivo al blanco. Sentía vergüenza y en lo más profundo el placer de saberme dueña de una pequeña fortuna El anciano gesticulaba apenas. Murmuraba palabras inconexas. Trataba de acariciarme y yo me alejaba con pequeños pasos.  Reía y se babeaba. Sus manos se estiraban tratando de poseer lo que tanto había deseado en ese tiempo. No pudo. Pronto se durmió. Hablaba entre dormido con mi figura que se helaba a pesar de la leña crepitante. Yo también soñaba.

Nunca despertó. Pasó una semana. Aparecieron como cinco parientes que se acomodaron en la gran casa. Cada uno pretendía ser el dueño de todas las tierras, casas de alquiler y hacienda del hombre. Cuando yo indiqué que tenía que cobrar su donación; se rieron hasta el delirio. Yo me quedé callada. Salí de la casa con la idea de buscar a un licenciado en leyes que me ayudase. Que hubiera permanecido desnuda frente al viejo, era un secreto que sólo conocía el ama y el ayudante del señor. Los servidores eran mi único testimonio. Los intrusos no sabían por qué yo pretendía cobrar el dinero. Con ese hecho clandestino, callado por seguridad, yo tenía algo más, que a veces ocultaba en el zapato viejo y otras en el bolsillo de aquella chaqueta poblada de agujeros que me dieran del amo. Era el pasaporte a mi futuro. Con ello tendría una vida digna de ser vivida. Me reivindicaría de los múltiples sufrimientos. Compraría una casa de campo, un carruaje, podría tener esas alhajas de oro y granate que vi en un escaparate de la ciudad hacía tiempo, vestidos de seda y encajes,  lograría tener hasta un puñado de sirvientes. Sería factible mezclarme con gente distinta a la que acostumbro a frecuentar...

  Llegué con un abogado y mi papel a la vieja casa. Nadie creía que eso fuera legítimo. No querían darme mi parte. Yo, en forma silenciosa y firme seguí peleando. Mandaron mis papeles a la capital. El técnico grafólogo cobró demasiado, pero probó ante el juez, que el papel era un legado auténtico.                                             

                   Monsieur : señor

Ma petit : mi pequeña

Gloire : gloria

EL VIAJE DETENIDO EN EL TIEMPO

  

            Estamos solos. Nada responde a nuestro llamado de auxilio. Quietos en la serena ensenada de la isla que nos prometiera tantos éxtasis. El transparente cielo  permanentemente de color turquesa. Es irreal como todo lo que nos sucede. Un reloj marca perfecto las veinte horas. El sol se escabulló tras la costa. Un perfil apenas perceptible e inalcanzable. Somos unos ciegos habitantes fantasmales en la niebla del mar quieto. Se recorta nuestra barca como una gaviota nívea en el celeste inmenso. Silencio. Soledad. Una azotaina rítmica golpetea a estribor ya o tan pronto a babor. La madera cruje y se resiste al latido rumoroso de cada movimiento agónico del agua. Nos acechan las gaviotas para tomar su parte. El calor agobiante nos permite alucinar. Sombras desflecadas a lo lejos. Siento con horror que ya nadie me habla. Ni siquiera el hombre que abrazaba mi cuerpo amalgamando su piel ardiente a mi piel apasionada. Ya no se mueve ni alza su dorado cuerpo húmedo amurallando mi cintura apetecible de besos. Sigue el reloj marcando las veinte horas, disimulando el movimiento del territorio irrefutable de la tierra. ¿Existe  un lugar en el planeta donde sea realidad la vida?

            Mi cuerpo distante del insondable rectángulo del lecho. Me levanto casi de un salto y me aproximo al timón que brilla despojado de manos conductoras. Veo un pie descansando entre las tablas del compartimiento de máquinas. Me agazapo y casi me deslizo por la breve escalera que me acerca al cuerpo. Casi caigo como una carga inesperada sobre el desordenado despojo inanimado. Siento náuseas nuevamente y me mareo. Veo tres, cuatro, ¡no!;  un cuerpo caído... trato de estar cerca y tocarlo. Está febril. Inerte. Mojo con mi camisa en un cubo que contiene agua de mar, le aplico en la cabeza que babea. Los ojos dan vueltas, como las gaviotas en el cielo, mostrando líneas rojas. Trato de pensar. Una imagen se acerca y se aleja en mi mente ardiente.

            Es una mesa meticulosa, limpia y ceremonial. Mantel a cuadros azul y blanco , cubiertos de plata, copas brillantes de cristal, flores en ramillete. Un hombre se acerca con una fuente de belleza indescriptible. Colores: salmón, verde, amarillo, naranja, perfumes exquisitos, sabor a mar en la langosta aliñada. El champaña que burbujea entre las sonrisas excitadas de mi enamorado. Yo estoy sobre el mantel y me deslizo por el suelo con el vientre aguijoneado por un dolor agudo.

De repente comprendo. ¡Estoy envenenada! ¡La muerte acecha! El reloj marca las veinte. Silencio. Soledad. Debo llegar a la cabina y pedir auxilio. Una mano me impide el movimiento. El cuerpo hercúleo de mi amado me obstaculiza salir de ese lugar sofocante. Sonríe. Me mira alucinado. Me acaricia la garganta con vaivenes suaves de un cuchillo con movimientos sensuales. En mi obnubilación veo que goza y se excita. Ríe. Las ruidosas carcajadas alejan los pájaros gritones que acechan en los palos de la vela mayor. El calor me asfixia. Quiero gritar, no puedo. El terror me paraliza. Miro el reloj, está muerto. Yo también.

                                                                                                                     

                                                                                 

UNA PLUMA DE MI MANO

  

Pude dispersar una gardenia en costras de cenizas

Pude invertir el óvalo celeste en la mirada

Tal vez un episodio desparrame perfume a lilas

Tal vez me adhiera a la pared de la conciencia postrada

en un laberinto donde Afrodita se desmembre

Escribiré el amor puritano y sentencioso de mi infancia

Declamaré el dolor de la utopía.

La pluma de mi mano dibujará una estrella en el horizonte

Dejaré una pupila observando la noche

Las sábanas frías y solitarias me buscarán dormida.

Yaceré de lado junto al brocal de la luna.

LILA

             

“Cae lentamente al estanque, donde los nenúfares le hacen bromas a las libélulas que copulan para continuar con la vida” Anónimo.

 

        La pequeña Lila va dejando esa edad, cuando no se ha vivido sino una niñez tranquila y festiva. Al cumplir los once años, su amada Edelmira, madre del corazón, comenzó a tener esa tos pertinaz y dolorosa, que la derrochaba sobre blancas sábanas y almohadones orlados de puntillas. Comía poco y dormía mucho. Su piel se transformó en un frágil alabastro suave, a veces ambarino, a veces por las fiebres y calenturas de un encendido color encarnado. Una fina pedrería de sudor, refrescaba su arrebol. Cual rocío matutino cada prenda que cubría su escuálido cuerpo humedecido, el satén y las sabanillas. El ralo cabello otrora dorado, era una mata selvática que desparramaba sombría, desdibujada y pajiza.

        Lila la veía como se iba deshaciendo día a día. Casi como una hoja transparente de seda, o de esas que se colocan entre las hojas de los libros y semejan un encaje ocre, simulando ser hoja, simulando ser un tul de finísima estructura. La amaba. Espiaba cada momento sus convulsiones que comenzaron a ser cada minuto más cercanas y terminaban con unas gotas de sangre. Los ojos hundidos y condecorados por medialunas violáceas.

        Su padre, Alcides Morelos, la había traído cuando Lila apenas daba unos pequeños pasos para caminar, y ella, le dio la mano y el amor de una madre inexistente. Nació del amor de ellos, un muchachito de cabello negro, ojos oscuros y rebelde. Creció jovial y dislocado. Reía y rompía cada regla, cada voto, cada reflexión que quisieron inculcarle, en la casa era infrecuente verlo sentado a la mesa, dormir a las horas apropiadas y en la escuela duró tan poco que apenas aprendió algunas letras y números del ábaco.

        Siempre el padre observaba a ese muchacho díscolo y mal aprendido, con desconfianza. Y sí, un día se escapó llevándose una jaca brava. Tenía apenas doce años. Lo trajo un juez, con un moretón en la mejilla y un brazo fracturado. Sin caballo y sin zapatos. El padre, pagó la deuda de los destrozos que había hecho en el pueblo y lo encerró una semana en la alcoba. Lila le llevaba en escondidas algunas confituras y limonada fresca.

        Salió más tranquilo, pero… lleno de ganas de vengarse. Edelmira murió. Su esposo, lloró sobre el cuerpo triste y el corazón vacío. Lila lloró a su lado y juntos la llevaron bajo el jacarandá que ella amaba.

        Cuando el muchacho cumplió quince años, su padre fue a buscar un cargamento del puerto y se quedó dos meses, esperando el barco. Cuando regresó encontró a Lila con el rostro sombrío. Callada y triste. Creyó que extrañaba a Edelmira. Pronto supo que la muchacha estaba embarazada. Su hermano, la empujó por la escalera y el niño murió sin nacer.

        Pasó un tiempo en que el padre trató de saber quién era el padre de aquel vástago. La niña callaba. Cada momento más taciturna y esquiva. Su hermanastro la miraba con dureza y presagio de golpizas. Ella cumplió quince años y el muchacho catorce. Lila le rogó a su padre que la dejara marchar de la casa a un convento. No era posible que la aceptaran si sabían del embarazo y pérdida. Se transformó en un fantasma en vida. Cada noche, encerrada en su alcoba, espiaba por una hendija cuando su hermano pasaba rondando por los pasillos como gato silenciero.

        El padre necesitó marchar nuevamente al puerto y cuando regresó, ella nuevamente estaba encinta. La duda ya no era duda, claramente era el muchacho el causante de ese destrato. Golpeada y arrastrando su pudor adormecido, llegó a término. Nació una hermosa niña. El muchacho, en la noche, la tomó cuando Lila dormía y la llevó al río y allí la arrojó sin el menor dolor.

        Los gritos despertaron la casa. ¿Dónde está la niña? ¿Adónde y quién me la ha quitado? La risa descontrolada del muchacho dejó a todos boquiabiertos. Un malvado demonio vengativo. Un truhán. Un asesino.

        Con quince años había sido capaz de abusar de su hermanastra y matar su hijo. El padre tomó la escopeta y sin pensarlo mucho, lo corrió por el campo y lo acribilló cayendo, este, sobre el trigo dorado que ya maduro, quedaba mojado por la sangre de quien fuera de su propia sangre.

        Dicen los lugareños que al día siguiente Lila flotaba en el estanque junto a las libélulas y flores de pétalos blancos.   

 

 

LA SOSPECHA

 

            Cuando Edison llegó al rancho “Albores Azules”, llovía a baldazos. La perspectiva visual era nula, las ruedas de la chata levantaban chorros de barro azuloso y pequeños guijarros que golpeaban los muros de la casa. Por la ventana, tras el visillo, un rostro sorprendido se asomó, para desaparecer rápido y apagar las luces. El silencio quebrado por el chubasco, penetraba el amplio patio.

            Dos enormes perros negros corrieron gruñendo, para que el intruso regresara por donde había llegado. Edison, se negaba. Descendió con dificultad, su pierna ortopédica, con humedad se ponía artrítica y su corazón galopaba por el esfuerzo. No regresaría a “Paradisso”. Un sonido agudo despejó el camino de los mastines. Ellos, agacharon la testuz y se mantuvieron en espera del mandato que solía provenir del interior de la casa.

            Golpeó con el puño la puerta. Nadie contestó. Un insulto grosero y un escupetazo, cayó en las piedras acuosas. Rodeó la casa y en la puerta trasera, donde se atisbaba una luz, llamó con un gruñido. ¡Soy Edison Duarte, carajo, abran! Los perros lo habían seguido atentos y dispuestos a luchar. Su pelaje negro y húmedo, los colmillos afilados y las orejas enhiestas, mostraban su estirpe guerrera.

            Se escuchó un paso cansino acompañado por un golpeteo de bastón. Era Úrsula.

Quien con un rostro desfigurado por la ira, luego de putearlo, le abrió la puerta y dejó el espacio mínimo para mostrarse y hablar. ¿No ves, imbécil, que diluvia?  ¿Qué te trae a esta casa? Mientras dijo eso, lanzó un salivazo marrón por el espacio entre dos dientes rotos, carcomidos por el tabaco. Cayó a los pies del hombre. No se movió. Esperó un instante y tras la vieja, apareció Lucila. El alboroto que se hizo, fue grande. La vieja enojada se hizo a un lado y el hombre ingresó, dejando una huella de agua y barro en el piso impecable de la cocina.

            El fuego de las hornallas, entibiaron el cuerpo aterido. Lucila, lo abrazó y el perfume de limón de su cabellera, le llenó el alma de sensaciones maravillosas. ¡Hacía mucho que no la veía! Desde que Virginia había muerto, no podía entrar en la casa.

            Se sentó en la banqueta junto a la puerta, cerca de los olores calientes de los fuegos. El apio, la cebolla y el aroma de la carne, le despertaron recuerdos que había soterrado hacía tiempo. La muchacha estaba hermosa. Había un rubor virginal en sus mejillas y estaba alta y delgada, pero vio en sus ojos una luz inescrutable y triste. Ojeras azuladas rodeaban sus largas pestañas y sus manos, de blancura increíble, estaban abrumadas de pequeñas grietas. Úrsula, se interpuso con su cuerpo enorme y dispuso que se tenía que ir. Pero Lucila, rogó que se quedara un rato. Él, consintió y le pidió hablar a solas, cosa que la mujer no permitió.

            ¡Pues bien, sepan, que he recibido un informe de alguacil del pueblo con una grave denuncia sobre la muerte de tu madre! Un grito se escabulló de la garganta de la anciana. ¡Salga de esta casa! No me iré hasta saber qué ha pasado acá. ¡Salga, maldito intruso! Soy el padre de Lucila y usted no es nadie para echarme.

            ¿Dime pequeña, qué siente tu corazón sobre lo que se habla en el pueblo? Todos los rincones de Branden Stone está murmurando sobre el tema. Yo, había salido de la vida de tu madre cuando eras muy pequeña, esta mujer, maldita, no se qué le metía en la cabeza la dulce Virginia. Dijo, el alguacil, que cuando la encontraron tenía puesto un vestido que yo le traje de la ciudad para un baile de la iglesia…y que se había cortado el cabello con la tijera de esquilar ovejas. Ella, señalando a Úrsula, no me dejó acercar y siempre dijo que era mi culpa, pero, dime preciosa; ¿cómo pudo ser mi culpa si no me podía acercar por la ira de esta bruja?

            No alcanzó a ver que tras él, venía un palo enorme que lo dejó inconciente. La sangre manaba por su cabeza. Lucila, con los ojos alucinados salió corriendo hacia su dormitorio, se escondió bajo la cama y se limpió las salpicaduras rojas y untuosas de la cara y el cuerpo. Sintió los rituales sonidos que hacía la anciana cada vez que tenía un cadáver cerca. El cuerpo arrastrado hasta el sótano y el cieno cubriendo el cuerpo aun palpitante de su padre.

viernes, 19 de agosto de 2022

DE CACERÍA

 

            Lucio, Marcos, Leonardo y Jorge, decidieron hacer un viaje al sur de la Pampa para hacer un fin de semana cazando. ¿Por primera vez las esposas aceptaban que fueran juntos en la casa rodante de Marcos! Ellos no sabían que ellas tenían planes propios. Usarían ese fin de semana sin esposos para ir  de compras, a la peluquería y comer en algún restaurante de moda. Todos ganaban, ellos no tener que despertarse temprano para ir a sus trabajos y ellas hacer esas cosas de “mujeres” que ciertamente molestaban  a los maridos.

            En la camioneta se acomodaron con tantas cosas que parecía que iban a dar la vuelta al mundo. Rosita, les había preparado sus codiciadas tortitas con chicharrón y las puso en una caja de galletas, que cuando quisieron acordar quedaba la mitad. ¿Eran tan ricas! Partieron bien temprano al llegar a Desaguadero, no advirtieron que en la otra cabina venían los “nuevos” esos que había invitado Leonardo y que no conocían de antes de esa expedición. Lucas pidió que lo cambiaran con el otro grupo para ir chequeando qué tal eran.

            Charló un rato y cuando andaban ya por el campo traviesa, por una de esas rutas de pura tierra, uno de los que viajaban sacó un revolver y disparó a una liebre que corría como libre, no más. ¿Buen susto y bronca se llevó Lucas, tenían por costumbre no llevar armas con balas en la cabina! Puramente por precaución.

            “Las armas las carga el Demonio y la descargan los tontos” decían en cada cacería.