jueves, 19 de septiembre de 2024

EL CASO DE LAS MUCHACHAS EXTRANJERAS


 EL CONFLICTO

                        Al mirar por el ventanal de mi escritorio, me sorprendió ver la excéntrica figura de la mujer que se aproximaba. Nunca antes la había visto vestida con ropa tan formal. Ni se la podía ver en esa zona del pueblo. Bajó de su camioneta con un humilde aspecto apesadumbrado. Encaró hacia mi oficina. Me dio un fuerte vuelco el corazón. No puedo decir que nunca la visité. Lo hice en algunas oportunidades... pero sentí una enorme inquietud, dado que en un pueblo tan pequeño, esa mujer es el tipo de vecino al que todos acuden, pero que aparentan desconocer. Dueña del prostíbulo más antiguo de "Arraken", caserío poblado por jornaleros dedicados a cría de ovejas y a los mariscos. Habitada por algunos empleados públicos indispensables, un cura que viene a cumplir su misión cada tres meses y dos maestros rurales, además de mí, que soy juez lego, periodista, autoridad municipal y asesor letrado, además de consejero de todo el pueblo. Madame Suzette entró como un ciclón en el escritorio. No esperó que la invitara a sentarse, ni me saludó. Sólo me alargó un papel con muchos sellos y secándose una lágrima, en sus ahora desmaquillados ojos... me miró con angustiosa pregunta.

                        La rotunda carta era clara, le instaba a sus "pupilas" a salir del país o a completar sus papeles de identidad y de ingreso, que habían caducado hacía tiempo, en algunos casos.- ¡Debe haber sido tan hermosa de joven!-, pensé, pues pude observar sus enormes ojos verdes con chispitas doradas. Su boca - ahora rodeada de una miríada de arruguitas- con labios bien delineados y carnosos se mueven con un tic nervioso casi imperceptible. El óvalo de la cara es perfecto, me dije, donde las huellas del tiempo han hecho fuerza para despojarla de belleza. ¿Qué historia esconde esta matrona de cuerpo aún apetecible? Me senté en el sillón frente a ella y luego de releer el memorando, busqué entre los libros y papeles aquellos códigos procesales que me fueran útiles y las nuevas leyes de inmigración. ¡Quedé en silencio y encaró con un desgarrado pedido!

                        - ¡Necesito que todas se queden en el país! No puedo dejarlas ir. Son tan desdichadas y están tan solas. ¡Son como hijas de mi cuerpo y lo son, se puede decir, del alma!- explicó mientras abría su insólita cartera y sacó un fajo de billetes. Los dejó en el escritorio.

                        - Acá, Suzette, no se trata de dinero y lo sabe. Hay una nueva ley de inmigración que los senadores han propiciado para evitar la entrada al país de gente in... bueno que le quite el trabajo a la nuestro pueblo.- La ojeé esquivo para evitar la mirada dolorida.

                        - Debe ayudarme. Sabe bien, doctor Zacarías, que es la persona en quien todos confiamos. Las muchachas no dejan de llorar y me han suplicado que venga a usted para lograr una salida legal.- Sus manos de largos dedos finos se movieron con delicadeza y sentí que esa mujer llenaba de curiosidad mi espíritu. Callé un momento y luego, recordé un boletín que me había llegado por correo donde tenía la clave para darles una solución.

                        - ¡Las chicas son indudablemente - la duda me dejó perplejo- mayores de edad! ¿De qué país de América han llegado?- esa pregunta casi lógica, tenía como respuesta, una segura reprobación - Entonces deben casarse. ¡Sí, la manera es casándose con un nativo del país!

                        - ¿Pero quién querrá casarse con seis putas extranjeras?- su rostro se llenó de desesperación.

- Yo no sé, pero hay que buscar en forma urgente seis maridos para ellas.

                       - ¡Ah, y deben ser hombres capaces de mantenerlas, según expresa la ley!-dije compungido.

                        - ¡Qué barbaridad, nadie de este lugar en su sano juicio, con los terribles prejuicios que tienen todos... querrá hacerlo!- murmuró quejumbrosa. Son todos tan hipócritas como en las grandes ciudades.

                        - ¡Yo creo que debe comprarlos!- propuse con descaro profesional, y, el hasta ese momento silencioso ayudante se introdujo en la conversación.- ¡ Para eso tiene todo ese dinero!- y volvió a  perpetuo mutismo.

                                 

LA PROPUESTA

 

            La noche llegó con su sensual colorido a la casa. Un cortijo entre las vetustas casas de madera era como un palacio entre ranchos y casuchas. Sus cortinas de encaje y terciopelo caían sobre el piso de madera lustrado con perfume a limpio. Los grandes espejos y cuadros de bellas hembras en descansados paraísos eran copias de obras famosas y enormes jarrones con flores y frondas verdes que Suzette lograba producir en su invernadero transformaban el lugar en un paraíso. Todo allí era diferente para los toscos clientes. ¡Era un edén inexplicable! Su nombre," El Amorcito", tan pueril como si allí se tratara de un rincón de niños jugando se vivía un sueño viril. ¡En realidad se jugaba el más hermoso de los juegos... el del sexo!

            Esa noche había más luz y el aire que se respiraba era distinto. Apareció la señora con un traje de encaje negro bordado con pedrería de azabaches y canutillos, un hermoso peinado en su cabellera color dorado, donde plumas de fino brillo azulado le imprimían un aire señorial. Las muchachas no se veían como otras veces revoloteando con sus ceñidas y translúcidas prendas femeninas. Cuando llegó Abelardo un puestero del campo se extrañó por la visión de ese cuarto nuevo. La mano afeminada y tersa de Zair, el barman, ayudante y secretario de madame Suzette, le extendió un vaso de fino cristal tallado, con whisky.

            Luego, llegaron Casimiro y Jordán con sus vozarrones a las carcajadas. Ellos alegremente recibieron sendas bebidas y se apoltronaron sorprendidos en los cómodos sillones de seda verde. Con una ráfaga de viento helado ingresó tímido Guido y miró de soslayo buscando una estría por donde escapar, pero encontró la frágil mano de uñas pintadas de Zair que le imponía un trago. El último en irrumpir fue Valentín, que con su pierna artificial creaba la necesidad de llevarlo en andas hasta un lugar seguro.

¡Todos miraban asombrados la sala tan desprovista y desierta de pulposas nalgas y cabelleras sueltas!  Esperaron asombrados para saber qué pasaba y Suzette les habló.

            - Abelardo, tú tienes ganas de comprar el campo de don Robustiano y siempre te quejas de no tener cómo, ¿verdad? Tú, Casimiro, lloras por adquirir un padrillo y tres yegüitas de pura raza para armarte un “Hara” con el que sueñas. Y tú Jordán, desesperas por hacerte un capital y construir un bodegón con almacén de ramos generales. Ni hablar de Guido que siempre nos cuenta su afán de formar el mejor de los criaderos de "corridale" de la zona. Nos queda Valentín con su deseo inconfeso pero claro de poseer la “Chevrolet” roja  que está parada en la cochera de la viuda de Sabino Urpinas. El difunto marido la dejó hecha una joya y además, ¡Sueños son sueños! ¡Todos quieren tener su casa, con cómodas camas calientes y el horno con panes frescos y tostados¡ ¡Bien, llegó el momento de poder acceder a todos los sueños!- la mirada de los hombres se iba transformando en  ruidosa alegría. Inquietos y sorprendidos se miraban de soslayo. ¿Cómo sabía Suzette?

            - ¿Ahora tenemos que saber cómo lograr esas maravillas?- arguyó Abelardo. Él, siempre desconfiado y suspicaz, miró al resto y tomó la palabra que se negaba en otras bocas.

            -¡Casándose con mis chicas! - lo dijo sin darle trascendencia ni apurarlos.

            -¿Cómo?- comenzaron todos a parlotear juntos, levantaron la voz y discutieron. Nadie entendía lo que se hablaba; hasta que el muy teatral secretario se impuso y con una voz cálida y sensual argumentó:- ¡Claro...vienen acá todos los días feriados y otros también, se desparraman felices con las féminas, con ardorosos susurros las adoran y las miman, cada vez que las necesitan y ahora que ellas precisan que las ayuden..., ustedes no lo quieren hacer! Son excelentes personas y eso que Madame Suzette les ofrece contribuir a conseguir sus "sueños y utopías".

            Un silencio profundo se coló por las hendiduras sensibles de los hombres. Se miraron callados y un suspiro caliente salió de algunas bocas olorosas de tabaco viril.

            ¡Una cosa es tenerlas retozando un rato en sus frenéticas camas calientes y otra llevarlas  a una  casa como futuras madres de sus hijos! El espacio se empapó de olor a miedo. Un claro sentimiento de avaricia y deseo los oprimió. Pero no podían expresar sus pensamientos. Así quedó en el corazón de ese excitado puñado de campesinos el infierno sutil de la propuesta. Algunos que eran casados y sus familias estaban muy lejos, se pusieron de pie para salir. Pero regresaron pensando que la mayoría estaba separado o divorciado y con familias destruidas.

 

UN EXTRAÑO SENTIMIENTO

 

            Abelardo despertó como si no hubiera dormido. Su cuerpo estaba tenso y dolorido. Había tenido una noche de infierno. Pensaba con obsesión en el día que entró por primera vez al “Amorcito”. Recordó el perfume tan femenino de colonia y violetas. El de la cera que usaban en la madera de los pisos. También esa mirada que paseó por los sillones y butacas donde un puñado de mujeres lo miraban con descaro. Luego sintió, en el lugar exacto de sus tripas, el dolor agudo del deseo. Allí en un rincón casi de espaldas vio a la mulata más bella que jamás soñara. Caminó despacito saboreando el puñado de caderas calientes, carne magra. El pelo ondulado le caía hasta tapar los muslos y sus largas piernas suaves que se desplazaban con desgano, cargaron sus manos de impacientes caricias. Tenía un montón de ganas viejas, de besos innombrables y no tenía palabras. Supo un nombre nuevo Dinorá, nombre de selvas y de flores raras. Él, que sólo sabía de ovejas y labrar tierra, sintió un suave remojón de cielo abierto, supo contener cascaditas de estrellas y de grillos.

            ¡Descubrió asombrado a un hombre nuevo, capaz de hablar quedito y acariciar con dedos suaves los pétalos marrones de los senos pomposos! Cerró los ojos y siguió buscando adentro de su cuerpo recónditos misterios. Volvió tantas veces, que ella ya reía al verlo llegar con algún chocolate, una flor o una chuchería comprada por el pueblo. Recordó aquella vez que llegó y un forastero gringo se la había llevado al rincón  de sus encuentros. Gritó y Madame Suzette se enojó  y le pidió que se retirara.   Él volvió más tarde ebrio y lloró en brazos de Rosmira. ¡Dinorá era "su" hembra!  Ella ese día terrible no quiso estar con él. Después comprendió la estupidez de su deseo. Ahora podía poseerla para siempre. Se vistió lentamente y tomó un áspero café amargo. Observó la cabaña de troncos y vio el deterioro en que vivía. Tuvo miedo. ¿Cómo iba a traer a ese cuchitril a la "diosa"? Si por lo menos tuviera un baño decente como el del Amorcito, una cama cómoda y bien limpia. Miró con horror el piso sucio y los vidrios de las pocas ventanas y el fogón. Se quedó parado con los brazos caídos. Vio la trágica soledad de su vida. Una lágrima "macha" se fue cayendo despacito por su cara y se perdió en su barba. Luego con el fuego del apetito carnal se puso un motor y comenzó la obra. ¡Quería a Dinorá con él por siempre! ¿Qué pediría Solange a cambio además de la boda? ¿Acaso dejaría  a sus niñas vivir una vida normal? ¡Eso no se había hablado y él debía conocer mayores pormenores!

                 

UNA VERDAD DOLOROSA

 

            La dulce Rosmira estaba llorando nuevamente junto a la ventana de la habitación azul. Su túnica de encaje añil  aumentaba el tono de su piel blanquísima. Tal vez las pequitas de color tostado le daban un toque de realidad a su espalda larga y bien formada. Tenía un cabello naturalmente dorado raro en ese tipo de mujer. Su cara alargada de perfil afilado con una pequeña nariz y labios finos, no era precisamente la de una prostituta. Hablaba muy poco y nunca de su pasado. Obsesiva con sus manos y pies, que cuidaba con esmero, su cuerpo salpicaba elegancia. Ella no podía regresar. Su mundo estaba muerto. Sabía que, si la obligaban a regresar, le esperaba una muerte dolorosa y triste. En una conferencia le fue presentado un apuesto político de su región.       El hombre, joven y muy pudiente logró acercarse a su grupo de amigos y comenzó a buscarla para toda clase de salidas importantes. Sus padres no objetaban al prestigioso caballero, así alcanzó a concebir un futuro de amor con él. Un desdichado día él pidió su mano y llegó la boda. ¡Allí comenzó su calvario! El maravilloso  muchacho apuesto era un psicópata, sicario de un grupo mafioso de la alta burguesía de las drogas y de toda clase de negocios viles. La golpeaba hasta provocarle huesos quebrados y tajos. Esa costumbre suya ahora, de ponerse un calzoncito alto de encaje, con un pañuelo enroscado, no era sino una forma de esconder una terrible cicatriz que tenía en la cintura. La había dejado varias veces inconsciente por días enteros. Los hospitales ya tenían mil informes de extrañas caídas y fracturas por accidentes caseros.                 Siempre indefensa por el acoso de los secuaces del "hombre". Un día que él no volvió temprano escapó con la ropa que tenía puesta. Subió a un camión que la transportó hasta un desconocido pueblo sureño. Allí logró que otro camionero la llevara más al sur aún y escondida traspasó la frontera. Así fue viajando y pagando a puro sexo, que era lo que le habían dejado. Conoció gente buena y gente mala. ¿Pero qué tan mala puede ser la gente sin poder? Llegó a Arraken y conoció a Madame Suzette. La recibió con amor y le proporcionó seguridad y anonimato. Rogó que Guido la prefiriera a ella, porque era suave y tenía algo de cultura. Incluso pensó que podía llegar a quererlo. Por lo menos lo respetaba y tenía francos diálogos con ella. Rosmira no sabía que soñaba y Guido soñaba igual. Muchas noches había caminado por las desgastadas y polvorientas callejuelas del pueblo, pensando en cómo iniciar una conversación eludiendo el tema sexo. Él sabe y presiente que la mujer es alguien muy especial. Intuye a una dama, en esa muchacha de cuerpo sin signos del sensual deleite, que poseen las putas del Amorcito.

¡La ama y quiere sacarla del lugar pero algo debe dar a cambio! Caramba, si lograra que me acepte..., seré un hombre más hombre.

 

                            DE COMO MELANIA Y YESMINA...SIENTEN CELOS

 

Desde su llegada a la casa, las dos fierecillas domeñadas se desvelan por lograr tener favores de Suzette, de Zair, de todos los personajes del pequeño círculo de la mancebía. Largas discusiones y riñas paradas a tiempo por madame y Zair, tanto por Rosmira, que ha intentado todo para educarlas. Ambas quieren irse con Jordán, mozo tosco y bello como un príncipe árabe. Ambas, casi analfabetas, no tienen otra escuela que la calle. Nacieron en la calle, donde sus madres rápidamente se despojaron de esa inesperada intromisión en sus vidas. La caridad, primero, de unas mujeres pías y luego, de la acción gubernamental, les permitió llegar a los trece años sin otra carga que la ignorancia, el desamor, el odio y la pobreza. Sus permanentes huidas a los callejones infectados de escoria humana y truhanes, falsificadores y traficantes; las inició en el único trabajo que conocen. Sus labios gruesos y nariz chata, cuello largo y ancho, manos bien cuidadas pero dilatadas y toscas saben las artes del sexo. Una cadera formada como para parir mil niños y un vientre oscuro con vello motoso y negro en su pubis codiciado. Los pechos caídos por unos partos olvidados y enterrados en el pasado. ! Pelean todo el tiempo mientras miran por los amplios ventanales.

            - ¡No tienen culpa murmura Suzette mientras trata de calmarlas! Son como fieras en celo. Su vida es un volcán en constante erupción. Se acerca a las muchachas y tomándoles las manos, les pide paz y que aprendan a compartir y a dominar su ancestral falta de amor, también su ira. Casimiro tiene puesta la mirada en Yesmira. Valentín piensa en Melania. Ambas quedarán signadas por la incoherente y fallida falta de suerte para el "amor".

                                 

   UN DESTINO...UNA ESTRELLA

 

            Jordán tiene la sangre alborotada. Sus ojos negros de moro antiguo mezclado con indios de la región le dan ese aspecto de macho bravío. Él siempre llegó al "Amorcito" y buscó la habitación número siete. Allí entre almohadones de color verde oscuro encontraba a la mujer más tierna y bella que jamás pudo imaginar. Su amada Zemira. Ella, con sus ojos zahorí de negro azulado orlado de koholl, le trae el recuerdo de su madre perdida cuando aún era un niño pequeño. Su hermosa madre, despojada de su patria y de sus tradiciones por un hombre que no supo darle un poquito de ternura y la dejó morir de pena. Fue el primero en llegar a tratar con Madame, sin más preguntas que las que tenía por Zemira. La jovencita, que era apenas mayor de edad, tenía marcada sus manos con los signos de su tribu. Vino sin conocer el idioma detrás de un grupo de obreros del petróleo y la dejaron abandonada en Arraken, porque el esposo moro, que la compró a su padre, allá en el país lejano, fue asesinado por unos compañeros y luego de robarle todo se esfumaron sin darle ni una moneda. Así vino a parar de la mano de Zair que la encontró en el mercadillo sin un papel, ni un "cobre", sólo las pocas joyas que tenía encima y que eran su dote. Jordán la amó desde el primer encuentro y besó sus labios como un amante tierno. Aprendió a hablar con disparates entre árabe y español, pero rápidamente pronunció con ternura el nombre Jordán y en cada minuto besaba las palabras en secreto. ¡Acaso no eran el uno destinado para el otro!

 

 

 LA REALIDADA

 

            Uno a uno se fue acercándose para concretar la boda. Todos buscaban, más que el premio, a sus mujeres. El burdel era un ir y venir de hombres sorprendidos, apurados por arreglar sus casas y sus trámites. Llegaron a mi oficina todos juntos. Ellas, como nunca, vestidas con ropa informal, pero común. Ellos con sus vestimentas domingueras. Así arribó el momento donde se descubrió que Rosmira no tenía ni un sólo documento. Que tampoco Zemira era documentada. Tuve que manejar una serie de papeles con embajadas y consulados de países remotos y poco conocidos. Pero se fueron acercando los momentos tan ansiados por todos. Llegó el día de hacer los contratos y allí comenzaron los problemas. Ninguna podría dejar el "Amorcito" ¿Qué harían los patrones de los "latifundios" y los capataces de las estancias y de los ferrocarriles? Y en los pozos de petróleo.

            Suzette estaba asustada. ¡Eran el plato fuerte y ella vivía de eso! No podía hacer sólo caridad. ¡Entonces tampoco podían tener hijos ni viajar a otros pueblos por ahora!

            Zair iría a buscar "pupilas" a las ciudades grandes y a la capital, pero ella debía amansarlas, darles un brillo de damas y un barniz de dulzura y belleza que generalmente no traían.

            ¡Eso llevaría muchos meses! Debería tener paciencia. ¡Y estaban las leyes que se reformaban en contra de la trata de mujeres y la prostitución! El Congreso peleaba día a día por penalizar el trabajo de las mujeres con su cuerpo, pero la hipocresía no impedía que cada vez, se necesitara más educación y cultura para trabajos bien remunerados que pusieran a la mujer en otro lugar en la sociedad.

            Mientras los sucesos acontecían, yo me mordía los labios, por una pena chiquita que me corroía el alma- ¿Quién se quedaría con la pequeña Yeriza, morena fresca de ojos verdes y cabello de extraño color cobre venida de la jungla tropical? ¡Quién sería el atrevido que poseería a mi oculto objeto de deseo y lujuria! Los papeles de la muchacha estaban en mi escritorio. Los tomé con un raro temblor y desdoblé las hojas con terror de encontrar algún acontecimiento grave. Madame me extendió una esquela, con letra menuda y firme, me daba la prioridad de poseer a Yeriza, a cambio de mis honorarios y de un regalo especial. ¡Extrajo un magnífico anillo de zafiro rodeado de hermosos brillantes y enjugándose unas lágrimas me dijo: - Me lo regaló un gran amor que tuve cuando era cantante.- Hoy escondida en este pueblo puedo contemplar desde lejos como se van desplomando los "reinos" de arena de algunos poderosos. Familias que me admiraron pero que no hubieran permitido jamás casarse a un hijo con la Gran "Esmeralda Bertón", cantante de ópera. Yo.  

            Supe así que había cantado en los teatros más importantes del mundo. Famosa y aclamada; cuando pasó su tiempo glamoroso, escondió con pudor la verdad de su identidad. Comprendí por qué su mirada siempre tenía una gasa de tenue color ámbar pálido escondiéndole  el gran dolor, frustración y desapego del mundo.

            Zacarías, ninguna de las chicas trabajará para el “Amorcito” pero tengo que confesarle que me iré a otro lugar para poder tener mi refugio con otras muchachas del lugar. Mi tarea es dar amor, mi mundo es Zair y las muchachas. Mi vida no podrá cambiar. Espero sepa guardar el secreto. He aprendido una lección, deben ser mujeres de la zona. No aceptaré nunca más extranjeras.                          

Suzette se puso de pie y con un soberbio escudo de seguridad y altivez, se alejó de mi oficina subió al automóvil y desapareció tras una nube de polvo.

            Yo tendría también una esposa. Nunca acepté el anillo, Yeriza usa el que compré en nuestra luna de miel en Madrás..        

 

LA SEÑORITA YOLANDA

 

            Yo era muy delgada, fea y tímida. Alumna mediocre, siempre traté de pasar inadvertida, aunque secretamente esperaba ansiosa que ella reparara en mis grandes ojos tristes.  Yo creía seriamente que era la chiquilina más fea y tonta de la escuela.

                        Ella, la señorita Yolanda, joven no tan linda como dulce y buena, era mi maestra. De figura muy delicada. Fina. Usaba su cabellera ondulada y recogida con un severo moño negro. Su guardapolvo de tela de lino blanco almidonado estaba bordado por sus propias manos en el cuello y el canesú. Era una damita dedicada a amarnos. ¡Qué imagen fresca! ¡ Qué estampa de serena juventud!

                       Mendoza vendimial con sus calles calurosas y sofocantes empujaban a una tarea de inicio escolar difícil. Los frondosos plátanos como toldo verde y las acequias de piedra bola donde cantaba el agua fría, no invitaban a la tarea escolar sino a juegos de verano.  No obstante todos tenían que cumplir con su trabajo. Yo también. El invierno hizo su entrada con nuevos sucesos.

           Mi país de entonces tenía algunos problemas. En Buenos Aires había muerto la joven esposa de nuestro presidente y todos debíamos llorar a aquella desdichada dama.

                        Recuerdo cuando llegamos a la escuela y en el lugar donde se veneraba a la Virgen del Carmen de Cuyo había un cuadro de esa bella señora rubia de pálidos colores, lleno de flores blancas, de velas y cintas negras.

            Algunas misteriosas noches en mi casa en que llegaban autos que entraban sigilosos y de ellos bajaban personas grises, oscuras que murmuraban apenas en las frías madrugadas. Cuando por las mañanas llegaba yo al comedor había nacido una enorme biblioteca con imágenes sagradas, estatuas de antigua data, vestimentas recamadas de sacerdotes, obispos y quién sabe cuántas cosas, que yo miraba con sorpresa, curiosidad y deseo de que alguien me explicara: ¿qué era todo eso? Papá  me habló severamente: -¡ Hija , de esto,  que tú ves en casa "NADIE" debe saber "NADA"!  Debes callar lo que hay guardado en nuestro hogar.-

            Por ahí, de nuestra Nana, escuché en murmullos que era la biblioteca del Obispado como explicación a mis dudas. Yo era feliz porque tenía un gran secreto.

            La señorita Yolanda siempre nos acariciaba y nos decía: -Niñas deben ser muy cuidadosas, sobrias y juiciosas. Yo pensaba que me lo decía a mí, que ella conocía nuestro secreto.

            Un día mamá y papá me prohibieron que usara el brazalete negro, que era obligatorio: - ¡Tú no tienes por qué llevar luto ya que nadie de tu familia ha muerto! No llevarás más flores blancas para "Ella". - Yo partí hacia la escuela sin el "famoso crespón". Cuando llegué, la señorita Yolanda me llamó aparte y me preguntó la causa de esa conducta. Yo con mi inocencia de nueve años, le repetí los dichos de mis padres. Ella se quedó callada y pensativa pero no me dijo nada. En la 2º hora entró un hombre robusto de piel morena y grandes bigotes, quien se sacó el sombrero y comenzó a observar a todas las niñas de la clase. Clavó sus grandes ojos negros en mí y con voz de trueno me dijo: -¿Vos cómo te llamás? Yo no me moví del pupitre temblaba como si tuviera mucho frío. Mi señorita se interpuso, se ubicó frente a él tapándome y le dijo con voz serena:- ¿Acaso estamos frente a la "gestapo"? Ya hemos leído y visto el horror que significó en Alemania marcar a la gente, no permitiré que nadie asuste a mis niñas. Por favor retírese. El hombre la miró en forma adusta y sin hablar salió. Yo seguía temblando. A los pocos minutos apareció la directora  muy alterada con otro señor y se la llevaron. Sólo cruzamos una mirada fugaz y creo que por primera vez reparó en la tristeza de mis ojos negros. Todas las alumnas la vimos entrar en un coche negro y partir, parecía una paloma herida, más pequeña de lo que era. Lloré, lloramos todas las alumnas del grado. Nos vinieron a consolar otras maestras. Al otro día vino un joven docente para supuestamente reemplazarla. Él, me volvió a poner en forma visible el famoso "crespón negro", sin mi consentimiento ni el de mis padres. Yo no atiné a contarlo en mi casa. ¡Tenía tanto miedo, que de noche rezaba de rodillas por la buena suerte de la señorita Yoli !

            Pasaron los meses y grandes cambios de gobierno se produjeron. Un grupo de sediciosos tomó el gobierno, yo no sabía entonces si eso era bueno o era malo. Ahora  sí lo sé, pero cuando hoy a los alumnos les hablo de "Democracia", siento que en el aula está presente la figura menuda de aquella joven maestra que se interpuso para defender las ideas de una familia. Mi familia.

            Ella sin hacer mucho ruido me había dado el regalo más importante de mi vida. Un ejemplo de justicia, de respeto y de abnegación. Yo nunca podré olvidar su heroica actitud.

                                              

PARAGUAS VIEJOS


            Nino comenzó a escudriñar entre los trastos del abuelo Ángel. Encontró el viejo sombrero de fieltro, la pipa fiel amiga de los labios de anciano y la chaqueta raída de lana y se la puso. El olor lo confundió y cerró un minuto los ojos y su mano tropezó con un objeto de madera suave y pulida. Sus dedos lo recorrieron y sintió el frío del metal que por su redondez le recordó la antigua escopeta del "nonno". Sonrió rememorando cuando lo seguía y volvió a tocar la curva del gélido metal que se alargaba con su fina estructura, pensó en las innumerables veces que juntos atravesaron el bosque tras un conejo o una liebre asustada. Recordó la pícara mirada del anciano y volvió a sonreir.¡ Siempre conseguía que el pequeño animal escapara!. Cuando abrió los ojos en la semipenumbra comprendió que sus de dos acariciaban el paraguas roto y ya sin la negra seda que usaba el abuelo Ángel cuando lo buscaba en la escuela y una lágrima cayó sobre el arcón antiguo. Lo cerró y se despidió de viejo y amado amigo...su abuelo.

EL MILAGRO

 

                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

¿QUÉ QUERÉS CON ESE LORO?


 

            Escuchó la frenada de la chata del “Mingo”. Siempre terminaba el recorrido a las cuatro de la mañana. ¿Qué había sucedido ese día, si apenas se oyeron las once campanadas de la iglesia de La Merced?  La Tona no tiene reloj, pero sabe por el sonido metálico de la parroquia cada hora, media hora y cuarto, que pasa el tiempo y tiene que terminar el alto de planchado para los patrones. ¡Algo pasó!

            El griterío de los vecinos alertan que hay un conventillo quemándose a dos cuadras. La Tona se persigna y eso que ella no es muy religiosa. Cree en Dios, en la Pilarica y algún santo pero toda esa cháchara de misas y romerías no le gustan. Allá en su patria, mataron muchos curas y monjas los “rojos” y muchos se lo merecían, otros no. Las viejas que cuidaba los enfermos y rezaban en los funerales, no eran tan malas como otras que corrían a los chicos cuando pedían “medallitas o estampas de santos”.    Siempre con esa de que no tenían ni un duro…y cuando abrían las iglesias había unas copas de oro o de plata llena de brillo. Su padre era un demonio hablando de ellos y blasfemaba. Su madre, pobre, siempre de rodillas le rogaba que no lo hiciera, que le mandaría un accidente o alguna maldad, el demonio. Pero él, no creía en eso. Hasta que un día golpearon a la puerta de la casa y le dispararon dejándolo sobre un charco de sangre muy oscura que se desparramó por las piedras de la callejuela donde vivían.

            Su madre se quedó viuda con diez hijos y mucha hambre. No le hicieron nada, vino Don Antonio, el patrón y se hizo cargo de su padre y de nosotros por unos meses, mientras conseguía sacarnos del pueblo. Así llegaron a la América. Allá se quedó Toñito, Andrés y Picurri. Las mujeres a Buenos Aires, a un conventillo y a trabajar de lo que viniera.

            Ahora se escuchaban las sirenas y los frenéticos silbatos de la policía, no podían con el fuego que se estaba extendiendo hacia el sur.

            Sintió el ruido de los tachos con agua y arena y al Mingo ayudando. Trajo una familia de rusos que se habían quedado sin nada, los trajo con lo puesto. Y la pena me achicharró el corazón. Me acordé de mi pobre madre cuando comenzó con la tos y la sangre. Escupía sangre. Hasta que la internaron y al poco tiempo murió. El médico me dijo que era por tisis y que esa “santa mujer” se había consumido casi sin comer para que nosotras comiéramos algo. Así fue que crecimos flacas y pálidas como los fantasmas, pero cuando conocí a Mingo, que trabajaba en la Feria Grande, comenzamos a comer bien y algunas de mis hermanas, engordaron tanto que hubo que coser ropa para ellas. ¡Qué porquería? Si, una marranería, porque no le conseguí novio a Dolores ni a Jacinta. Mingo que es un padre para nosotras, las puso a trabajar en unas casas muy grandes del norte de la capital y con cama y todo. Allí comenzaron a adelgazar y se pusieron mejor. En verdad que no eran feas. Dolores se casó con el lechero y la Jacinta sigue solterona, pero esa me parece que anda en algo raro con el hijo del patrón.

            Un alfeñique que la lleva a las milongas a bailar “tango” y ella contenta. Se viste con una ropa muy impúdica. ¡Si la viera mi madre, le daría de golpes…! La oyeran cantar… sabe todas las letras y se para como la Tita Merelo.

¿Me pregunto qué voy a hacer con esta gente? Abren esos ojos de cielo como si me los fuera a comer. Mejor les doy de cenar y un buen puchero les calma esa mirada de terror.             Mingo trae un cura de La Merced y él, me promete que los va a ayudar. Hay almas buenas, dice. Los mira comer y se le frunce el seño, claro, tenían un hambre como cuando estábamos en la aldea. Luego les habla en un idioma que yo, ni pá.

Salen con él. Y yo le doy unos billetes, pocos, son mi paga de la ropa que lavé ayer, para algo servirá. Me besa la mano, el hombre de ojos tristes y la mujer también intenta, pero yo la escondo y les digo chau. Lléveselos señor cura. ¿Adónde los lleva?

            Los manda por tren a San Juan una provincia del interior y me cuenta que es parecida a mi tierra. ¡Qué dicha! No hay como la tierra de una, pero el Mingo quiere vivir acá. El trabajo y sus amigos están en esta zona de conventillos. Escucho en la radio un tango. ¿Qué querés con ese loro? Y me doy cuenta que los que se fueron con el cura se dejaron olvidada la jaula con el loro… y ahora entiendo que canta igualito que mi hermana, la Jacinta.

 

EL EUNUCO


 

            El disipado eunuco se ufanaba por merecer una mirada bondadosa de la diosa.

“Minouca” era una semidiosa de un Olimpo creado en un siglo disparatado. No había en los anales nada concreto sobre esa semidiosa, excepto que apareció su hermosa estatua de mármol en los baños y hubo quien inventara su historia. No le creían sus compañeros que en los baños de la isla, había una fuente en la que podía entrar con su gruesa barriga deforme y salir luego de los festines de la “mujer” con su vientre plano y sin esa espantosa blancura que se aferraba a su piel como araña cristalina.

             Manatiel había sido vendido a una caravana, a unos traficantes de humanos en el desierto. Otros eunucos se reían a pesar de sus dolorosas vidas, rotas y deformadas por la práctica innoble de los esclavistas.

            Había unos de piel tan oscura como la noche sin luna, otros de ralo pelo rojo y ojos glaucos, estaban los que tenían cabellos blancos como la nieve y ojos rojos como sangre; todos movían las manos de dedos regordetes como brazos del pulpo del Mediterráneo.

            La única posibilidad de regresar a la vida anterior, era la muerte.

            Tal vez, al renacer, serían hombres enteros. Lo despertaba, las campanillas y cencerros que sus amos le ajustaban en los tobillos al venderlos.

Su vida con suerte, era ser juguete de unas jóvenes en algún harem. Le temía a los amos que eran crueles y lascivos. En su infancia, recordaba, había conocido el amor de los brazos de su madre. Su vida se transformó en un territorio de dolor y furia.

            Cuando, siendo casi niño, le arrancaron los testículos, fue una muerte interior y se juró no volver a vivir, a soñar o a reír. Pero con el tiempo su cuerpo se fue ablandando y su ánimo desestructurando.

            Un maestro le enseñó a respirar, a armonizarse con la naturaleza. Conoció nuevos dioses, nuevos semidioses y a otros eunucos, que como él, no tenían voz en el concierto humano.

            Le cambiaron el nombre. Ahora se llamaba Plotino y le dejaron en claro que no tenía derechos. Era un esclavo.

            Salió el raro vapor que envolvía todo el baño, y la vio. La diosa Minouca había cambiado. Su dulce sonrisa lo abrazó y se fue quedando dormido en el sopor que le despertó un sabor agridulce. Soñó por primera vez desde aquel día. Voló como un águila blanca sobre valles y montañas, sobre el mar que calmo transformaba suave la costa bravía.

            Regresó a ser niño. Y unas alas que crecieron en su cuerpo; de plumas doradas fueron tornando color rubí, luego morado y finalmente negro.

            Cuando, abrió los ojos, la que fuera de mármol, se había transformado en “mujer”, bella y apetitosa. Lo besaba en todo el cuerpo que por efecto de la sensualidad se había transmutado en hombre. No quiso volver a la vida.

 

 

EL TEJEDOR


     

      La alegría era su identidad. Cada día bajaba al mercadillo con una sonrisa contagiosa y opulenta. Nada le impedía tener es humor de niño grande.

      Se levantaba con el sol naciente y se sentaba en una terraza pequeña que sobresalía en el frente de la vieja casa. Las piedras imitaban los colores del arcoiris y del sol que comenzaba morado y terminaba plateado, pasando como sus tejidos por los amarillos, naranjas y rojos. Era feliz. Cantaba esas antiguas canciones de su pueblo y despertaba a los pájaros que revoloteaban buscando las migajas de pan que le dejaba caer como una lluvia de sueños.

      En la aldea lo miraban extrañados. ¿Qué hace tan feliz al “gitanillo”? ¿Estará enamorado? ¿Será que ha ganado la Loto? ¡Algo esconde!

      Sus tejidos eran de una belleza tan extraordinaria, que de otras aldeas y ciudades venían a la feria a comprar sus telas. Su madre ya anciana teñía los hilos con una vieja receta de su abuela. Era su secreto. Tonino, la conocía y rogaba que su madrecita no faltara nunca.

      Un día en el mercado, vio a la joven más linda que jamás creyera su Dios le hubiera mostrado al mundo. Era una moza pequeña de estatura, cuerpo perfecto y suave en el andar. Reía cunado su ama le decía al oído alguna palabra o algún mozalbete le tiraba un piropo o le diera una flor. Él, tomó un clavel y se plantó delante. – ¡Tome usted ángel de Dios, que si pudiera le daría la mejor tela por mí tejida! Los ojos pardos, doraron el rostro de Tonino que quedó enamorado al instante.

      -Sal de acá, muchacho, -dijo el ama- que esta niña es la flor más apreciada de mi pueblo. Vete.

      Quedó el tejedor asombrado ante tanta hermosura. La siguió con la vista mientras se iba calle arriba hacia la ermita. Hasta allí la siguió, dejando sus preciosos tejidos sobre la mesa. Un vecino pícaro le escondió las telas. Y cuando regresó, estaba tan embobado que sólo optó por reír con la chanza de su amigo.

      Soñó con la niña y la buscó por todos los rincones cercanos a su aldea. Y, una mañana, pasado un tiempo, la vio llegar del brazo de un caballero mustio y sombrío. Levantó la vista justo cuando la joven muchacha le señalaba un hermoso tejido de color cereza. El hombre sacó su bolsa y pasándole una moneda de plata le dijo:- ¡Tómala hija, es tuya!- con ella puedes hacerte un vestido. Tonino, tomó una faja de un verde brillante y le agregó como regalo. La dulce sonrisa dejó al muchacho mudo. Torpe, como cabra de campo, no le habló y la bella siguió su camino.

      La alegría del tejedor del valle de Las Vertientes crece en la espera del regreso de la mozuela que el adora en escondidas. No sabe que la niña pronto ingresará a un convento de Carmelitas Descalzas.

      Un día vinieron unas religiosas y le encargaron tejidos blancos como la espuma del mar y nieve de las montañas. Metros y metros tejió. Nunca supo que eran para hacer el hábito de las jóvenes novicias. Cuando las vio pasar en procesión hacia el convento no reconoció a su amada. Y sigue esperando con una canción de amor mientras teje y teje cada mañana.

 

LA NOVIA


 

            Se caía, se caía y un murmullo de aire ingresaba en sus oídos. Tras ella el velo envolvía como nube al viento su cuerpo. Movió los brazos con ilusión de pájaro. Mordió el aire para recordar el sabor de la vida. De los besos. ¿Un aleteo de mariposas le hacía cosquillas en el vientre? No, la soledad discrepaba con la distancia desde el acantilado al mar. En su interior murmuraba un ínfimo enjambre de belleza rosa y ojos sin párpados.

            Sus huesos se alivianaron como la cimbreante caña del papiro. Una a una, fueron creciendo como agudas puntas las plumas en su espalda. Ardía la piel con febril empuje.

Seguía cayendo. Su cuerpo llegó flotando en el aire como una gota de sol, como un pétalo de madreselva.

            Su enamorado la olvidó, la abandonó en el mismo instante en que un infante se arropó en su vientre fértil.

            El ruido que produjo el cuerpo en el mar fue rotundo. Y se vio flotando entre la espuma y su velo, mientras subía, subía hacia una nube que tapaba las aguas con sangre entre las rocas.

 

 

 

 

 

 

lunes, 16 de septiembre de 2024

UN HOMBRE BUSCADO SIN DENUEDO

 

 

                        Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos apretándose las piernas encogidas sobre la alfombra, algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Tai, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre Tai. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi marginal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿ Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su “amigo?” Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la “bondad” del viejo bribón, eso se lo guardó para sí.  Si Había visto cómo lo golpeaba al desdichado Kiki. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

            Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos lógicos. El infeliz sollozaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º, mas... ¡Oh, sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

            Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres “galanes”. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido de hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. Allí aparecieron las dudas… ¿Quién mató? ¿A quién?  Todo el círculo de investigaciones está interesado en descubrir el cuerpo. Han pasado los meses y no hay señales. Y, si no hay cuerpo, no hay delito. El único que llora es Kiki y Gregorio, continúa guardando la correspondencia del “hombre”.

                                     

 

 

HERMANAS

 


            Cuando el ferrocarril, dejó a la joven embarazada en el andén, el abuelo la estaba esperando con una pobre calesa vieja. Escondida por su preñez, Lisia no dijo nada. Al mes, un mal parto le quitó la vida. El anciano no quiso llamar un médico y la pobre mujer que ayudó en la parición, no logró sacarla adelante. Las niñas quedaron sin madre y con un padre desconocido.

            Adela y Marina nacieron sanas. Hermanas mellizas, no gemelas. Una morena, la otra pelirroja. Una dulce de carácter y la otra obsesiva e insidiosa.

            Crecieron discutiendo cada pequeña participación escolar o familiar. Se hicieron mujeres y al verlas así, nadie se acercaba buscando amistad o amor. Sólo las unía el amor de su abuelo, anciano sereno pero extremadamente avaro. Ellas perdieron a sus padres siendo pequeñas y las cuidó, pero con muchas carencias. Eso hizo que fueran perdiendo el brillo de la juventud y olvidaran la risa. Cada una tenía una tarea para realizar. El anciano, envejecía y siempre en la noche, se escondía en su pequeño taller de relojería. Era pulcro y meticuloso con ese arte de armar relojes manualmente. Sus pequeñas herramientas parecían de juguete.

            Una mañana, luego de otra discusión muy fuerte, no escucharon la queja del viejo. Vieron luz bajo la puerta del taller. Asustadas, no se dieron ánimo para entrar. Se empujaban con palabras de aliento y promesas.

            Llamaron a un vecino que la rompió y encontró al hombre helado y sin el color de los vivos. Lloraron un para de días. Lo llevaron junto a su abuela y a sus padres.

            Un tiempo de serenidad, sin discusiones, unió a las mellizas, pero… cuando comenzaron el aseo del taller, algo les atrajo el espíritu inquieto. La mesita que servía de escritorio y espacio donde tenía sus elementos de trabajo, pesaba demasiado.

            Buscaron en sendos cajones, rebuscaron debajo de la tapa, pero sorpresivamente, Adela descubrió que en las anchas patas del mismo, había un sin fin de monedas. Eran de oro.

            Marina vociferó, quería todo para sobrevivir a esa mala vida que les obligó el relojero. ¡Su abuelo era tan avaro como ella! La pelea fue terrible. Empujó a su hermana y ésta, cayó sobre un borde de metal golpeándose tan fuerte que murió casi al instante.

            La amargada muchacha, cosió en la capa invernal de su abuelo, cada una de las monedas de oro y decidió huir. Iba por el camino arrastrando el borde, así se fueron cayendo los círculos dorados como  si una lluvia se deslizara por la calle. A medida que caminaba y caminaba, una larga alfombra de oro se pegaba en el barro bajo la lluvia.

            Dicen que cada año, para la época de marzo, aparece la capa de harapos dejando una estela de monedas de oro, que el pueblo entero, espera para recoger. 

 

 

EL VIAJE... DESPERTÓ AL HOMBRE

 

     Recién he podido cumplir mi anhelo de besarla. Sus labios tan fríos como mi dolor mortal, se entregaron sin poner resistencia. Murió hace unos minutos y llegó a cumplirse mi deseo. Aún vibra en mi cuerpo el ardor de la pasión escondida. Todos me miran petrificados...el médico y sus ayudantes ven como acaricio su cuerpo y lo beso. Beso hasta el más íntimo rincón de su cuerpo amado. Su alma no lo dudo ya es mía.

           

            El vehículo se desliza por el camino polvoriento, infierno de hoyos inescrupulosos que infectan la huella. Saltan los amortiguadores y protestan con desenfreno con cada pozo y yo miro con desesperación a mi  “padrino” que maniobra como si no quisiera evitar ninguno para aliviar los golpes de mis piernas y traste. Hace unos días me pidió prestado a mamá para que lo acompañe en este viaje de aventuras por la Patagonia. Yo siento que hará que viva una maravilla de vacaciones. Ella no estaba en mi mente. ¡Su secretaria! Tiene un culo y unas piernas que no me dejan mucho espacio en el asiento. Me ha empujado tantas veces que ya me siento del tamaño de un pez, largo y finito...la odio. Es difícil entender ¿cómo mi padrino tiene que acarrear con semejante estúpida? Permanentemente se limpia con un pañuelo la cara para sacarse el polvo que ya ha penetrado por todas las rendijas de la parte de atrás y por todos lados. Casi no la miro y ella me espía de reojo para hacerle morisquetas a Lucio, que así le llaman a mi padrino. Él me invita a pasar un rato a la parte trasera y ella se pone jocosa y me hace unas burlas que me dan más aversión. En realidad tengo un hambre terrible, mamá nos preparó empanadas y tortillas y el perfume de las papas calientes y aceitosas, me hacer hipar el diente. Al detenernos bajo un árbol de perfil extraño, torcido y retorcido por los vientos del sur, siento que mis pobres huesos de trece años, que pronto voy a cumplir, necesitan urgente moverse. Salto con euforia y corro tras unos “michay” secos que se desparraman por la arenosa planicie por donde discurre el camino. ¿Me pregunto si el suelo en la luna será como acá? Salgo a estirarme y la muy torpe se agacha y me pregunta si voy a ir a mear... ¡Qué meterete! Soy grande y no le tengo que decir a ella. Además es una desvergonzada. Decir eso delante de su jefe. Ella me dice que mire para el oeste que va a expansionarse y se pierde entre los matorrales. Yo la espío y le alcanzo a ver como se baja los calzones y su culo rosado se agazapa en el falso retrete que ha encontrado. ¡Mamá...si que tiene desvergüenza...! Lucio se hace el distraído pero yo lo descubro mirándola por el espejuelo del automóvil y él se pone desconcertado y ríe con una risa muy estúpida. Los hombres, dice el tío Albino, deben mirar a las hembras, es cosa de machos y es normal. Y yo no me arrepiento de mirar, para lo que hay que ver últimamente en mi barrio y en la escuela. Siento que me mira perturbado pero a mí no me hace un respingo. Ahora se sienta atrás junto a mí y después de lavarse con agua de un bidón, las manos, me pasa pedazos de emparedados de jamón serrano y tortillas que me como en un santiamén, llena la barriga me entrego a mi juego favorito, jugar con “dado mágico”, y comienzo a pensar en los monstruos que vamos a cazar con Lucio y ella. ¡Tiene un nombre tan feo...Alana! ¿A quién se le ocurre llamarse Alana? Pero así le dice mi padrino con voz de...galán de cine. Ella trata de no demostrar nada pero yo le noto que pierde el seso por él. Pero él tiene su mujer y sus cuatro hijos en Pueblo de los Álamos, y según entiendo son una familia "modelo" dice mamá cuando se pelea con papá. Él ni la mira...o eso creo. El traqueteo del coche entre los hoyos del camino me ha dado ganas de echarme una siesta de esas que suelo tomar en casa de mis abuelos en Río de las Águilas, debajo de los cerezos y durazneros atrapando abejorros y cigarras, para el insectario de biología. Un sueño blando y profundo me hace despegarme de la realidad. Sueño sin pudor con los tiempos de juegos en la vega de Antonio, en el solar de los abuelos, los padres de mi madre. Allí juntábamos lombrices y moscas y nos íbamos a pescar al arroyo de Los Toritos, bandadas de cotorras y teros nos alertaban de cualquier peligro. También soñé con ellos, mis primos del campo, con quienes componíamos un corrillo de ruidosos y alegres muchachos, con los que viví momentos de ensueño. Me despierta un terrible golpe que hizo que atronara la carrocería del coche. Me enderecé y vi, que habíamos quedado semi volcados sobre la parte derecha del mismo. Un terrible pozo rompió el eje y Lucio se agarraba la cabeza...Miré hacia todos lados y no se veía ni un solo ser vivo. Habíamos aventajado a varios camiones en el medio día, pero yo que dormía, no sabía si en el tiempo de mi sueño habíamos cruzado a alguien más.  Escuché varias palabrotas no reproducibles, en boca del padrino. Luego un silencio pesado me urgió a descender y tratar de hacer algo. Era casi el crepúsculo y un paño de añil serpenteaba por los matorrales. Un choique cruzó corriendo y detrás una bandada de polluelos, los charitos, lo siguieron. Ya estábamos en la desértica Patagonia, donde no vive casi nadie y sólo de vez en cuando aparecen camiones del ejército y algún que otro transporte con fardos de lana. La desolación de Alana me perturbó, lloraba y su cuerpo se sacudía rítmicamente. Mi padrino vino a ayudarla a salir de esa incómoda ubicación, para ello se tuvo que tomar del cuello de él y así saltar hasta el camino. Yo sentí una curiosa sorpresa ver como se demoraba en brazos del `patrón´, pensé en la pobre mujer que se había quedado cuidando los niños. Luego, me ofrecí para ir en busca de ayuda...pero no me permitieron diciendo que aún era chico y el padrino partió caminando por esa abrumadora ruta Nº 40, hacia lo desconocido. Sólo llevaba una cantimplora con agua y yo me imaginé muriendo de sed en ese desierto terroso y dañino. Ella, ya no lloraba y se sentó junto a un quetrihué algo carcomido por ratones y viento, que solitario llenaba de serena seguridad entre las dunas ariscas a quien pedía un refugio. Cuando alzó la mirada me sonrió y me hizo una caricia negociadora. Yo bajé la guardia, tengo que reconocer mi miedo a lo desconocido, me acerqué y juntos comenzamos a comer la comida algo agria que nos esperaba entre los bártulos, como le decía papá, que traía Lucio y de las valijas con la mercadería que como segundo motivo lo movían. El verdadero trabajo que lo aventuraba por esa inmensidad desolada, era instalar en un pueblito del sur la oficina de correos, ya que él era quien daba el visto bueno al lugar y a los hombres o mujeres que se harían cargo de la estafeta postal de nueva creación. El ferrocarril se encargaba de mover la correspondencia una vez que estaba todo listo y él aprovechaba a llevar muestrarios de joyas, telas, ropa y un sin fin de chucherías con lo que agregaba buen dinero a su sueldo.

Alana me observó y comenzó a acicalarse, su blusa fue desabrochada y pude ver su corpiño blanco con puntillas...pero lo que me produjo una rara sensación entre mis piernas, fue la redondez y blancura de sus senos. Apenas pude mirar porque ella se cubrió rápidamente. Yo advertí que mi sexo estaba diferente; era la primera vez que la veía de ese modo. Mi rostro era una brasa ardiendo y creo que ella lo advirtió por eso se irguió y caminó por la orilla de los matorrales de colapiche y coirones, como buscando poner distancia y decoro. No supe que decir y me dediqué a limpiar el automóvil, levantando un polvaredal que la hizo estornudar hasta que me suplicó que dejara de hacerlo. Así vimos a la distancia un camión con sus luces exangües que se aproximaba por el camino. La bocina algo sorda y resfriada, nos advirtió que llegaba ayuda y en efecto con el vehículo trajeron un cable y nos arrastraron con seguridad entre los baches hacia un lugar desconocido.

            La casona estaba construida en un campo donde criaban ganado lanar y caballos de tiro. El hombre era un rústico labrador y su mujer una tímida campesina de origen extranjero, por su modo parco de monologar descifré inglesa o algo así, y apenas hablaban español. Muy arrebolada y alerta, la mujer de edad imprecisa, arregló una habitación para que pasáramos la noche. Yo me sentía feliz dormiría en una cama de verdad después de varios días. Lucas me tomó del hombro y me arrastró hacia la zona donde había quedado el auto, con particular fuerza. Allí me explicó que debía ser prudente y que no podía decir que Alana no era su mujer, que yo pasaba como hijo y que debía dormir en otro lado. Mi silencio sería muy bien retribuido y así nos ayudarían...creyendo que éramos una familia en problemas. Una gran furia me penetró por todo el cuerpo, transido de sorpresa y exaltación comenzó una sensación de malvada desesperación. Pero me quedé en un mutismo porfiado, y me acerqué a la mesa tendida para comer sin mirar siquiera a esa granuja que había encendido una extraña pasión en mi cuerpo adolescente. Con el pasar del tiempo comprendí que los celos me habían despertado instintos malsanos, pero propios de mi edad. Comimos y yo en silencio imaginé un millón de formas de venganza, mientras ellos dialogaban apenas. El cansancio y las ganas de estar juntos hacían que apuraran el alimento y la bebida. Cuando todo terminó me encaminaron a un rincón donde habían improvisado un catre y allí debí dormir esa ingrata noche. Me venció el sueño y entre el sopor pude escuchar las suave risa de Alana que no dudé, estaba en brazos de mi joven desenfrenado y sobón padrino. Esa noche crecí y comencé mi adultez. Esa noche supe lo que significaba la infidelidad y el dolor de lo inconfesable. ¡Casi me sentí incestuoso!

            Por la mañana muy temprano me despertaron las voces y el ruido de martillos y herramientas que reparaban el  eje y al mediar la mañana ya reparado el coche partimos. Ella apareció con un vestido de algodón floreado, su juventud realzada por un pañuelo en el cabello suelto hasta la cintura y sus mejillas sonrosadas y frescas con un toque de bienestar y dicha en el brillo de los ojos color miel. Mi impresión fue total, ya que parecía una chiquilina de casi mi edad. Un dolor me arredró y sentí ganas de salir a matar a mi padrino. Lo odié y subí al automóvil asumiendo que haría algo para desquitarme.

            Lucio me miraba por el rabillo del ojo y tarareaba una canción que me parecía fúnebre y para ofenderlo le endosé un enrevesado discurso sobre lo hórrido de su canto. Se reía y yo más enojado quise pegarle y esquivando mi puño me comenzó a decir que entre Alana y él sólo había mucha confianza y respeto... así que cuando llegáramos a Petriel, yo dormiría con él y ella en otra habitación sola y que nada había sucedido en aquella casa y que tenía horror a mi mala impresión. Nada me conformaba ya que yo había descubierto el sinsabor del deseo carnal mirando los senos dorados y mórbidos de la ahora frágil compañera de aventura. Pensé en la tortura que pudo haber significado para ella la engañosa muestra de un amor mentiroso e insensato, impuesto por su patrón por la fuerza. Ella seguro que había sido forzada y embaucada por Lucio, obligada por la necesidad de mantener un trabajo... Al atardecer cuando ya llegábamos a Petriel, ella juntó fuerza y me habló de su amor incondicional por mi padrino y sentí que seguramente no regresaría nunca a mi hogar. Antes moriría de amor.

            Petriel era un pueblito de pocas casas y gente sencilla. Su arquitectura me hacía acordar a Río de las Avispas. Casas chatas de una sola planta y con enormes patios sin árboles ya que el viento impedía su desarrollo. Algunas lengas torcidas, maitenes y teniús, asomaban entre los cercos de adobe de unas pocas viviendas. En la plaza estaba levantado un pequeño templete para una estatua que no llegó nunca de la capital y los muchachos del lugar se subían remedando a figuras imaginarias sobre su estructura de cemento y concreto. Eran muy divertidos y pronto me dediqué a acercarme a ese grupito de holgazanes para enfrascarme en charlas de "citadino" versus "pueblerinos", pero ellos eran chicos despiertos y sin vericuetos en su simplicidad que me dejaron sin argumentos para agrandarme frente al  grupo. Así también aprendí a ser más noble y consolidé amistades que aún guardo.

            Mi padrino buscó un sitio para instalar el correo y encontró una viuda seria y responsable como oficinista, le ayudaría un muchachito de casi veinte años y la inauguración se hizo con la presencia de todo el pueblo, incluyendo al cura párroco, la maestra y el policía...que hacía como doce años que no ponía preso a nadie. Así llegó el momento de regresar. Junto a nuestros "bagayos", amontonamos regalos que nos habían hecho. ¡Eran muy generosos!

            Regresamos y volví a sentir un fuego abrasador en mis muslos, sexo y corazón cada vez que Alana iba al baño entre los amancays o los topa-topa, y yo desvergonzadamente espiaba sus muslos rosados y pródigos de juventud. No quería que llegáramos nunca. Aceptaba sus chanzas, me hacía el pícaro y me daba de comer en la boca y le mordía los dedos suavemente... ¡Ella se reía sin comprender! Le tocaba tiernamente las piernas cuando se dormía y gozaba pensando que con el tiempo sería mía. Al fin terminó el viaje y yo regresé a mi casa donde conté algunas de nuestras aventuras, sólo yo sabía cuánto dolor me causaba conocer la verdadera conducta extraviada de mi padrino. Supe que Alana se había marchado a su pueblo en el litoral. Le pedí a Lucio su dirección y me la dio diciendo que no fuera chismoso...él nunca sabría el desesperado apasionamiento que en mí despertaba; la amaba. Escribí ciento de cartas. Nunca me contestó. Cuando ingresé a la facultad, recibí una tarjeta de ella. Estaba en la capital enferma y quería verme. Su mal era incurable.

            La encontré casi inconciente en una clínica de muy poca categoría de los suburbios. Se abrazó llorando y me pidió que trajera a su "amor". Con una furia inexpresada lo busqué y lo arrastré a su lecho. Él, indiferente, la trató sin mayores ternuras. Desmayada en su final me pidió que no la dejara sola y esperé su desenlace, con iracundo desconsuelo. Aún amaba a esa mujer que apenas me superaba en edad y que había desentrañado mis más intensos ardores juveniles. En el sombrío recinto donde espiró, pude cumplir el mayor de los anhelos...besar su boca deseada. Partí sollozando y supe que había vivido un amor extraordinario.

            Hoy que lucho con mis votos sacerdotales. De las manos del mismo Cardenal Primado tomé los Óleos Santos y profesé mi verdadera pasión por la vida. Ella, Alana, quedará en mi profundidad como la llave de amor con mis pequeñitos hermanos en el  pecado, los mismos que arden dentro de este cuerpo mío. Sólo conociendo el amor y viviendo una pasión arrasadora, como la que me consume el alma, puedo ser un hombre de Dios... íntegro.   

 

 

UN ROMANCE DE PELÍCULA

 

                        El pueblo es como cualquier pueblo de provincia. Acicalado, cansino y avejentado. Casas descascaradas con zaguanes llenos de macetas con plantas antiguas. Cortinas hechas a mano por alguna soltera en espera de mejor tiempo o por ancianas chismosas que salen a la calle sólo para espiar a los jóvenes. Y de eso tengo que hablar.

                        La tertulia es en la plaza, las chicas a la derecha, con las agujas del reloj, los muchachos al revés. Miradas van miradas viene y siempre alguno que dice algún piropo chistoso y la carcajada de los que van y viene. A las ocho en punto suena la campana a misa. Y las chicas cruzan de prisa y los varones en espera. La mantilla aparece por arte de magia y parecen ángeles de porcelana.

                        Renata ha mirado a un joven con curiosidad, él, ha reparado en esa muchacha tímida que sólo levantó los ojos una sola vez en toda la tarde. Tomás, es canchero, viene trasladado su padre de la ciudad para mejorar el servicio de trenes a la capital. ¡Es el “nuevo”! los otros celosos lo tratan con indiferencia.

                        Nunca imaginó sentirse bien en un pueblo tan pequeño, pero la gente es gentil y los muchachos simpáticos. ¡Menos un tal Osvaldo que tiene una mirada desagradable y diríase que furibunda! Siempre callado, separado del grupo de los chistosos, de los que ayudan a sus padres en los pequeños talleres familiares o en el ferrocarril.

                        Usa una gorra tejida que se encasqueta hasta los ojos y una sonrisa despectiva. Parece ese actor de cine que se la da de “dandi”, pero sus modales son horribles y es mal hablado. Cuando salen las chicas de la iglesia o de la escuela, comienza a decir guasadas y las molesta. En especial a Renata. Eso molesta mucho. Tomás comienza a perseguirlo para hablarle, pero lo evita siempre. Desaparece en un callejón cuyo mal olor tira hacia atrás la nariz más preparada a lo nauseabundo.

                        Una siesta de verano se van todos los chicos al río. Nadan, juegan y se ríen. Al regreso las madres están todas alteradas. Han encontrado a Renata golpeada, violada y muerta. La han dejado junto a un vagón del ferrocarril que está fuera de servicio. Los llantos se juntan y corean amigas y madres, compañeros compungidos y padres anonadados. ¿Quién atacó a la niña? Entre averiguaciones y culpas y comienzan las especulaciones… ¿Osvaldo? ¿Un forastero o un obrero de paso?

                        La policía busca e interroga a todos. Nadie vio ni escuchó nada.

                        A la madrugada con mucho sigilo Osvaldo se aferra al tren carbonero y se va del pueblo. ¡Nadie le creerá que él no hizo nada! Un extraño personaje del pueblo lava su chaqueta con sangre y esconde la ropa que puede incriminarlo. Él, dirá que lo vio merodeando al “pibe ese, el de la gorra tejida”. Y todo el pueblo le creerá. 

LUJURIA

  

            La miraba desde la ventana. Era una criolla de pechos hermosos, con cabello negro que caía sobre las caderas generosas y piernas torneadas. No podía dejar de espiarla.

Ella tenía un marido que llegaba de tarde y él, veía como se amaban sobre cualquier lugar de donde podía verlos. Su pubis le atraía como las mariposas a la luz. Se babeaba.

            Dejó de ir a la fábrica hasta que se quedó sin un peso. Los cigarrillos ya no saciaban su “Hambre” de hembra y comida. Tuvo que salir a buscar un laburo.

            Encontró un garaje donde lavar autos ajenos y lustrar vidrios. Con el dinero que le daban se iba derecho a los cafetines donde había “minas” y dale que dale…entre brazos apretaba los senos o los muslos de unas pobres muchachas que no hablaban ni una sola palabra en el idioma de acá. Entonces descubrió que eran polacas que habían traído engañadas. La calle de los lupanares estaban atestados de portuarios de todo el mundo  a los que atrapaba la lujuria. Todos querían sexo. Ella, como muñecas de cera ni se movía en los brazos de hombres rudos y olorosos. La madama, les obligaba a bañarse antes de entrar a los tristes camastros donde chirriaban los flejes de un lecho viejo y  maloliente.

            La calle se llamaba Pichincha y la cola llegaba a una cuadra. Hombres solos y desenfrenados que pretendían “amor” sin mucho esfuerzo ni euforia. Obscenos se arrastraban sobre los catres como anguilas de fuego. Y ellas, pobres hambrientas, ya no tenían lágrimas.

          Cuando volvía a su altillo seguía espiando a la mujer de sus sueños. Ella se sorprendió viendo que él, la miraba detrás de una cortina sucia se rió a carcajadas. “Cachonda” le hizo una seña que invitaba a su lado.   No era diferente a las rubias del burdel. Cruzó la raya, se metió en la habitación y un cuchillo le atravesó el corazón. El marido lo había estado esperando.

            Cayó desde la terraza y nadie supo qué pasó, pero a ella nadie la volvería a espiar con lujuria un desconocido desde una ventana mugrienta de un altillo.