viernes, 27 de septiembre de 2024

ZENÓN SOSA, EL VIEJO


            El sol penetraba el sudor grasiento del cuello del hombre. Febril, con las manos ensangrentadas, escarbaba entre las piedras y cascotes de roca que habían explotado sobre su compañero. Recordaba aquél día en la taberna, cuando el Belisario Yuspe, habló del oro. Les contó la leyenda que había escuchado de boca de sus antepasados. Una historia que se transmitía de generación en generación.

Allí, en esa montaña sagrada para los huarpes, había vetas de oro que los extranjeros, en tiempos de antes no pudieron encontrar jamás. Esos rubios ladrones que habían llegado de quién sabe dónde a quitarles la riqueza. Esos hombres rústicos se enamoraron de la historia. Zenón Sosa cuatreriaba, por causa del cierre de la Mina de Cobre El Retortuño.  Los gringos la compraron para dejarlos sin trabajo y sin mina.

Ahora arriaba caballos de los campos y él, perdió todo. Tal vez, ése era su destino; arrancarle a la roca la sangre mineral que escondía y salir de la pobreza. ¡Maldita pobreza del hombre de la tierra! Lo buscó al Lisandro Quiróz, compadre, y lo invitó. ¡Vamos a intentarlo!

            Mucho costó juntar una pequeña recua de mulas, que apenas cargaron. El Lisandro, trajo candiles y cartuchos de dinamita que robó en el polvorín de Uspallata en una noche oscura. Se había arrastrado bajo las alambradas, distrayendo a los guardianes con su perro que era un maula. Inteligente el animal, se hizo el herido jugando con los sentimientos de los guardias. Los cartuchos eran seis, pero causó alarma en el pueblo cuando el griterío hizo que una patrulla arremetiera fiera en cada rancho, buscando el explosivo. La redada no dio con ellos que ya habían salido rumbo a la cordillera. Tenían que jugarse antes que llegara la nieve. Si los agarraba el temporal, iban a volver como el famoso “descabezado”. El Futre, ese misterioso hombre, del que todos hablaban y algunos, entre grapa y grapa, decían haberlo visto cuando cruzaban para Chile. -¡Es mentira...! – pensó el Zenón, -¡Son embuste de hembra para justificarse con su hombre cuando se preñan de otro!- y escupiendo la tierra, hizo una cruz de barro para confirmar su dicho.- ¡El Futre no existió nunca, Lisandro, ¿usté se piensa que un señorito de ciudá, va dirse al campo ansí como ansí nomás, sin priendas güenas? Busque el mejor poncho que encuentre para pasar el frío, la cordillera es una puta.¡ Mujer arisca! Y el oro puede que se nos niegue si está tan dentro.”

            Salieron apenitas clareaba el día. Huían de los milicos. ¡No fuera que los sorprendieran con la dinamita! En la cuesta empinada cada metro era más difícil. Los cardones espinudos, indicaban la altura. El Lisandro se recordó que había una maldición que contaban los huarpes. El miedo no lo hizo recular, era bien macho. Zenón sudaba a pesar del frío.

Las manos arrancaban las piedras tratado de sacar al compadre. No había tiempo que perder. 

No miró el brillo del oro, luchó. Una lluvia de escombros lo tapó. El “Descabezado” tranquilo se alejó de la mina. Había hecho lo suyo, cumplía con el mandato de los Huarpes, “El oro huarpe no iba a ser de nadie, la Pacha Mama era la única dueña

 

 

Vocabulario:

Huarpes: tribu de nativos de la región de Cuyo, en la actual Argentina. Sus costumbres     tranquilas y de laboreo de la tierra los hizo ser dominados por los Incas y luego se mezclaron con los españoles en la conquista. Quedan aun familias descendientes de Huarpes en la zona de Lavalle y Malargüe.

Cuatreriando: cuatreros: ladrón de ganado.

Uspallata: pueblo de frontera entre Argentina y Chile.

Futre: leyenda que cuenta que en una apuesta un hijo de hombre principal, prometió cruzar a Chile a caballo y sólo vestido con frac, galera y capa. La leyenda dice que se congeló y el caballo regresó a la ciudad con el muchacho erguido pero que en el galope había perdido la cabeza. La gente de campo dice que se aparece entre las montañas antes de los temporales de nieve para prevenir a los que osan viajar sin cuidado.

¿Usté se piensa que un señorito de la ciudá, va dirse al campo ansí como ansí nomás sin priendas güenas?: sociolecto propio de hombres rústicos del campo argentino.

Naides: idem a lo anterior: nadie

Maula: malo, falso, pícaro.

Pacha Mama: diosa de la tierra en las comunidades nativas.

UN ÓLEO ANTIGUO

 


Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

        

UN AMOR PERDIDO

 

¿Dónde quedó mi árbol de hojas perfumadas?

Un arpa de nácar arrancando el eco de bosque mañanero

se perdió en mi montaña.

esa que hoy es jaula de barrotes de acero. Barrotes de besos.

En su vientre de piedra se cobijan mis sueños,

se desgranan latidos.

Mi lago de guijarros son el áspero soporte

de la piel de mis entrañas tan heridas.

Sonríen pasajeros los labios de madera

Aprietan mis senos. Alguien, sólo alguien.

Mis manos sangrantes se mueven lentamente buscando

una caricia. Pero

llega un frío de abandono con su largo capote helado y

el fuego huye con sus ojos milenarios

hasta la cumbre errante de la vieja montaña.

Está amaneciendo, hoy...

No tengo huída.

 

EN LA VIEJA CASONA DE SAN COSTANZO

 

            Había una marcada oposición entre Yolanda y el padre. Ambos sentían aversión por la sociedad, pero mientras el hombre amaba el dinero, la fama y el poder; Yolanda sólo quería ingresar a un convento como Carmelita Descalza. Escapar a su realidad. Del horror.

            Las discusiones cotidianas penetraban como púas en cada acto que acontecía. Un bocado era ácido, un bocado era veneno. Cada gota de líquido que se bebía en la comida cotidiana era un trago amargo. Lágrimas se mezclaban con el vino y con la leche.

            Yolanda, obligada a tomar por esposo a un pomposo joven de la casa lejana, sólo lograba agregar una fortuna al apellido de su padre. Apellido pálido de honor y credibilidad familiar. Ella, sollozaba en los rincones del helado caserón. Llegado el tiempo de la boda, su nodriza rebuscando en los arcones, que aportó la madre de la joven mujer, encontró tres cosas singulares: el traje de bodas, un cuaderno de notas y una caja azul con cerradura hecha por orfebre y sin la llave maestra para abrirlo. Todo oculto en los desvanes del alto, bajo la mansarda del ala norte. Los tules, encajes y sedas de un amarillento cobrizo, parecían hacerse eco del desprecio a los sentimientos que representaban a los ojos de los hombres. Allí sólo importaban las propiedades aportadas a la joven novia., que pasarían a poder del padre.  La pequeña figura de Yolanda enfundada en ese vestido era un sueño inédito en la memoria del padre. Un respingo malicioso en su mirada fue la respuesta a la apariencia fantasmal de su hija.

            La ceremonia fue modesta, junto a los criados, que ya ancianos llorisqueaban viendo a “su” niña así, fueron los inapreciables testigos de la infamia, como siempre. Los familiares del novio, eran una extraña manifestación de mal gusto y torpeza social. ¡Nuevos ricos! Gente que había logrado fortunas con las plantaciones de café, algodón y tabaco en América. Esclavistas, que arrastraban a pobres africanos de sus costas a trabajar como animales en las tierras extrañas. Nada más lejano que los sueños de Yolanda. Cuando vio al muchacho que sería su marido, le tranquilizó la mirada limpia en unos ojos negros sin escondrijos. Él, aportaba dinero, ella un apellido conocido para los bancos de Londres y América del Norte, donde enormes cultivos llenaban de oro las arcas de los avaros.

            Hicieron un trato amable. Su vida transcurriría como si fueran hermanos hasta conocerse. Todo oculto a sus progenitores. Compraron una propiedad cercana a la casa paterna de Yolanda. Estanislao, cumplía ampliamente con la palabra de dejarla hacer tareas caseras y llevar alivio a los desposeídos de la zona, a pesar que era mal visto por los padres de ambos. Así se fueron haciendo amigos. Compartían largas pláticas y ensoñaciones frente a la chimenea o a los viejos robles en las noches cálidas de verano. Pasó un tiempo en que se descubrieron y se amaron como todos esperaban. Nació un pequeño que llamaron Godofredo y luego una niña que llamaron Célica. Transcurrió un tiempo y la muerte traspiró cerca de ambas familia entre los mayores que creyeron se habían cumplido todos sus anhelos. Era un tiempo de espera para la pareja.

            Así, ya dueños de sus deseos, viajaron hacia las plantaciones de América y descubrieron que la crueldad del hombre es mayor a lo imaginable. Hambre, golpes y enfermedad abrazaba a los trabajadores, muchos de los cuales habían muerto por el maltrato y los sacrificios físicos y mentales. Una guerra se avecinaba. Estanislao y Yolanda decidieron darle la “libertad” a su gente, pero no era fácil para aquellos la subsistencia y casi todos se quedaron. La hacienda crecía de otro modo. Habían cobrado muchos enemigos que no tardaron en crear verdaderos caos en las plantaciones. Quemaron la cosecha y mataron a los infelices.

            Una noche, frente a una descarga de proyectiles que atravesaban el plantío, Estanislao salió con su arma a defender a su gente y recibió una descarga de trabuco, muriendo en el acto. Huyeron los misteriosos homicidas. Yolanda lejos de amedrentarse, luego de enterrar a su querido amigo, continuó con la vida. Célica, ya adolescente ayudaba a su madre, que rápidamente envejeció por la pena. Una noche discutieron por la necesidad de Yolanda de dar amor a los desposeídos. Célica no comprendía a su madre. Las palabras hirientes dejaron débil a la mujer. –¡ Tú y tu manía de regalar el esfuerzo de mi padre… nadie en plena guerra te da nada, ya no queda alimento en las alacenas y el campo está arrasado. Eres injusta con nosotros, eres indiferente y egoísta. Tu sola esperas ser reconocida como si fueras un ángel, pero eres pérfida y malgastas nuestro futuro…!-  gritó Célica en la cena. Yolanda se llevó la mano al pecho y cayó desgarrada de dolor sobre el plato de comida. Su cabello gris, mimó el trozó de pastel que comía. Godofredo corrió y transportó a la madre al lecho. Allí suplicó a su ayudante le trajera la caja azul. De entre su corpiño extrajo una pequeña llave. Se la entregó a los hijos.

            Célica y su hermano buscaron auxilio en un médico, que llegó presuroso, pero tarde. Pasaron las ceremonias y los días. Luego, en un descanso abrieron la famosa caja azul. Allí junto al cuaderno donde explicaba el horror de la vida que había vivido su abuela, estaba la verdadera historia de Yolanda. Juntos lloraron. Abrazados los hermanos comprendieron… y se prometieron vivir de acuerdo a ese sueño de sus padres.

-          ¡ Godofredo,  después de haber abierto la caja azul, pude perdonarlo todo!.”- nadie que soportara tanta humillación y horror en su vida pudo ser tan buena. – ¡Mira acá está el extraño aparato con que el abuelo torturaba a la abuela y a mamá!- muestra Godofredo. Un momento de doloroso silencio se produce entre ambos. El horror se marca en sus rostros. Afuera se agitan las flores de magnolia que tanto amaban sus padres, impregnando de perfume el salón.

LA CHUCHI

 


            No sé por donde empezar, si por el final o el principio. Por ahora veo que empecé siendo yo sola en la plaza, con la foto y el cartel. Me acompañaron mis abuelos. Al día de hoy ocho meses después hay como quinientas personas. Cada 17 de mes- número de la mala suerte- vengo con lluvia, sol, caminando con la foto de la Chuchi y pidiendo Justicia.

            Siempre vienen las maestras que nos ayudaron en la escuela primaria. La Chuchi, se caminaba veinte cuadras hasta la casa de la señorita Isolda para que le prestara libros. Leía muchísimo. Era una extraterrestre en la Villa.

            La foto que traigo es de cuando ganó la bandera en sexto. Está linda. Era tan hermosa que siempre la elegían reina de la primavera. La Chuchi, era alta, me sacaba una cabeza y más, delgada, flaca por falta de comida. Su mamá vivía en cama con un vaso de vino o directamente tomaba de la botella. ¿El padre, vaya una a saber quién era y dónde estaba? Tenía un pelo largo hasta más abajo de la cintura y ojos grises como nubes de tormenta, la Chuchi. Tormenta fue su corta vida.

            Una mañana, mi amiga, me pidió si podía bañarse en mi casa. Yo viví siempre con mis abuelos, porque mi mamá me tuvo y se fue. Nunca más supimos de ella. A mi papá tampoco lo conocí. El abuelo Felipe, trabaja con la chatita haciendo transporte en la feria. La abuela Rita, cose para una fábrica clandestina de Avellaneda. Le pagan por quincena y nunca me faltó nada. A la Chuchi sí, le faltaba todo por eso mi abuela la invitaba a comer de vez en cuando o le regalaba un sánguche de bife, con huevo duro y queso. Yo le daba mi leche en la escuela y la torta que nos daba el gobierno. Yo soy más rellenita que ella y los chicos me hacían burla.

            Sigo con la historia, señorita, me fui por las ramas. Comenzó a venir siempre y me ayudaba con las tareas. Cumplimos los doce y ella parecía una mujercita, bella y hablaba como una grande, porque vivía leyendo. Se comía los libros que le daban la seños de la escuela. Yo seguí la escuela secundaria, ella no pudo y salió a buscar trabajo.

            Encontró de ayudante en una panchería de Constitución y eso fue su perdición. Allí conoció al Tuerto. Él, le presentó a un muchacho muy lindo y que parecía un príncipe de película. Jonathan no sé cuanto. La llevaba y la traía a la Villa en un auto de esos que salen en las propagandas. Se vestía como grande. Se maquillaba mucho y parecía una modelo.

            Un día vino a pedirme si se podía quedar en mi casa. Tenía un labio partido y un moretón en las mejillas. Nos dijo que se había caído en la calle. Mi abuelo no le creyó. Es viejo y sabe. Así una noche de tormenta sentimos un ruido en la puerta. Se asomó el abuelo. Estaba tirada en la calle y sangraba. La abuela Rita la envolvió en toallones y nos fuimos al hospital. Quedó internada y la médica habló con la abuela. “Una gran paliza, embarazo perdido, aborto, posible muerte”. Yo no paraba de llorar. Se quedó mi abuela y fui a buscar a la madre. Estaba borracha y me tiró con la botella. Le dije de todo; se paró como pudo y salió tambaleándose a la calle. Se cayó y quedó tirada la muy puerca y el hombre con el que vive la arrastró hasta la vereda y se detuvo allí. La lluvia no la despertaba. ¡Era patética!

            Vino a buscarla el “Príncipe”, tenía que trabajar en el burdel. Era la fundamental bailarina en el caño y no podía perder la clientela. Se la llevó de prepo y la madre, vieja desgraciada, la dejó ir sin decir ni mu. Después supe que era el “príncipe” el que le daba plata a la gran hija de puta. No la vi por un largo tiempo. Yo terminé el bachiller con 17 años y rendía para asistente social cuando apareció en casa. Estaba destruida. Parecía una mujer de cuarenta años. Tenía un bebé. Una nena hermosa parecida a ella. Carina. Me dijo que si le pasaba algo me la quedara. Yo no la entendí. ¿Qué le podía pasar?

            Una mañana cuando salía para la facultad, se me acercó una mujer policía. Me preguntó si yo era Elisa Medina. Le dije sí. Venga su amiga Elizabeth Soria está muy grave y la llama. ¡La Chuchi se llamaba Elizabeth Soria! Yo ni me acordaba.

            Llegué al hospital en el coche de la policía. Estaba en terapia. El “Príncipe” la había rociado con nafta y prendido fuego. Era un monstruo. Se moría. La doctora me pidió que acercara el oído a los labios de la Chuchi. El olor me asqueó, la carne quemada es asquerosa, pero lo hice.”Te dejo mi hija, cuidámela como si fuera tuya” y sentí un ronquido que salía de la garganta de la Chuchi. Me sacaron de la sala y me dieron a la Carina que ya tenía un año y medio.

            La mujer que me la entregó me dio unos papeles con sellos del juzgado en que me hacían responsable de la bebé. Yo lloraba a moco tendido. Había muerto quemada por el precioso Jonathan. Gracias a Dios fue preso. Después en el velorio supe que había zafado de la cárcel, porque es hijo una diputada nacional y tiene un montón de amigos en la casa de gobierno.  

¡Por eso vengo todos los 17 de mes con la foto y el cartel pidiendo Justicia! ¡No puede ser que ese maldito siga en la calle después de lo que le hizo a la Chuchi. La próxima, será otra y otra, total nadie lo puede encerrar. ¡Ah, cada vez viene más gente y más fotos de otras mujeres quemadas o asesinadas por sus parejas y hay más carteles!

Sabe señorita periodista ¿la Chuchi murió con 18 años y nadie reclamó su cuerpo? La enterramos con la ayuda de mis abuelos, las maestras de la escuela y algunos vecinos. De la madre no supimos nunca nada, dicen que desapareció de la Villa. Pero hay tanto muerto tirado por ahí, en las alcantarillas. ¿Quién puede preocuparse por una borracha empedernida? Gracias por venir.

            JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA!!!!!!

UN AMOR SIN RESPUESTA

 

Ojos que miran hacia adentro y ojos que miran hacia fuera.

                                        

            Un fuerte portazo hace vibrar los cristales de la oficina de María Julia. Otra vez ha discutido con Jorge. Siempre entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”. Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no saber alemán. María Julia no obtiene el cargo de jefa del hospital por ser mujer.

 Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras los interminables trabajos de papeles, en la dirección del nosocomio.

            Todo el personal observa esa pelea constante en silencio. María Julia siempre atenta a la moda. Hermosa. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando usa la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda o un signo de dolor, frente a las tragedias. María Julia es solitaria, siempre lista para remplazar al colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas o en los días en que todo el personal quiere irse a casa para festejar algún acontecimiento, allí la sonrisa amable de ella para relevarlo. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo TB. de la sala de terapia a esa María Julia que nunca olvida un cumpleaños, un aniversario o el día del secretario o del enfermero. Ella es tan detallista que saca de quicio.

 Salió con un portazo porque él no le quiso aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y hay que clausurarla. Exponerlo frente a los medios y ¿su reputación? ¡Nunca jamás haría eso!

            Doctor, el teléfono celular de María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta sin aviso. ¿Qué hacemos?

          Bueno ya mando una persona a su departamento.

         Gracias, sí, luego le aviso. Un sorprendido comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.

 

            El joven chofer está parado frente a la puerta del departamento. Golpea persistente pero no hay respuesta. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar. “Siento la ducha desde anoche”, y el portero trata de abrir. Una llave está puesta en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño, María Julia aterida, con los ojos vidriosos y casi exánime, apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae la lluvia sobre el cristal frente al chofer y sus lágrimas, compiten con las gotas enérgicas que golpean el parabrisas. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha bajado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.

            Tumor encefálico muy avanzado con dolores que han hecho crisis. “Hace por lo menos un año ella trajo una ecografía y una tomografías, diciendo que eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor de 15.000 glóbulos blancos”. Murmuró un médico sorprendido por su ingenuidad, ya que no sospechó que podía ser de María Julia.

Está muriendo. Jorge, abraza el cuerpo. No había advertido que es ahora casi la mitad de la figura de la muchacha. Besa desesperado los labios apenas tibios que se le escapan. Le ruega que siga viva porque no podrá amar nunca a nadie. Ella, sólo ella, puede salvarlo de su egoísmo y soledad.

            Nadie sospecha la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y de Estados Unidos. Llegan, algunos. Otros envían todo tipo de sugerencias.

            La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con sus ojos. En ese mundo algodonoso que la aleja de él, murmura “nunca me diste una señal” Apenas tuve el primer síntoma hubiera buscado ayuda. El amor que hoy, delirante me proporcionas, no llegó a tiempo.

           

EL CARROMATO

            

            El pueblo es pequeño. Los pocos habitantes que merodean son los viejos y niños. Ellos son como juguetes de madera, hacen movimientos sin pensar. Parecen títeres de un enorme teatrillo de feria.

            Pero hoy día llegó por la calle principal un carromato pintado de mil colores. Un altavoz pregona la suerte de recibir nuestro pueblo un circo. Mágico por supuesto. Por la ventana del costado aparece la cabeza de una muñeca maquillada como las de cartón, que pintan en las propagandas de chocolate. Es una niña. ¿Es una joven o una mujer madura que parece una nena? Mueve las manos y ríe. Su sonrisa es estúpida porque está sola y un gigantón maneja el carro como si las pobres bestias, mulas viejas y hambrientas, fueran caballos de alzada y belleza sin par, la carota obliga a llamar a los pocos transeúntes del poblado.

Tras el carromato, un sin fin de niños ociosos corren contorsionando sus cuerpos y deformando sus movimientos al compás de la música que aturde. Los ancianos miran sorprendidos y asustados. Don Renato sale del bar, lugar que abandona en contadas circunstancias, porque es viudo y solo; y allí están todos los amigos. Emerge como si de pronto surgiera de la tierra un edificio. Sus ojos que generalmente están semicerrados por la soledad, parecen ahora, dos tizones de fuego. Se me acerca y me grita.- ¡Milton corre a llamar a tu tío Alfredo! ¡Está en el molino! Dile que es urgente que venga.- Se seca la frente.

            Y yo corro. Transpirando veo que mi tío, se seca las manos húmedas en el faldón del delantal de lino. Mira hacia la calle principal con ojos desmesurados, abiertos como la piedra del molino. No me responde. Sabe, al verme llegar, que tiene que ir al pueblo. Yo regreso tranquilo, corto una vara de sauce y voy marcando en el polvo un reguero de tristeza y melancolía. Necesito pensar. ¿Qué pasa? ¿Acaso el carromato trae alguna novedad verdadera?

            En un baldío se detiene el carretón. Desengancha las mulas y les pone un balde con agua fresca de la acequia y un saco con pasto. La mujer baja y trae consigo un banco  y una hamaca donde apoya su cuerpo cansado y mal vestido. Sólo el rostro y la pechera es verdadera, lo demás son hilachas vetustas y feas. La boca pintada con carmín trasunta amargura y pena.

            El hombre, que es enorme en tamaño, acarrea un poste y lo planta con mucha dificultad en medio del baldío. Luego, va colocando unos ganchos, bien profundo en la tierra. La mujer trae del escaso habitáculo un poco de pan negro y queso, y comen sentados, sudando por el calor húmedo del medio día. Él tiene los zapatos rotos. Ella descalza, con unos pies menudos como pájaros heridos.

Apenas hablan. La música cubre el silencio de los dos. Luego de un breve descanso, saca el cajón con dos perros que saltan desesperados por la libertad obtenida. Mudos los niños observan a la pareja. Ya no corren ni gesticulan.

Llegan lentamente Don Renato y el tío Alfredo. Ambos quedan parados y los miran. Un trueno de las gargantas sale al unísono. ¡Giancarlo! ¡Luciana! Se quedan suspendidos en un tiempo infinito de indiscutible reyerta. ¿Dónde han estado? ¿Por qué no han escrito o han mandado un mensaje?

La mirada triste de la mujer penetra en mi cuerpo frágil y se acerca. Me toca el pelo, que llevo desmadejado sobre los hombros flacos. Me quiere besar la frente, me espanto y doy un traspié. Me sostiene una mano fuerte, es el tal Giancarlo. –Hijo, ¡como has crecido!- me deja y corro la lado del tío que me ha criado.

-Son tu padre y tu madre, Milton, no tengas miedo.- vacilante me acerco y los miro. Ese par de payasos son mi estirpe de príncipes ambulantes. Un puñado de locos indeseables. Me avergüenzo de ellos. Salgo con mi vara marcando una raya en el polvo, me alejo alterado. Tengo catorce años y nunca supe que tenía padres. Y menos ese ramo de ortigas, espinas y sin perfume a cordura. Tan sólo fatales monigotes. Con forma de mujer y hombre. ¡Mis padres!

Los soñé hermosos y valientes. Ahora en mi alma una lágrima se transforma en acero y cae por mi pecho. Odio a ese par de desdichados. Me alejo hasta el molino y parapetado, apretando las rodillas sobre el pecho, espero escuchar cuando el carromato emprenda la huída hacia el pasado o el precipicio de la muerte.

Quiero soñar con una madre hermosa y un padre heroico y fuerte, pero llenos de garbo, encanto y alegría. Se oculta el poncho violeta del ocaso y quedo dormido sin oír cuando se aleja por el camino polvoriento ese vetusto carromato.

HOSPITAL DE GUERRA TRIBAL

 


            No apareció como había dicho esa tarde en invierno. La esperamos casi tres días, pensando que los trenes suelen detenerse por la canícula veraniega en medio de la sabana. Pero pasaron muchos días, semanas y no llegó. Llegaron las lluvias y ya supimos que no vendría. Álvaro estaba agobiado con el trabajo en el hospital. El viejo enfermero ya no tenía la energía de cuando llegamos. Estaba cansado y un dolor artrítico le afectaba las piernas y las manos. Igual era imprescindible su ayuda.

            Nelson aprendió el lenguaje de las tribus cercanas, era una mezcla de árabe con francés y dialectos tribales. Pero el calor y la malaria lo tenían trastornado. Había comenzado a beber esa mezcla de ron con el destilado de una planta de la zona que tenía efectos mortales. Todos los días venían de lejos hombres consumidos por ese horrible menjunje alcohólico. Una enfermera nigeriana, había llegado para auxiliar a Ki tutú, pero Darsy no aparecía y dejamos de pensar en el milagro de su arribo.

            La región estaba en perpetuas guerras fraticidas. Era una mistura entre religión, poder tribal, enfermedades y miseria. Pasó un corto tiempo y llegó un jeep de la Cruz Roja con medicinas, donaciones y correspondencia. Entre ellas venía la foto de Darsy emboscada por un grupo islámico y prisionera dentro de un pabellón del antiguo Hotel Embassy de Banjul. El gobierno no podía hacer nada por ella y sólo esperaban un recambio con algún terrorista. Para colmo las carreteras estaban destruidas por el uso, el bombardeo irreflexivo de los bandos y la indigencia. ¡Pensar que en un tiempo, claro en pleno colonialismo, de esas tierras partían materias primas inestimables! Hoy todo en ruinas. Nelson dejó de beber y se propuso ir a rescatarla. Estaba loco. Pero nada es imposible en ese mundo desquiciado. Todo se compraba y todo se vendía. ¡Hasta la gente como esclavos! Siglo XXI y sin embargo era de esquizofrenia.

            Una mañana nos despertamos y faltaba Nelson, Yusuf, Dendée, Utusu- Obókô y Vhindaue. El jeep tampoco. Una carpa grande y varios utensilios de cocina y algunas armas, que por antiguas y herrumbradas asustaban. Nada que pudiera servir contra los rifles modernos y armamento de los terroristas.

            Nuestra enfermera nigeriana, se ofreció como guía para seguirlos. Nunca, esa locura era meternos en un lío sin solución. ¡Que se las arreglaran! Además entre yorubas y hausa, los litigios no terminaban y ella era un peligro por ser “fulahs” y musulmana, pero era mujer y era “tabú” para los enfermos y los habitantes de la región. Para colmo se estaba terminando el agua de las lluvias y una disentería asomaba por la región. Nos necesitaban más que nunca bien.

            Las noches se alargaban por la desertización y los animales se agolpaban en los abrevaderos. Las mujeres pastoras y los niños también. Nosotros no podíamos salir de las carpas por el continuo vigilar de los hombres que armados con lanzas y quién sabe que más, nos miraban con desaprobación.

            En la tarde del sábado, mientras fumaba un cigarro de tabaco fabricado por Diuré, un chico de unos trece años, que había llegado a las carpas escapando de la guerra y muerte en su tribu, sentí el ruido de un helicóptero que asomó por sobre la escuálida vegetación. Era de la Cruz Roja y sin posarse, echó varios fardos y desapareció por donde vino. El sol daba un color rojiazulado a las carpas y las fogatas breves y escuálidas comenzaban a simentarse entre los pasillos del conglomerado. Álvaro corrió junto a algunos jóvenes a recoger los bultos. Cercamos en un círculo de curiosos y maltrechos heridos para ver de qué se trataba. Allí había llegado medicina, instrumental y a medida que deshacíamos los envoltorios, el corazón saltaba de felicidad frente a semejante milagro.

            Entre las cajas había un enorme sobre con cartas, periódicos y papeles que traían mil noticias. Descorchamos un ron que estaba envuelto con una manta de lana y comenzamos a beber. La euforia nos hizo calentar el corazón. Una foto de Darsy, nos la mostró desfigurada por las penurias, pero había logrado escapar de sus captores y regresada a su tierra natal se estaba restableciendo para seguir su larga trayectoria como médico de frontera y de guerra. Una línea oculté a los que allí estaban husmeando: Darsy había sido violada y estaba embarazada. Cuando regresara Nelson, querría matar a quienes la violentaron. ¡Qué problema! Escondí el diario con la noticia.

            Tres días después regresaron Yusuf, Dendée y Vhindaue medio muertos, heridos y sedientos. Habían sacrificado a Utusu-Obokô y a Nelson. Lloré mucho y no pude dormir. Borracho deambulé entre las literas donde estaban los enfermos. Pensé en envenenarlos e irme. Pero caí en mi catre y  Diuré, me cubrió con el mosquitero para evitarme la malaria. Lástima, yo sufría de ese mal desde hacía varias guerras africanas y asiáticas.

            Muchos de los heridos y enfermos de disentería y malaria, se fueron, regresando a las aldeas en busca de sus familias. Otros quedaron rondando a la espera de algo de comida y cuidado de nuestra parte.  En plena sequía llegó Darsy, esta vez con un pequeño moreno de enormes ojos negros. Era el hijo que no quiso abortar. Trabajamos semanas y meses. Cuando nos llegó la notificación del gobierno que debíamos abandonar el campamento, una noche de borrasca infernal, nos atacó un grupo terrorista. Murieron casi todos y yo fui salvado junto a Darsy, por Yusuf. No miré hacia atrás en mi huída.

            Ahora camino por Londres y bajo la lluvia, mis lágrimas se mezclan con el llanto de mi hijo. Un pequeño árabe que adopté al casarme con Darsy. Espero la próxima guerra tribal, para desplegar nuestro hospital de campaña.

              

           

lunes, 23 de septiembre de 2024

ÑAMANDÚ

 

 

                    Apoyado en un ceibo Justino Leiva secaba el filo de la faca. Miró el cielo que a su entender se pavoneaba en colorinche rojizo. Marcó en la corteza una raya. Ya había siete. Le quedaban cinco por marcar. Tapó con tierra la sangre. Los despojos serían alimento para las bestias salvajes.

                    Montó en el “Manchado” y siguió por la orilla de los “tacuruzales” perdiéndose en la noche. Había culminado una más de las promesas.

                    Llegó a Timbó Porá, silbando la canción que le traía a la memoria al sargento Rosendo Robles.  Sacudió el polvo de la bombacha con presteza y apeándose sobre el pelo sudado de la cabalgadura acarició la testuz. Dio unos pocos pasos y sorprendido, vio la figura de un hombre apenas iluminado por la luna que se deslizaba en la oscuridad. A traición. El brillo del facón le dio tiempo para aceptar que le quedaban cinco marcas sin hacer en el tronco. El muy ladino del cabo Bermejillo lo había seguido a corta distancia.

                    No tuvo tiempo de defenderse. De un salto le incrustó en el ojo el cuchillo. Quedó boqueando en la tierra. La sangre de los traidores no será la que lave el recuerdo de aquella noche en “Mbiguá Punta” cuando mataron por la espalda al sargento Robles. El grito arrancó el vuelo de ciento de aves nocturnas. El chillido de los macacos llamaría a los evadidos de la ley y con el olor a sangre, a los yaguaretés para cebarse con la carne de ambos.

                    Justino Leiva soñó que marcaba una raya en el ceibo con el nombre de otro desertor infiel a la ley del gauchaje. “Manchado” se desdibujó entre la maleza que llevaba al río Bermejo por una senda vieja. La luna iluminó a dos espectros inmóviles clavados por la venganza, aferrados a la tierra de Timbó Porá.

                    Un “urutaú” lloró en la ramada del rancho solitario. Ñamandú los vio y también lloró diciendo: “Se termina la estirpe de los guerreros de Mbiguá Punta. Ya nada queda de los valientes de aquella guerra entre gauchos”

 


 El Horreo más grande que jamás vi!!!

HÓRREO AJENO

 

Don Gregorio llegó de Málaga con un pequeño maletín y una bolsa con algunas ropas viejas y gastadas. Lo de mayor valor era su cáliz y su patena. Se la había entregado un monseñor anciano que ya no podía con su artritis y su ceguera.

La capilla estaba en ruinas. Alrededor, tumbas viejas desmembradas y rotas. El panorama era desastroso. El viento envolvía la flora silvestre que crecía por doquier. Volaban algunos pájaros por el resto del campanario y los nidos parecían verdaderos hervideros de paja y plumas. El cura, se sentó en una roca, cuando la miró, se dio cuenta que era el resto de una lápida. “¡A la amada Esperanza!” y no supo si llorar o reír. Le esperaba un trabajo inmenso.

Ingresó por una puerta destartalada que daba al refectorio. Los techos tenían algunas luces, por allí volaron dulces palomas como espíritus fantasmales. Sacudió con su bufanda una mesa y una silla. Volteó a buscar otra habitación y vio un candado. Esa entrada seguro daba a la única habitación de la capilla. ¡La casa parroquial, le habían dicho, está un poco abandonada! El último pastor, falleció hace treinta años. No se pudo enviar a nadie. Buscó y rebuscó la llave, debajo de una losa, la encontró. Abrió con dificultad, pero… ¡OH, sorpresa, todo estaba allí intacto, limpio y bueno! Una pátina de polvo y algunas telarañas cubrían las sillas y otros muebles.

Encendió la salamandra y el calor comenzó a suspirar por entre las frías paredes. Encontró la ventana tras unas cortinas pesadas descoloridas. Las descorrió y entró un rayo de sol, tenue y libre sobre la habitación y vio el más bello rostro de Jesús, en Buen Pastor pintado sobre tela, que no imaginó nunca encontrar allí.

Sacó de entre sus petates un trozo de pan y queso manchego. Sacó agua de un grifo rezongón que dejó escabullir agua oscura hasta que límpida como la mirada del Cristo, le salvó la garganta del sabor amargo de esa dura soledad.

Comió rezando unas letanías y caminó hasta un lecho, que se quejó cuando quiso apoyarse en él. Sacudió la colcha y volaron mil pequeñas estrellitas de polvo. Se tiró y quedó dormido.

Un golpe sordo lo despertó. Alguien había llamado a la puerta o a la ventana. Somnoliento, apretando sus ojos lagañosos y doloridos, se dispuso a ver quien era. Un mozo de unos veintitantos años estaba parado allí con una enorme sonrisa. ¡Soy Orestes Segovia, su vecino! Bienvenido a nuestro pueblo. Lo hemos esperado tanto, pero ya está acá y le ofrecemos ayuda.

Don Gregorio, se puso las gafas y acomodó el hábito que lo esperaba en una silla. Se ajustó el rosario en el cinto y abrió. ¡Bienvenido tú, muchacho! Un apretón de manos y detrás un par de mozalbetes con herramientas varias se apresuraron a saludarlo. El ruido espantó a un perro vagabundo que se había acercado. ¡De quién es ese pillo? ¡Pues suyo si lo quiere! Y sin pensarlo mucho, el padre lo aceptó, tendría un ayudante extra con las probables alimañas.

La tarea de reconstruir la ruinosa capilla fue ardua. No se hace en dos días lo que se abandona en treinta años. Lentamente fue acercándose la gente. Las campanas, una vez vueltas a colocar en su lugar, sonaban con el viento o cuando el hombre de Dios, se colgaba para llamar a misa. Primero vinieron las viejas, curiosas para ver a su nuevo cura. Luego se fue pasando la voz: ¡Es un poco pachorrudo, pero parece bueno! Es algo viejo. Es sereno y habla bien. Y cada parroquiano daba su impronta según les parecía.

La Teófila, viuda del comisario, que tenía un buen gallinero, le trajo varias, con un gallo para que pudiera comer. Pues comenzó la envidia: Eleuterio le trajo un cochinillo para que criara. Doritila y Fidel, un par de conejos que pronto se reprodujeron tanto que comenzó a regalarlos. Así fue creciendo la comunidad y la parroquia.

Para Semana Santa armaron un Vía Crucis con pompas y campanillas. Flores de las casas y no faltó quien quisiera prestar a su muchacho para que representara al Cristo. Don Gregorio, tuvo que ponerse firme. ¡Eso aquí, no se hace! Ya arreglada la iglesia y el cementerio junto a ella, comenzó el pastor a caminar el pueblo. Vio lindos campos sembrados y pequeñas parcelas de frutales. Y se enamoró un hórreo que tenía un vecino cercano al ferrocarril. Comenzó a preguntar, qué quién lo hizo, qué si era difícil, qué si puedo hacerlo… y Orestes le propuso ayudarle. ¡Haremos el mejor! Y así fue que buscó un espacio cerca de su casa parroquial, limpiaron de árboles y plantíos innecesarios. Y comenzaron a levantar las columnas bien fuertes, con sus buenos moldes voladizos para evitar las alimañas, y lo hicieron tan bello y tan grande que parecía ajeno. De otro lugar, de otro dueño. Don Gregorio, se sentó a contemplar la obra y secándose el sudor, dijo: ¡Será para historia de este pueblo!  Y así fue nomás.

ESA MUJER ALEMANA

 

            Alta, de cuerpo espigado y muy alerta. Era una verdadera atleta. Su voz, se percibía desde la casa vecina. Nadie entendía lo que hablaba. Era sola, callada y desconfiada. Compró la casa casi en ruinas y con esfuerzo la fue restaurando como a ella le gustaba. ¡Tan limpia y aseada que sus paredes y pisos, era un ejemplo de orden!

En el barrio apenas hablaba con la gente. La veían salir al alba, con frío o canícula húmeda, tomar el subterráneo rumbo al trabajo, siempre de madrugada. La veían regresar tarde en la oscuridad de las calles desoladas. A veces preguntaba algo en un absurdo castellano anticuado a un comerciante. Un día le preguntaron adónde había aprendido español y por primera vez la vieron sonreír. ¡En el cine! Esas películas que llegaban a mi país eran de antes de la guerra. La solíamos ver cientos de veces. Se quedó callada cuando alguien le preguntó en dónde había nacido. La mirada se transformó en un par de ojos de acero azul. Agradeció y salió presurosa con esos botines de cuero que tendrían cientos de años de uso. ¡Pero estaban impecables, lustrados con grasa de cerdo! Su bolso pingüe de objetos innecesarios.

Nunca comentó que la habían ayudado sus primeros patrones. Que se quedaba en las noches con los periódicos que encontraba en el negocio o en la calle tirados, lo juntaba y escribía palabra por palabra para entender qué decían. No dijo tampoco que buscaba noticias de su tierra natal, de cómo se había desarrollado la guerra o había mitigado la pobreza. Buscaba información sobre posibles temas judiciales que aplicaban en juicios a los ex jerarcas nazis. Buscaba su historia. Ella, la atleta no dormía, siempre asustada, siempre mirando por el hombro para saber si la seguían. Nada.

El vecino era un hombre sombrío, pero amable. Una tarde al regresar de su trabajo le golpeó la puerta. ¿Usted se llama Érika Müller? Esta carta le ha llegado a mi domicilio y le entregó un sobre con unos sellos oscuros y papel ajado. Ella estiró su mano que visiblemente temblaba. ¡Gracias! Fue un murmullo. Él, dio media vuelta y se alejó. En ese pequeño edificio no se hablaba con los habitantes, nadie se inmiscuía en la vida ajena; era una ciudad de gente solitaria que en su mayoría venía del interior a buscar trabajo y si lo encontraba intentaba no tener problemas. Trabajo, solo trabajo.

Miró el sobre, venía de Berlín. No veía la letra de molde que en tinta negra se había mezclado con los sellos de correo. Lo guardó en el bolsillo de su abrigo e ingresó apresuradamente al interior de la casa, dio las gracias nuevamente. Abrió la celosía para que ingresara un buen rayo de luz que iluminaba la avenida. ¡No podía darse el lujo de gastar en electricidad! Se dejó caer en una butaca y husmeó bien, antes de despegar el sobre. Este había sido leído y censurado antes; y lo habían vuelto a pegar. ¿Sería el vecino en el correo o allá, lejos en su país?

Observó los sellos como una experta. La lupa reflejaba bien las pequeñas deformaciones de la máquina de escribir o el sello del sobre. Lentamente se puso las gafas. Eran de carey, antiguas. Vidrios gruesos y pesados. La olfateó. Tenía un dejo a humedad. Cerró los ojos y aspiró. El sello era hermoso, un cuadro del pintor alemán del Max Pechstein, un maravilloso artista plástico. Nos se atrevía a abrirlo. Pero se vio obligada a hacerlo. Rasgó por el costado con un cuchillo el papel. Y allí estaba en letras claras la sentencia.

Cerró los ojos. No quería respirar, tal vez detrás suyo, alguien podría escudriñar su historia... esa que tanto había escondido durante tantos años. La carta hablaba del año mil novecientos cuarenta y tres. Y su nombre verdadero aparecía escrito en tinta roja, una puñalada como aquella que le dio al hombre que siendo ella una atleta muy joven, la había volteado y violado sin piedad. Él, había caído sobre el escritorio donde la había tomado y arrancándole las bragas, la penetró con furia.

Su mano tomó el adorno que estaba sobre la base de mármol, era un extraño puñal de origen oriental y sin decir ni una palabra se lo incrustó en la espalda. Cayó él tratando de sacarse el arma. ¡No pudo! De su cuerpo fluía sangre que se desparramó en el uniforme de oficial. Un sonido gutural le fue dando el impulso para huir de la oficina. Escapó corriendo. Los soldados en el corredor la saludaban sin explicarse el porqué de esa carrera... ¡Claro es la joven atleta que logró la medalla de oro!

Subió, con lo que tenía puesto, aun rota la falda y la camisa, a un tren. No sabía bien qué podía hacer. Buscaría llegar a Austria. Sin dinero y sin ropa, se escondió en un burdel cuando llegó a la ciudad de Viena, aún en manos de los nazis, pero sin saber que pronto se podría escapar. Allí, había muchachas que le ayudaron. Una madrugada, la sacaron en el auto de un cliente que había bebido mucho, le rogaron que la dejara en el en el ferrocarril que seguía rumbo al sur. Allí, quedó, con unos pocos Reichspfennin y una sortija de oro y rubíes que una de las muchachas le dejó en las manos. Con eso escapó. La subieron en Italia, a un trasatlántico y escondida viajó rumbo a lo desconocido. Su llegada a un país extraño y con lengua desconocida para ella era un desafío. Buscó ayuda en un negocio cuyo dueño era de la región de Hamburgo, hablaba alemán y su mujer era criolla. Hablaban indistintamente alemán o castellano y allí, consiguió ser ayudante, tal si fuera un hombre para el acopio de bolsas de harina y otros cereales. Lentamente fue aprendiendo ese idioma que tenía muchísimas palabras que parecían palomas. Sí, se reproducían igual que aves y significaban diferentes cosas, objetos o sentimientos.  El señor August Spelle y su esposa Lola, al poco tiempo; le ubicaron un trabajo en el hospital alemán de la gran capital. Allá fue con la recomendación de sus protectores. Su nombre cambiado. Su vida trasgredida por ese infame instante a sus quince años. Con una carga a la espalda, de acero, que pesaba como las montañas de la Selva Negra. Como un amargo río de vergüenza y miedo. Un Rin de recuerdos rojos, amargos y sedientos de venganza.

Su memoria, se detenía en los hermosos años de la niñez, cuando de pequeña la eligieron para ser atleta por el porte y desenfado, por su disciplina y su fuerza. La rubia niña de doradas trenzas largas y piernas elásticas para el salto o el banco donde se desplazaba como una gaviota sobre sus pies descalzos. Pero un día comenzó la ignominia, el manejo de ciertos hombres y mujeres que en nombre de una Alemania perfecta debía hacer más, mucho más para otros, para un hombre ridículamente gritón, que la asustaba más que los ruegos de sus padres.

Su hermano entró en una vorágine indescriptible de acciones odiosas. Mezcla de estupidez y maldad. Un brazalete con el signo impuesto lo obligaba a transformarse en un monstruo. ¡De un día para otro desapareció, huyó de la casa paterna y fue llevado a un lugar lejos de su familia! Y a sus padres, ella escuchaba en el silencio de la oscura noche. Los sollozos de su madre y las quejas de su padre. Hasta que un día se llevaron a su padre al frente. Las dos mujeres solas, con raciones de alimentos y cargas de trabajo a su progenitora en una fábrica de armamentos.

Ahora estaba con una carta que decía que su pena estaba fuera de proceso por el tiempo transcurrido y que podía regresar a su país. Lloró. Por primera vez lloró. Habían cancelado su pena. En la misiva le explicaban que su hermano que era un héroe de guerra, había luchado para reivindicar su nombre.

Se puso de rodillas. No podía pensar. Su hermano estaba vivo... y la había buscado por el mundo para darle esa paz que en su corazón roto, hacía un milagro. Se quedó así, de rodillas. Miró la solapa del sobre y había una dirección en Berlín. Pero se negaba a aceptar escudriñar esa historia.

Pasaron varios días, ella iba al hospital donde trabajaba como ayudante de limpieza. Era un hospital Alemán, donde podía hablar con sus compatriotas. Aunque ya algunos eran hijos o nietos de sus coetáneos. Muchas veces la habían llamado para que hablara con alguna anciana que se negaba a hablar español o un geronte que nunca había aprendido el idioma y sólo entendía breves frases aprendidas de memoria. Pero si le preguntaban por su vida ella enmudecía.

Una vez atendió a un nazi, y su pulso tembló de horror. Allí había un hombre tal vez cruel como ese que le destruyó la vida y la carrera. Ya con sesenta años estaba al borde de la jubilación y le llegaba una catarata de paz. Su pena había sido redimida.

Una noche de otoño, sintió golpear suavemente la puerta de su departamento. Era su vecino que venía con un hombre alto, canoso de porte distinguido. Lo miró, preguntándose quién podía ser el caballero. El vecino le dijo:- Señora Érika, este señor tocó a mi puerta y pidió por usted. Ella lo miró y en los ojos azules que la escrutaban vio la chispa de un niño de quince años que jugaba con un balón en la vereda de su casa en Stutgart, antes de la guerra. Él, se acercó y la abrazó. - ¡Èrika soy Franz, tu hermano! Me cambié el nombre hace mucho tiempo. Ya no me llamo Adolf, porque me sentía humillado de tener el mismo nombre del asesino de nuestra familia... - y se unieron en un abrazo sólido y esperado.

Ella se hizo a un lado y le invitó a pasar a su hogar. El vecino, se fue con la cabeza baja... ¿Tal vez presintiendo el largo camino que tuvieron que desandar esos seres sufridos y sacrificados? Nunca preguntaría qué había en esas dos almas que esa noche cobijaba un tiempo de sortilegio para ellos.

Así, la gente del barrio presintió, que la alemana, era una sobreviviente de la locura desatada en el pasado.

EL HOMBRE DE MARRÓN


 

Creo que corría el año cincuenta y seis o cincuenta y siete, yo era una niña de alrededor siete u ocho años. En casa se respiraban unos aromas extraños, con silencios sospechosos y miradas sutiles. Mis hermanos y yo, parecíamos extraterrestres. Nadie nos decía qué sucedía.

Mis padres escuchaban encerrados una radio y luego se sentaban y rezaban juntos. ¡Algo estaba pasando, pero los pequeños no participábamos de los hechos!

Mi casa era un tanto grande, con varios dormitorios y el comedor separado del estar. Nuestra zona escolar tenía un espacio para cada uno según el estudio que transitara y así, ninguno se tenía que tropezar con el hermano. Así mamá y papá controlaban nuestras tareas y para que no discutiéramos por algún elemento escolar que se perdía. Pero en esos días el clima familiar era muy misterioso.

Se dio licencia a la secretaria de papá y a la ayuda de mamá en los quehaceres domésticos. ¡No era la época en que había vacaciones! Igual, nos arreglamos bastante bien porque todos en casa colaborábamos cunado no había personal de ayuda. Yo, por ser mujer debía ayudar el doble que mis hermanos. ¡Gracias a Dios hoy no es así y los varones tienen que compartir las tareas por igual, ya que la mujer trabaja fuera de la casa de la misma manera que los hombres! A veces tenemos más exigencias que ellos.

Una tarde, papá la llamó a mamá y le pidió que nos arreglara que venía una persona a cenar y probablemente (después nos enteramos) se quedaría unos días a vivir entre nosotros.

Nos hicieron bañar y lavar el cabello. Mis hermanos perezosos trataban de evitar esa rutina diaria y dejaban a veces un par de días sin la necesaria higiene impuesta por mis padres. Me pusieron un vestido que usaba los domingos para ir a misa y luego a la casa de mis abuelos a almorzar. Cosa que me extrañó. Igualmente mis hermanos usaron ropas domingueras. Mamá había cocinado unos pollos al horno con guarnición de verduras y una entrada de tomates rellenos, sopa de zapallo y de postre un flan de dulce de leche. ¿En día de semana? Era bien extraño y mis hermanos estaban felices… de cualquier manera, algo misterioso sucedía.

A la hora de la cena, papá salió del escritorio acompañado. Lo invitó a ingresar al comedor principal. Y allí parado conocí a un hombre pequeño de tamaño vestido con un traje marrón, un poncho de vicuña color canela y zapatos lustrados de cuero negro. Usaba un sombrero de fieltro marrón tipo chambergo, que se sacó y sostuvo en las manos nerviosamente hasta que todos nosotros lo saludamos. Su piel cetrina y una incipiente calvicie, me hizo recordar una foto que había visto hacía unas semanas en el periódico, que religiosamente leía mi papá y que nosotros hacíamos fila para recortar los temas útiles para la escuela.

¡Yo lo había visto antes! Y sí, era un sufrido político enemistado con el gobierno de turno al que luego supe, habían torturado un grupo de “malvados” en un galpón olvidado de la capital de mi país. De grande supe que parte de la tortura había sido tan cruel, que cercenaros sus testículos entre otras salvajadas que le propinaron. Papá que era muy cristiano lo había protegido a pesar de que podían descubrirlo y tomarse una violenta venganza con él, pero papá y mamá, con caridad lo escondieron unos días hasta que pudiera salir a Chile por el paso cordillerano. Por razones obvias no voy a decir su nombre.

Era muy callado, su garganta estaba muy lastimada y vi sus manos arrugadas y con serias cicatrices. Luego mamá nos dijo que se las habían quemado. Habló de algo llamado “picana eléctrica” que dolorosamente después supe que era muy usada por mafiosos y hampones. Y a veces por policías inescrupulosos. ¡Dios los perdone!

Cuando cierro los ojos me parece ver a ese hombrecito de triste mirada, pelo ralo y manos tortuosas, mirando con cierto desafío a las sombras. ¡Cuánto habrá sufrido! Hoy ya mayor, pienso que la presencia en mi casa fue un ejemplo de mi familia por defender la justicia. El amor a los desposeídos y perseguidos injustamente.

Suelo soñar con su figura, allí parado junto a un bello cuadro laqueado que había hecho en su tierna juventud mi madre. Sombrero que seguramente usaba de escusa para no mostrar el temblor del miedo, del horror y la tristeza.

EL ALJIBE

 


            Ña`Candelaria perdone pero quiero o necesito me de una explicación sobre lo que ocurrió con la niña Abigail. Dicen muchas cosas sobre su vida, pero usted es la única que conoce en parte la verdad del sucedido. Han dicho que Gabino se tenía que casar con ella. Así lo habían dispuesto sus padres, él se fue a la capital a buscar los trastos para el casorio y después, cuando llegó a la estancia, encontró el dolor encarnado en el misterio.

            ¡Era linda la muchacha por donde se la mirara! Con la cabellera negra y los ojos de color maíz. Nariz pequeña y labios suaves… en verdad era una belleza. De figura fina y cintura pequeña, justo para el abrazo.

            Me han dicho que la muchacha estaba enamorada de un tal Ricardo, un mozo de la estancia “Los Girasoles” y que se veían de vez en cuando en la capilla de la Milagrosa, otras veces se veían en alguna boda o fiesta patronal. ¿Es cierto? Además juran que todas las tardes, se sentaba junto al aljibe y mientras se cepillaba la larga cabellera, cantaba una canción muy bonita que supe, interpretaba en la guitarra el tal Ricardo. También dicen que cerca de la cisterna crecieron muchas flores y se llenó de cantos de aves: alondras, jilgueros y tacuaritas. ¡Hay tantas historias…!

            Mirá muchacho, de todo eso hay cosas ciertas y otras son pura leyenda. La niña Abigail, estaba muy amartelada con el mozo, pero el padre tenía un gran rencor con esa familia. Parece que hace varios años, el hombre de “Los Girasoles” vino a la casa grande y trató de encelar a la difunta, doña Celeste, la esposa. Y se armó un terrible conflicto. Los gritos se escuchaban desde los potreros. Los perros, recuerdo, ladraban desesperados tironeando de las cuerdas para desatarse y pelear. Cruzaron facón y espada, y si no interviene el capataz, se matan. Hubo heridas, pero sin gran pérdida de sangre. De ahí, viene la ira del patrón. Abigail, conoció en la ermita de San Pedro al Ricardo en el pueblo vecino y no sabía quien era. Luego fue un mirarse y enroscarse en un duelo de pasión. No se tocaban, se abrasaban a puro ojo. Ella me pedía a mí o la “Checha” que la acompañáramos a todos lados con tal de verlo. Y dicen que él, rondaba de a caballo por los recovecos de la estancia buscando tener un encuentro.

            Triste fue cuando vinieron los padres de Gabino a pedir la mano, se encerró un mes y días sin comer casi y no habló más. Ni la pobre doña Celeste, ni el padre ni el cura, la pudieron hacer calmar. Llora que te llora día y noche. Los ojos parecían brasas ardientes y se enflaqueció como un alambre.

            Llamaron a un médico que la obligó a tomar unas píldoras y la Checha le daba un té sedante hecho con yuyos de por acá. Se calmó un poco, porque le dieron una buena paliza. El padre por primera vez le dio con el “chicote”. La marcó. Y me contaron que el mozo, cuando se enteró, prometió a los padres que mataría a don Heriberto.

            No pasó mucho tiempo y la niña, comenzó a salir todas las tardes junto al aljibe a cantar y se escuchaba a la distancia el sonido de una guitarra o el silbido con la melodía de la canción. Y una noche de tormenta, Abigail, salió descalza, caminó hasta el aljibe y aunque la buscaron por todos lados, incluso bajaron hasta el fondo del pozo, no la encontraron más. Por eso murió de tristeza doña Celeste y es tan bronco don Heriberto. Pero sabe m`hijo las noches claras de luna se escucha cantar junto al aljibe la canción de amor en la voz de la desaparecida. El joven Ricardo ya se ha casado con la niña Valentina de la estancia “El Totoral”; y dicen que él, va todos los días muy temprano a la ermita de San Pedro a orar pidiendo por el alma de Abigail. ¡Esa es la pura verdad! Nadie sabe qué sucedió con su cuerpo, sólo encontraron junto al pozo un chal de hilo color blanco que usaba mientras estaba junto al aljibe. ¡Ese que está en el salón sobre el piano que solía ejecutar doña Celeste!  

CRISÁLIDA

 

 

¿Angustias? Muchacha, desde que te pusieron ese nombre te han marcado. Siempre estás como perdida en tus sueños. No sé cómo eres, solo sé que te siento como un pequeño ángel protector. Mi madre me decía que cuando viniste al mundo, parecías un pájaro perdido. Pero no, ahora eres indispensable en esta casa.

El anciano Gaspar, tu abuelo, no duerme si estás lejos de su lecho. Tu padre, que se sienta en la noche a mirar las estrellas por ese aparato que las acerca, jura, que viniste de alguna de esas estrellas, que están tan lejanas. Pero hubo una gran discusión, cuando vino su amigo Andrés y le dijo que las estrellas lejanas, están muertas hace siglos.

Angustias, ven, acércate. Toma mis manos y dime si al estar tan tibias te recuerdan tu infancia. Yo te alzaba y cantaba las nanas como si hubieras bajado de alguna nube o de la luna. Eres tan necesaria como el canto de las aves. ¡Nunca te ausentes!

Hace unos días te veo que te aferras a uno de los troncos donde crecen las orquídeas, me pareció que ovillabas una suerte de fina seda de color ambarino. ¿No estarás por invernar? Angustias, eres un ser humano. Pero, ya veo en tus ojos una lejanía de tiempo. Vete a dormir, el abuelo espera.

Nunca imaginamos lo que nos iba a ocurrir. Angustias ha hilado un capullo y está envuelta en él, como una futura mariposa. Su crisálida es de color dorado, y se siente el palpitar de un corazón dentro del mismo. Pasan los días y va cambiando de color y de tamaño. ¿Qué pasará con el abuelo? Ya no duerme, espera. Yo también espero.

Mañana es el día más largo del año y se nota un movimiento errático en el capullo. Ahora de color granate. Se va abriendo lentamente y emerge una enorme mariposa.

Es de colores vivos y brillantes. Angustia ha vuelto a nacer. ¿Qué nombre le pondremos? Tal vez, Violeta, tal vez Azucena, tal vez… ya sé, la llamaremos Cristal.

AISHA

 

            Torpe, silenciosa, asustadiza. ¡Eso eres tú! Ya no me sirves para lo que te busqué. Entonces eras linda, sofisticada y seductora. Mírate ahora. Una verdadera muestra del paso del tiempo. Lárgate de mi casa, dijo Zair, sacando un minuto la boquilla de sus labios.

Abajo, en la trastienda estaba la nueva. Era de alrededor de quince años. La encontró en el alcázar descalza y con la ropa mugrienta. Pero le vio futuro... era una presa fácil. Tenía un rostro delicado, ojos morunos, grandes, de un raro color añil. Era mezcla de razas. Era un hallazgo. Le ofreció casa y comida a cambio de trabajo. La muchacha no dudó. Había escapado de su tienda.

Aisha, se encogió. Brotaron lágrimas de sus ojos negros. Sus manos encallecidas por el duro trabajo. Y su cintura con un dolor constante por el esfuerzo de acarrear costales de mercadería y en la noche servirle el cuerpo al hombre. Su alma impoluta, se desintegraba minuto a minuto. Lo odiaba. Bajó la voz y se escurrió por el laberinto de mercaderías de la tienda.

Zahira, se había acicalado y era una joya preciosa para la gula de su protector. El cabello le caía en cascada sobre la espalda donde el tatuaje ancestral había dejado una suerte de encaje precioso. Su cintura fina, caderas angostas pero delicadas, piernas largas, distraían la mirada de los compradores y vecinos.

Aisha, hizo un trozo de cordero con especias y el tajín despedía un perfume exquisito. El arroz con azafrán traído de Melilla le aumentaba la voracidad a Zair.

El sonido de los cascabeles de las pantorrillas de Zahira, despertó la curiosidad de la otra mujer. Sus tatuajes eran de una zona del desierto. ¿Cómo había llegado hasta allí y porqué? Se prometió escudriñarla con suspicacia. El tiempo es oro y a ella, si bien no le sobraba, supuso que la necesidad de la jovencita de hablar con otra de su mismo nivel, la ayudaría.

En la noche, no fue al lecho del dueño. Dejó que pasara el momento duro de su antiguo momento. Esa vez, ella lloró toda la noche y a la mañana supo que eso ocurriría siempre... claro, hasta que llegara otra más linda y joven. Cuando la trajo, echó a una muchacha de la tierra del Atlas. Con un pequeño bulto y unas chucherías, la dejó en la plaza cerca del almugávar. Ya caería alguna familia pobre que necesitara una sierva gratis. Y ella en ese entonces creyó haber tocado el cielo con las manos. ¡Qué decepción! Fue una esclava.

Se sentó Zair sobre cojines de seda. Y tomó la comida con ansiedad. El jugoso festín se deslizaba por su barba, que cubría parte de su ropa en el pecho. Con la mano izquierda, sostenía una pierna de la joven Zahira. Aisha, la observaba con descaro. Se notaba que estaba hambrienta. El hombre despidió a Aisha y atrajo a la pequeña que asustada escapó hacia el cortinado que separaba el sitio donde se comía de la zona de la mujer.

El hombre golpeó con su puño la bandeja y la carne voló por el recinto. La chica fue empujada por la mayor para que cayera frente al amo. Así fue brutalmente golpeada y luego con lujuria, poseída con ardor. Salió al rato Zair y se durmió en su lecho dejando a la niña descompuesta llorando. Entró la "jefa" y la abrazó. Lástima, sintió lástima y recordó su experiencia de aquel día que el amo, mucho más joven la había ultrajado.

Se durmió en los brazos de Aisha. Al amanecer cuando comenzaron a cantar en la mezquita, se despertó la casa. El olor a huevos cocidos y a pan de cebada, entró en los cuerpos de los humanos y de los animales domésticos. Una rata atravesó las alfombras y se escondió bajo un cojín para alimentarse.

Así pasaron unos días en que las acciones se repetían cada vez con mayor dureza. Una mañana al despertar Aisha, encontró a Zair con el cuello cortado y a la pequeña novata, con las manos tintas en sangre que se derramaba por el pavimento bajo su cuerpo. En silencio las mujeres, sacaron el cuerpo yerto hasta la zona trasera del negocio. Allí sería encontrado el malvado patrón. Ellas armaron un pequeño bulto y escaparon camino a las montañas para no ser vistas nunca más.    

 

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS

 

                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.