miércoles, 24 de abril de 2019

DAYANY, UNA MUJER




Su cuerpo no se recostaría sino en la memoria de aquella semana loca en que la conoció en la calle de Estambul. Él, sacaba unas fotos para el diario y ella lo atropelló con su torpeza de veinteañera en fuga. Se había escapado de su grupo. La mayoría adultos que sólo querían comprar rarezas en los mercadillos de Baharat.
La tomó de la muñeca y la sacudió furioso. Había cambiado el sol y ya no se iluminaba la lujuriosa Torre Gálata, pétrea, misteriosa y lejana. Dejando de brillar como lo que era una joya del siglo quince. Sus fotos ya no servirían para el reportaje.
            Ella se desprendió horrorizada y le dio una cachetada en plena mejilla, dejándole una pequeña y sangrante herida en la piel, que goteaba abundante. Un anillo de piedras había hecho su tarea.
            La muchacha, asustada, porque se había juntado un grupo de gente a observar sin saber bien qué hacer, le besó la lesión y lamió la sangre. La gente se reía o daba señales de asco. Sergio, la alejó unos centímetros y la miró atentamente. Dayany comenzó a reírse a carcajadas y él, la tapó con su boca la boca en un beso apasionado y sensual, acallando la risa. Los curiosos se dispersaron pensando que era una discusión de amantes.
            Luego, la invitó a subir a la confitería de la Torre Gálata y subieron a mirar el mar que rodea Estambul. Ella lo abrazó y a horcajadas se subió al murete. Unas mujeres veladas la miraron molestas y un hombre en su idioma inentendible la retó. Sergio la tomó de la cintura y la hizo sentar con dignidad. Bebieron una copa de arac y luego charlaron hasta que los meseros les suplicaron que se fueran. Tras ese loco encuentro, Dayany dejó a su grupo de viaje y se fue al hotel a vivir una aventura increíble con él.
            Comenzaron un diálogo apasionado cargado de extraños ritos, impuestos por ella, para ese raro amor.
            Una mañana al despertar, Sergio descubrió que ella había sacado su mochila y había desaparecido. Sólo encontró una nota con un número de teléfono de Argentina. Que ni siquiera pudo saber si era de la muchacha. Después de completar su tarea prevista por el periódico para agregar al reportaje que le tenía que hacer al escritor Orhan Pamuk, ganador del premio Nobel. Regresó a Buenos Aires y dejó pasar unas semanas para tentar encontrarla en el número de teléfono que le dejó.
            En el primer intento sólo respondió un mensaje grabado. Dejó transcurrir un tiempo y reintentó. Su voz alegre lo recibió como si hiciera unas horas que no se veían.
            La invitó a cenar a “La Casa de los Abuelos” en San Isidro. Al promediar las veintitrés llegó con un vestido largo y transparente de seda color fuego, descalza y con el cabello rapado. Los ojos de color almendra maquillados en un estilo excitante. ¡Nunca la había imaginado así! Era una diosa india provocando la lujuria. Lo besó. Estimulando su deseo. Pero, ¡Oh sorpresa, tras ella llegó una mujer algo mayor, vestida con ropa sobria y se presentó como Shima, la amante de Dayany!
            El hombre se desplomó en la silla, pero con todo su mundo vivido, sólo le sugirió que eligieran el menú de su preferencia. Comieron bocadillos de brócoli con salsa de mostaza, cazuela húngara y kiwis con helado de chocolate. El champagne lo eligió Shima. Sólo el rosé, de Chandon. Sergio sugirió una copita de arac, para  despertar ciertos recuerdos en Dayany, pero lo rechazaron. Pidieron jugo de tomate con ají Chile.
            Luego charlaron hora y más, saboreando un té de rosas y jazmines. Fumaron y ambas lo invitaron a su departamento en un rincón escondido de la enorme ciudad. La noche se fue haciendo día y el sueño los refugió en la gran alfombra del estar donde se fueron durmiendo con música de Nana Mouskouri. Cerca del amanecer las manos ágiles de Dayany despertaron los instintos de Sergio y se acoplaron con el fuego de otrora.        El sol pegaba cachetadas húmedas sobre los edificios cuando Sergio salió de allí. Exhausto, febril e impotente a la reacción de las mujeres. Llegó al diario desparramándose en su sillón y comenzó a escribir un reporte para la edición de cultura del domingo. Se quedó dormido sobre la computadora. Sus colegas lo dejaron, nadie se atrevió a preguntar qué le había pasado.
Cuando llamó nuevamente el contestador repetía la vieja grabación conocida. Nunca atendió nadie.     

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