Su cuerpo no se recostaría sino en la memoria de aquella semana loca en
que la conoció en la calle de Estambul. Él, sacaba unas fotos para el diario y
ella lo atropelló con su torpeza de veinteañera en fuga. Se había escapado de
su grupo. La mayoría adultos que sólo querían comprar rarezas en los
mercadillos de Baharat.
La tomó de la muñeca y la sacudió furioso. Había cambiado el sol y ya no
se iluminaba la lujuriosa Torre Gálata, pétrea, misteriosa y lejana. Dejando de
brillar como lo que era una joya del siglo quince. Sus fotos ya no servirían
para el reportaje.
Ella se desprendió horrorizada y le
dio una cachetada en plena mejilla, dejándole una pequeña y sangrante herida en
la piel, que goteaba abundante. Un anillo de piedras había hecho su tarea.
La muchacha, asustada, porque se
había juntado un grupo de gente a observar sin saber bien qué hacer, le besó la
lesión y lamió la sangre. La gente se reía o daba señales de asco. Sergio, la
alejó unos centímetros y la miró atentamente. Dayany comenzó a reírse a
carcajadas y él, la tapó con su boca la boca en un beso apasionado y sensual,
acallando la risa. Los curiosos se dispersaron pensando que era una discusión
de amantes.
Luego, la invitó a subir a la
confitería de la Torre Gálata
y subieron a mirar el mar que rodea Estambul. Ella lo abrazó y a horcajadas se
subió al murete. Unas mujeres veladas la miraron molestas y un hombre en su
idioma inentendible la retó. Sergio la tomó de la cintura y la hizo sentar con
dignidad. Bebieron una copa de arac y luego charlaron hasta que los meseros les
suplicaron que se fueran. Tras ese loco encuentro, Dayany dejó a su grupo de
viaje y se fue al hotel a vivir una aventura increíble con él.
Comenzaron un diálogo apasionado
cargado de extraños ritos, impuestos por ella, para ese raro amor.
Una mañana al despertar, Sergio
descubrió que ella había sacado su mochila y había desaparecido. Sólo encontró
una nota con un número de teléfono de Argentina. Que ni siquiera pudo saber si
era de la muchacha. Después de completar su tarea prevista por el periódico
para agregar al reportaje que le tenía que hacer al escritor Orhan Pamuk, ganador
del premio Nobel. Regresó a Buenos Aires y dejó pasar unas semanas para tentar
encontrarla en el número de teléfono que le dejó.
En el primer intento sólo respondió
un mensaje grabado. Dejó transcurrir un tiempo y reintentó. Su voz alegre lo
recibió como si hiciera unas horas que no se veían.
La invitó a cenar a “La Casa de los Abuelos” en San
Isidro. Al promediar las veintitrés llegó con un vestido largo y transparente
de seda color fuego, descalza y con el cabello rapado. Los ojos de color
almendra maquillados en un estilo excitante. ¡Nunca la había imaginado así! Era
una diosa india provocando la lujuria. Lo besó. Estimulando su deseo. Pero, ¡Oh
sorpresa, tras ella llegó una mujer algo mayor, vestida con ropa sobria y se
presentó como Shima, la amante de Dayany!
El hombre se desplomó en la silla,
pero con todo su mundo vivido, sólo le sugirió que eligieran el menú de su
preferencia. Comieron bocadillos de brócoli con salsa de mostaza, cazuela
húngara y kiwis con helado de chocolate. El champagne lo eligió Shima. Sólo el
rosé, de Chandon. Sergio sugirió una copita de arac, para despertar ciertos recuerdos en Dayany, pero
lo rechazaron. Pidieron jugo de tomate con ají Chile.
Luego charlaron hora y más,
saboreando un té de rosas y jazmines. Fumaron y ambas lo invitaron a su
departamento en un rincón escondido de la enorme ciudad. La noche se fue
haciendo día y el sueño los refugió en la gran alfombra del estar donde se
fueron durmiendo con música de Nana Mouskouri. Cerca del amanecer las manos
ágiles de Dayany despertaron los instintos de Sergio y se acoplaron con el
fuego de otrora. El sol pegaba
cachetadas húmedas sobre los edificios cuando Sergio salió de allí. Exhausto,
febril e impotente a la reacción de las mujeres. Llegó al diario
desparramándose en su sillón y comenzó a escribir un reporte para la edición de
cultura del domingo. Se quedó dormido sobre la computadora. Sus colegas lo
dejaron, nadie se atrevió a preguntar qué le había pasado.
Cuando llamó nuevamente el contestador repetía la vieja grabación
conocida. Nunca atendió nadie.
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