sábado, 18 de enero de 2020

ENTRE RECUERDOS Y OLVIDOS




—Me toca a mí hoy, es difícil, pero lo cuido yo. Mañana que lo cuide el que pueda —dice la muchacha y se agacha frente al anciano que dormita en la silla de ruedas.
Un mechón de cabello canoso cae desprolijo sobre la cara del hombre. Las manos, largas y ajetreadas descansan deformes sobre los brazos del armatoste. Sólo en la noche lo ponen en la enorme cama con dosel y pintura desvaída que tuvo mejor memoria.
Con un movimiento brusco la atrapa. Los ojos celestes del viejo la observan y le mete la mano por debajo de la falda. Ella le da un golpe, grita.
—Abuelo, quieta la mano. Soy Eleonora, la hija de su hijastro Jurguens. Quieta la mano. Un poco de respeto. ¡Viejo zorro! ¡Bien que sabe, mujeriego, baboso!”  —la joven esquiva la mirada febril del viejo—. ¡No me busque…! ¡Seré como una fiera cuando le cambie los pañales o lo bañe! No soy su mujer —se sienta y comienza a depilarse con delicadeza la pierna.
Mañana es el día, la familia toda es un avispero. Buscaban para que represente al Club de Tiro en la Fiesta de la Vendimia de Junín a una joven bonita como ella. Es alta, de cabello negro y ojos celestes. Es esa perfecta mezcla de criollos y europeos que llegaron a poblar Mendoza. Una figura esbelta y grácil.
Ella es el sueño del pequeño paraje al que llegó después de rendir varias materias de su carrera de Relaciones Públicas. Eleonora ha sido protegida desde niña. Ahora su madre, mujer dedicada al cuidado de la finca, junto al marido y al anciano, sueña con ver a su hija mayor con la capa y la corona distrital. ¿Y por qué no departamental?
El viejo se sacude la modorra y la mira.
—Eres tan bella como mi primer esposa. La conocí en Marsella cuando escapaba, de país en país, buscando salvar mi vida. Yo tenía siete años, cuando se produjo la revolución y mi padre me puso en manos de unos extraños.
—Ya me lo contó mil veces, abuelo. Que su mamá murió frente a usted, que le cañoneaban la ciudad y degollaban a los campesinos que no se adherían a los revolucionarios.
¿Te conté cómo llegué a este país? ¿Por todo lo que pasé? —pregunta el anciano y enseguida dormita.
Eleonora se hunde en su recuerdo, en su infancia tranquila, pero llena de historias de guerra y metralla. Piensa qué haría ella si de pronto le destruyeran su casa, su familia, sus amigos y su país. Mira al abuelo. Apenada, le acomoda la colcha tejida con restos de lana multicolor, sobre las piernas. La mano rígida vuelve a tratar de subir por sus largas piernas enfundadas en una pollera de muselina. Usa una gastada remera con el dibujo de Mafalda. Lo esquiva. Se ríe y él, acompaña su risa con la boca desdentada y seca.
—¿Quiere un mate? —ofrece ella.
—No, usa mi samovar y prepara un buen té. Allá en Rusia, siempre había un samovar en cada casa. Aun en la más pobre. Y té caliente esperaba a cada campesino. Hacía mucho frío.  A veces hasta cuarenta grados bajo cero. Cuando papá me entregó a aquella gente, apenas me dio una cadena de oro y sus anillos. No tenía nada. Me los quitaron en cuanto salimos de la villa. Y se fueron. Quedé solo y me escondí en un carromato lleno de paja. Mis padres nunca supieron. Estaba solo como vos.
El sueño del viejo es más profundo. Eleonora observa que de los ojos dormidos, caen unas tenues lágrimas que se desparraman por la piel arrugada y se pierden en la boca entreabierta. Sin dientes parece una máscara lamentable.
A las siete, aparece su madre con las manos rojas y doloridas. Ha cosechado duraznos y los cajones se apilan en la tierra blanquecina. El desgastado delantal es un muestrario de los jugos dulces que emanan de la fruta. “Don Antenor vendrá dentro de media hora a buscar los cajones. Me baño y te ayudo. ¿Cómo se ha portado el viejo?”, dice y  sale sin esperar respuesta. La rutinaria vida es extrema y dura. La muchacha, comienza a preparase para la noche.
Se bañó, se sacó esa suerte de tiras de tela que le enrulan el pelo. Tiene el perfume dulzón de las manzanas convidado por el papel de los ruleros caseros. El cabello cae como cascada de fuego oscuro sobre su piel tostada por el sol. El cielo turquesa de su mirada, despliega historias de amor entre gente antigua. Tiene una mirada envolvente y labios sonrosados. Dos hoyuelos insinúan un frágil mohín aniñado.  Sobre la cama ha desplegado un vestido, del color de sus ojos, que espera abrazar la espléndida figura.
El anciano despierta. La mira.
—¿Ingrid o Hilse? Eres como una de ellas. Hermosas mujeres me calentaron la cama. Claro que sucedió mucho después que entré en el túnel negro del barco, donde me escondí en el carbón de los fogones. ¿Te conté que pasaron tres días y, muerto de sed, me mordí una vena? Mira todavía se ve la cicatriz. Lamía mi sangre para no morir de ansiedad, angustia y hambre.
Sí, abu, me lo contó mil veces. Cambie de historia, ya es muy vieja.
—¡Ustedes no entienden! La muerte me seguía por todos lados y  trataba de distraerla. La distraje hasta ahora. Suele venir a verme y le hago una pirueta y se aleja. ¡Por ahora! Se aleja por ahora. Pero viene, siempre viene. Te hablaba de Hilse. Una mujer bella, casi como tú. Alta, de piel casi azul, tan blanca y ojos celestes como los de mi hijo Iván. Murió en 1955. La polio.
—¿Quién?
—Mi hijo Iván. Eso dijo un médico. Hilse se atormentaba en la pena. Se fue. Me dejó. ¡Todos me dejan! ¿Y tú, Eleonora qué harás cuando te coronen reina?
¡Abuelo usted qué sabe?
Yo sé. Eres la más bonita de las muchachas. Verás, serás una reina y corearán tu nombre miles de personas allá en el parque.
—Vamos, viejo, no divague. Con suerte esta noche seré candidata al cetro de Junín. 
            —Serás la reina. Eleonora 1ª. Ya verás.
El viejo vuelve a su sueño errante y la muchacha se prepara. Ya pasada la hora del crepúsculo, sale con su esperanza hacia el círculo social.

Una muchedumbre se para a aplaudir a la hermosa joven que se desplaza por el escenario. Estallan los fuegos artificiales. Allá en la finca el anciano murmura “Ya lo sabía, mis amores, tú Ingrid, y tú Hilse me lo han dicho. Ella será la reina”. Y se sumerge en la profundidad de las sombras. 

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