La calle estaba desierta. Valerio, caminó adormecido por el
frío. Le dolían las pantorrillas y el dorso escapular. Si lo veían sus amigos seguros
se reirían de su ropa. Estaba vestido como le indicaba la profesora de danza.
Él, amaba la danza, pero en la ciudad aun cabían los que creían que eso no era
de “machos”. ¡Pobres idiotas!
El soñaba con recorrer el mundo. Comenzaría por New York,
luego iría a Moscú y París. Soñaba con recorrer ese camino difícil pero
increíble de la danza.
Todo comenzó una noche en el hotel donde lavaba platos,
apenas tenía catorce años. Había una mesa llena de jóvenes que llegaron tarde,
pero que con gran reverencia del patrón, fueron recibidos y cumplimentados.
Pidieron pastas a la italiana y comieron con gusto a saciar. Él, los espiaba
desde atrás de una ventana. De pronto una muchacha delgadísima se irguió y
comenzó a danzar al ritmo de un tango que sonaba en un gramófono. Se paró un
joven y comenzaron a bailar, dejándolo boquiabierto. Nunca había visto unos
cuerpos moverse con esa virtud de ramas de plantas, parecían juncos o sauces, o
telas tenues que dejaban su cuerpo como las cuerdas de una guitarra. Cuando
terminó la música ellos rieron. Valerio se dio cuenta que estaba llorando. Era
una emoción nueva. Un impulso lo hizo entrar y se animó a preguntarles qué era
eso que habían hecho.
Lo miraron con extrañeza, pero le dieron una simple palabra.
¡Es nuestro trabajo, bailamos clásico, tango, jazz…! Bailamos, amamos nuestra
tarea. Y preguntó dónde se aprendía. Un alto y fornido bailarín le extendió una
tarjeta. Esta dama te puede enseñar.
Esa noche se fue con la idea de ir a buscar a la maestra del
grupo. A la mañana se vistió muy formal y se fue en tren a la ciudad, al barrio
y a la calle indicada. Era en una cortada de la parte antigua de la ciudad. Una
casita pequeña, sencilla y con un perfume a pino de los pisos que estaban
pulidos como vidrios. Tocó y esperó. Salió una mujer de unos cincuenta años, de
cabellos ondulados y suelto, su ropa mostraba su libertad interior. Los ojos
eran de un ser feliz, su boca sonriente. Valerio, nunca había conocido ese
ejemplar de ser humano. Su familia vivía riñendo, trabajando y criticando a
todos.
Entró y vio un espejo enorme. Ocupaba toda una pared, donde
había una suerte de madera como para sostenerse. En un rincón un amoroso
propagador de música. Muchos discos y también un piano. Negro, reluciente y con
las teclas amarillentas por el uso.
Conversó unos minutos, hasta que llegaron unos estudiantes
que estaban por comenzar la clase. Madame Lorette lo invitó a quedarse. Se
enfrascó en la clase. Repetitiva, aburrida y disciplinada. Él, no sabía que así
era el sistema. Hizo una seña y salió corriendo. ¡No volveré! Estoy loco si
regreso. Esto es muy duro para mí, prefiero seguir refregando platos en el
restaurante, algún día aprenderé de Julien a cocinar y seré su ayudante. Pero,
esa noche no pudo dormir. Soñó que estaba en un teatro y que bailaba y que
volaba junto a un pájaro humano envuelto en gasas de colores. Despertó asustado.
Y supo que regresaría.
No había preguntado cuánto costaba estudiar cada clase.
Igual, llegó esa noche y llamó a la puerta con la esperanza que no le abrieran.
Allí estaba la maestra, parada y le tomó del brazo haciéndole entrar.
¡Ven prueba! Y comenzó a dar los primeros pasos. Se enamoró
de su cuerpo, de sus músculos de su andar sobre el piso reluciente como cristal
de azogue.
Pasaron varios meses y Madame Lorette entendió que ese chico
era un elegido por los dioses de la danza. Pero una noche llegó su padre y
cuando lo vio, le propinó una golpiza. ¡eres una vergüenza para nosotros! Sal
inmediatamente de aquí. Se calzó y salió con la nariz goteando sangre. Caminó
por la calle empujado por su padre y los amigos que lo habían acompañado.
La profesora de danza lo llamó por su nombre para que
regresara, sabiendo que si no volvía, su vida sería un infierno. No regresó. En
el periódico de la fiesta de la
Libertad , apareció un pequeño anuncio de un joven llamado
Valerio que colgaba del puente del río helado que cruzaba la ciudad.
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