El
bus la depositó en un cruce de caminos. El chofer refunfuñando le tiró los
bultos en el enripiado y dejando una estela de polvo, se alejó, perdiéndose en
el horizonte. A su alrededor no había sino un triste aguaribay que, apoyado
sobre las piedras, desplegaba una leve sombra. Se dejó caer debajo. No sabía
que el árbol, lloraba su sabia ligera. Miró el reloj y se sorprendió. Han
pasado una hora y media y aun no vienen por mí. Recordó lo que le gritara
el chofer cuando partió: - ¡ Si en dos horas no vienen, camine hacia el oeste!-
y se miró... tenía tacones, su traje blanco de lino, ya no era tan blanco. Sacó
el espejo y miró su rostro. Un rastro de color ocre se bifurcaba con el rimel y
la sombra de su labial. Era un clon. Envidia de cualquier payaso, su imagen
irreal. Abrió la mochila y sacrificó sus zapatos deportivos blancos. Miró en
derredor y al asegurarse que nadie la observaba se puso un pantalón totalmente
novedoso, que inventaran los gringos para los mineros, de denín, que le regaló
Chichita Samaniego cuando regresó de Minesota. Guardó su chaqueta. El calor le
hacía sudar copiosamente. Arrinconó los bultos, en donde había mucho
instrumental y elementos que servirían para su trabajo y comenzó a caminar
mirando al oeste. Así por dos horas, sentándose
sobre alguna piedra y espantando insectos.
Recordó el día de su premiación. Diplomada con diez absoluto, le
daban un trabajo en un lugar extraordinario, donde podía aplicar sus
conocimientos. La misma esposa del presidente, vino a darle su medalla de
mérito. ¡ Era bella esa mujer transparente de porcelana! Recordó las palabras:- ¡Querida, mis hijitos queridos, de mi pueblo, será en tus
manos el aval de tu despliegue de conocimientos. El presidente, te beca, para
que la Patria
gane y tú crezcas como mujer de mi Argentina y como médica! – Y salió
ovacionada por la multitud, que se apiñaba en la facultad. Ella era la
estrella, apenas por debajo de la dama.
Ahora, pensó, me moriré acá
enterrada para siempre. ¿Cómo me hicieron esto? Seguro que algún enemigo
político de papá los llevó a que me dieran este castigo. Lágrimas amargas
corrían por sus mejillas. Sacó de su bolso una camiseta y se envolvió la
cabeza. Su suave cabello castaño caía ceniciento por el polvo sobre la espalda
empapada.
A lo lejos vio un punto negro
delante de una gran polvareda. Se agrandaba. Visualizó un caballo y a su
jinete. Cuando se acercó, no se sorprendió de ver a un hombre áspero de la
montaña. Apenas se tocó el ala del sombrero y le aseguró que no sabían si
llegaba hoy o mañana. Que por curiosidad había ensillado. El puesto el
Banquito, estaba a dos leguas adelante y desde allí la escuela y el dispensario
otras doce leguas cerca de Chile. Ella asumió que tendría que seguir caminando,
cuando sintió que brazo robusto la enarbolaba y enancaba.- Mis cosas están
en la ruta- voceó al hombre. –Mañana se las traeré. – el silencio se
instaló y el camino se fue desgranado entre arroyos helados y cardones. Una
miríada de insectos y pájaros los atropellaban en el cielo caliente.
En el puesto la recibió un grupo de
chiquilines silenciosos. Sus ojos negros la despellejaban para reconocerla. ¿
Esa era la nueva? ¿Durará como el otro que vino hace un tiempo?
Casi sin palabras recibió unos mates
calientes, oportunos, porque la garganta hacía horas que suplicaba líquido. ¡
Bendito mate, eran sabios los indígenas! Se apeó y le dieron una yegua
mansa. Ella sabía galopar y manejaba bien los corraleros. Siguieron cuesta
arriba y así en un mutismo instalado se alejaron tras la meta. Un rancho
encalado era la escuela y el dispensario. Flameaba una bandera descolorida. Un
grupo de doce o quince chiquillos salió a los gritos a recibirlos. Detrás una
mujer canosa y delgada, la miraba sonriente. Era la maestra. La bienvenida fue
jubilosa. Entre mate y mate se fue poniendo el sol entre las montañas y comenzó
el frío. Un fuego gozoso enrojeció un poco más los rostros que contenían las
sonrisas infantiles. Charlaron hasta la oración, como decían los niños, que se
lavaron por turno y después de comer un guiso de caracú con múltiples verduras,
se alistaron para dormir. No querían dejarla. La maestra, les recordó que ella
se quedaría por muchos días, que si se portaban muy bien sería mejor. Pronto
todos dormían. La charla se desplazaba de noticias de la ciudad a las novedades
del lugar y así en un ir y venir sazonado, se fueron conociendo un poco. La
habitación era tan precaria que parecía el claustro de un convento de
religiosas pobres. Un retrato de la Madre Teresa de Calcuta era el único adorno. Con
su sari blanco orlado de azul, sus arrugas y su mirada límpida invitaba a
meditar sobre su obra.
En una palangana vertió agua y como pudo se
higienizó. Casi vestida se tiró en el catre y tapándose con su abrigo, se quedó
dormida.
El
cacarear de unas gallinas la despertaron. Sobre la cama, habían depositado
huevos pequeñitos y tibios. No comprendía muy bien dónde estaba. Las alegres
emplumadas, subían a los pocos muebles y bulliciosas relataban su hazaña
maternal. El sol apenas mojaba la superficie de la tierra y escuchó el parloteo
de los niños con Clara, la maestra. Se cambió de ropa, más cómoda, vistió su
chaqueta blanca. Con el cabello recogido y sin maquillaje, apareció en el
salón. Se produjo un silencio conmovedor. Los enormes ojos negros de los
veintiséis muchachos le recorrían la estatura para descubrir si ella haría
algún tipo de misterioso tratamiento. ¡ Sería la bruja de las inyecciones? ¿O
vendría a exigirles que se sacaran sangre para saber qué enfermedades sufrían?
Se acomodó en una mesa y pidió un mate cocido, que llegó acompañado por tortas
de grasa untadas con arrope de tuna. El perfume la perturbó. Clara, se sentó
junto a ella y disparó la pregunta que percutía en cada corazón: - ¿ Cuánto
tiempo se pensaba quedar? – y ahora la que se quedó en silencio, fue ella.
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