Hacía como cinco o seis
días que la ventana de Maricarmen estaba cerrada. Raro. Ella siempre insomne,
al amanecer la abría y colocaba en un gancho
la jaula de Jazmín, su canario. Nunca supe si era macho o hembra.
Me acerqué a la puerta
y golpeé a las once más o menos, de paso a la panadería. No acudió nadie a
abrir o responder. Es verdad que ella vive sola. El vecino intrigado me
preguntó qué hacía ahí, y como yo lo detesto por gruñón, le hice un subir y
bajar de hombros para no decir nada. Cerró la puerta de un golpe. Masculló un
insulto, el muy bruto como siempre. ¡Siempre molestando, quejoso y malhumorado!
Recordé que a las
siete, pasaba el lechero y dejaba una botella a la sombra del dintel de la
puerta de la mujer, pero hoy no estaba.
¿Ella la entró o él no la dejó? Seguí mi camino y compré el pan fresco y
perfumado, unas tortas “raspadas” y otras de azúcar negra. Que adoran mis
nietos. Sentí una cierta curiosidad cuando pasó una ambulancia y se detuvo en
la puerta de Maricarmen.
Al no responder nadie siguió camino
seguramente a atender otro llamado. Don Tulio, el panadero, me preguntó ¿Quién
era ese joven robusto que desde hacía dos o tres días entraba y salía de la
casa de mi vecina. Yo no había visto nunca a nadie y ella no me había comentado
sobre nada que se relacionara con un visitante. Lo saludé y salí hacia mi casa.
Frente a la ventana cerrada, volví a golpear. Esta vez sentí ruidos dentro del
caserón que por antiguo, tenía las aberturas muy enclenques.
De pronto se abrió la
puerta y apareció una mujer de mediana edad, pelirroja, de ojos grandes y
saltones y vestida con ropa muy atildada. Su cara de sorpresa debe haber
espejado la mía. Tornó de disgusto a ira. ¿Qué quiere? Dijo enojada. Acá no
podemos darle nada. Mi tía está muy grave. No moleste y cerró la puerta en mis
narices.
Salí enojada y al
llegar a casa llamé a la policía. Yo sabía que Maricarmen no tenía familia.
Cuando llegaron a esa casa, ya la mujer, estaba muerta. ¿Qué raro, ella era una
señora sana, de metódica y sobria? ¡Muerta! Un policía se me acercó y comenzó
con preguntas insólitas. Respondí a todas.
Ella había aparecido
ahogada, con un almohadón sobre el rostro, boca arriba y asfixiada . su querido
canario sin cabeza sobre el pecho yerto. ¡No había sangre por ningún lado! Nada
fuera de lugar en apariencia. Limpia y prolija la casa como era ella. Sólo se
veía, dijo el inspector, una botella de leche volteada sobre la mesa a medio
llenar.
De pronto apareció un
hombre joven, con ojos descompuestos de rabia. Abrió un cajón y sacó unas
carpetas con papeles amarillentos. El grito se escuchó en todo el barrio. ¡Esta
vieja de mierda, dejó un testamento que beneficia al gato y al canario! Este
infeliz se comió la cabeza del canario. Y así, de repente el muchacho, se cayó
desmayado. El gato, indiferente siguió lamiéndose la leche con mucha
tranquilidad.
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