viernes, 10 de enero de 2020

LA VENTANA




            Hacía como cinco o seis días que la ventana de Maricarmen estaba cerrada. Raro. Ella siempre insomne, al amanecer la abría y colocaba en un gancho  la jaula de Jazmín, su canario. Nunca supe si era macho o hembra.
            Me acerqué a la puerta y golpeé a las once más o menos, de paso a la panadería. No acudió nadie a abrir o responder. Es verdad que ella vive sola. El vecino intrigado me preguntó qué hacía ahí, y como yo lo detesto por gruñón, le hice un subir y bajar de hombros para no decir nada. Cerró la puerta de un golpe. Masculló un insulto, el muy bruto como siempre. ¡Siempre molestando, quejoso y malhumorado!
            Recordé que a las siete, pasaba el lechero y dejaba una botella a la sombra del dintel de la puerta de la mujer, pero hoy no estaba.
¿Ella la entró o él no la dejó? Seguí mi camino y compré el pan fresco y perfumado, unas tortas “raspadas” y otras de azúcar negra. Que adoran mis nietos. Sentí una cierta curiosidad cuando pasó una ambulancia y se detuvo en la puerta de Maricarmen.  
          Al no responder nadie siguió camino seguramente a atender otro llamado. Don Tulio, el panadero, me preguntó ¿Quién era ese joven robusto que desde hacía dos o tres días entraba y salía de la casa de mi vecina. Yo no había visto nunca a nadie y ella no me había comentado sobre nada que se relacionara con un visitante. Lo saludé y salí hacia mi casa. Frente a la ventana cerrada, volví a golpear. Esta vez sentí ruidos dentro del caserón que por antiguo, tenía las aberturas muy enclenques.
            De pronto se abrió la puerta y apareció una mujer de mediana edad, pelirroja, de ojos grandes y saltones y vestida con ropa muy atildada. Su cara de sorpresa debe haber espejado la mía. Tornó de disgusto a ira. ¿Qué quiere? Dijo enojada. Acá no podemos darle nada. Mi tía está muy grave. No moleste y cerró la puerta en mis narices.
            Salí enojada y al llegar a casa llamé a la policía. Yo sabía que Maricarmen no tenía familia. Cuando llegaron a esa casa, ya la mujer, estaba muerta. ¿Qué raro, ella era una señora sana, de metódica y sobria? ¡Muerta! Un policía se me acercó y comenzó con preguntas insólitas. Respondí a todas.
            Ella había aparecido ahogada, con un almohadón sobre el rostro, boca arriba y asfixiada . su querido canario sin cabeza sobre el pecho yerto. ¡No había sangre por ningún lado! Nada fuera de lugar en apariencia. Limpia y prolija la casa como era ella. Sólo se veía, dijo el inspector, una botella de leche volteada sobre la mesa a medio llenar.
            De pronto apareció un hombre joven, con ojos descompuestos de rabia. Abrió un cajón y sacó unas carpetas con papeles amarillentos. El grito se escuchó en todo el barrio. ¡Esta vieja de mierda, dejó un testamento que beneficia al gato y al canario! Este infeliz se comió la cabeza del canario. Y así, de repente el muchacho, se cayó desmayado. El gato, indiferente siguió lamiéndose la leche con mucha tranquilidad.
           

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