lunes, 6 de enero de 2020

VIEJA HISTORIA IMPOSIBLE



            La calle es como un escondite de hierbajos lóbregos. Silba el viento entre las ramas desprolijas de los eucaliptos. Un paredón taciturno marca el límite de las casas deshabitadas con el bullicio de la ciudad. Detrás de ese toldo manifiesto de destierro, ruge la vida con furiosa porfía. Es viernes y cada cual busca acabar con sus tareas.
            Yo estoy ahí, perdido en mis cavilaciones. Solo. Hace tiempo que he perdido el deseo de arrimarme a la otra orilla. Sé, que envejeceré distanciando la temporada de prosperidad en reiteración de nada. Transformaré el mutismo en castigo compartido con los que se han ido. Narela ya partió. En su figura de obstinada dignidad, comenzaban a aparecer los márgenes de lo previsto.            Una sutil delgadez, le imprimía un desvaído rosa parafinado a su piel translúcida. El cabello, otrora negro, brillante y despeinado, comenzó a tornar en un opalescente gris. Antes, caían sus rulos por la espalda, configurando sus caderas firmes y maternales. Eran dulces cintas que procuraban llenarse de luces del arco iris matinal o vespertino. Narela era hermosa y ella lo sabía. Todos lo sabíamos y la rodeamos de exquisitas atenciones.
            Todo el tiempo en que se dejó amar en esta casa sombría, se desplazó con dilatada alegría. Un día vi sus ojos demasiado verdes para ser de una mujer tan nuestra. Tan humana. Sospeché que el tiempo se acercaba. Limité mi necesidad de aferrarme a quien yo sabía no era mía. Mis años, me han argumentado que el futuro está cerca. Que la dueña, esa intrépida impía se avecinaba sin piedad hasta mi dominio. Mi cuerpo se preparaba para el orco que supe conseguir a través de la vida.
            Soy un auténtico ruin. Un pérfido. Un mentiroso. ¡Pero ella era una corzuela llena de belleza! Atrapada por el lodazal del salvaje que le mostró ternura en su desamparo. No supo nunca en qué trampa caía. Y yo, miré la celada que la enredaba y no hice nada. Traidor. Soy y fui un traidor, lo acepto. Ahora observo detrás de los cristales ahumados por el polvo y ya no puedo hacer nada. No retrocedo. Miro.
            La calle cobra un inusitado movimiento. Viene por la grava trabajosa, un coche. Los caballos, tienen espuma en toda su piel, por el paso persistente que le imprime el látigo. Los belfos, húmedos aceptan sin despojarse de los hierros ajustados que marcan su camino. Amé siempre esos animales nobles y distinguidos, de alzada perfecta, crines al viento en su marcha forzosa hacia algún destino. Eran parte de mi vida.
            Se detienen en mi portal, la herrería amohosada, disimula mi presencia. Quisiera huir, pero algo me detiene. Giro sobre mis cansadas articulaciones y me acerco al sonido disparatado que se avecina por las piedras irritadas del camino del frente. Hay un hombre. Sostiene las riendas con fuerza y se agita observando por los vitrales muertos que aun sobreviven. Se abre la puerta, pesada maniobra que se produce un esfuerzo vital que ya no poseo. Me empuja. Trae una carta amarillenta al aire como trofeo de guerra. El sello, que conozco, me hace sonreír. Se distrae mirando hacia el balcón del rellano, donde una fugaz sombra se desliza urgente. Desaparece. La sombra. Otra vez la sombra. Desaparece a tiempo, para que el caballero suba urgiendo su encandilamiento.
            Busca. No hay nadie, digo. Hace tiempo que no hay nadie. No me oye y comienza a abrir las puertas, los cajones, las celosías que seden y se caen podridas en el pasto del jardín muerto. Todo está muerto. Rebusca en los muebles, el secreter y las trampas que sabe tiene el viejo moblaje. Se enfurece. Embutido en una cómoda enclenque, encuentra un escondrijo y atrapa las cartas, envueltas en cintas de terciopelo añil. Aquí están, dice. Y yo me lleno de bochorno. Ha logrado inmiscuirse en el pasado. Arrebatado, baja las escaleras, que se van desplomando a su carrera. No vuelve el rostro atrás, si no, vería que me deshago en polvo. Porque de polvo estoy hecho para confundir a los que se atreven a ingresar en el mundo de lo arcano. Narela, se acerca a la ventana. Mira al esforzado jinete. Sabe que nunca encontrará a quien lo envió a la casa. Ella quisiera mostrarse. No puede. Ya es imposible. El sol oculta tras la casa la luz y una sombra se escurre entre los árboles que gimen en la noche. Otra vez es viernes. 

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