La calle es como un
escondite de hierbajos lóbregos. Silba el viento entre las ramas desprolijas de
los eucaliptos. Un paredón taciturno marca el límite de las casas deshabitadas
con el bullicio de la ciudad. Detrás de ese toldo manifiesto de destierro, ruge
la vida con furiosa porfía. Es viernes y cada cual busca acabar con sus tareas.
Yo estoy ahí,
perdido en mis cavilaciones. Solo. Hace tiempo que he perdido el deseo de
arrimarme a la otra orilla. Sé, que envejeceré distanciando la temporada de
prosperidad en reiteración de nada. Transformaré el mutismo en castigo
compartido con los que se han ido. Narela ya partió. En su figura de obstinada dignidad,
comenzaban a aparecer los márgenes de lo previsto. Una sutil delgadez, le imprimía un desvaído rosa
parafinado a su piel translúcida. El cabello, otrora negro, brillante y
despeinado, comenzó a tornar en un opalescente gris. Antes, caían sus rulos por
la espalda, configurando sus caderas firmes y maternales. Eran dulces cintas
que procuraban llenarse de luces del arco iris matinal o vespertino. Narela era
hermosa y ella lo sabía. Todos lo sabíamos y la rodeamos de exquisitas
atenciones.
Todo el tiempo en
que se dejó amar en esta casa sombría, se desplazó con dilatada alegría. Un día
vi sus ojos demasiado verdes para ser de una mujer tan nuestra. Tan humana.
Sospeché que el tiempo se acercaba. Limité mi necesidad de aferrarme a quien yo
sabía no era mía. Mis años, me han argumentado que el futuro está cerca. Que la
dueña, esa intrépida impía se avecinaba sin piedad hasta mi dominio. Mi cuerpo
se preparaba para el orco que supe conseguir a través de la vida.
Soy un auténtico
ruin. Un pérfido. Un mentiroso. ¡Pero ella era una corzuela llena de belleza!
Atrapada por el lodazal del salvaje que le mostró ternura en su desamparo. No
supo nunca en qué trampa caía. Y yo, miré la celada que la enredaba y no hice
nada. Traidor. Soy y fui un traidor, lo acepto. Ahora observo detrás de los
cristales ahumados por el polvo y ya no puedo hacer nada. No retrocedo. Miro.
La calle cobra un
inusitado movimiento. Viene por la grava trabajosa, un coche. Los caballos,
tienen espuma en toda su piel, por el paso persistente que le imprime el
látigo. Los belfos, húmedos aceptan sin despojarse de los hierros ajustados que
marcan su camino. Amé siempre esos animales nobles y distinguidos, de alzada
perfecta, crines al viento en su marcha forzosa hacia algún destino. Eran parte
de mi vida.
Se detienen en mi
portal, la herrería amohosada, disimula mi presencia. Quisiera huir, pero algo
me detiene. Giro sobre mis cansadas articulaciones y me acerco al sonido
disparatado que se avecina por las piedras irritadas del camino del frente. Hay
un hombre. Sostiene las riendas con fuerza y se agita observando por los vitrales
muertos que aun sobreviven. Se abre la puerta, pesada maniobra que se produce
un esfuerzo vital que ya no poseo. Me empuja. Trae una carta amarillenta al
aire como trofeo de guerra. El sello, que conozco, me hace sonreír. Se distrae
mirando hacia el balcón del rellano, donde una fugaz sombra se desliza urgente.
Desaparece. La sombra. Otra vez la sombra. Desaparece a tiempo, para que el
caballero suba urgiendo su encandilamiento.
Busca. No hay
nadie, digo. Hace tiempo que no hay nadie. No me oye y comienza a abrir las
puertas, los cajones, las celosías que seden y se caen podridas en el pasto del
jardín muerto. Todo está muerto. Rebusca en los muebles, el secreter y las
trampas que sabe tiene el viejo moblaje. Se enfurece. Embutido en una cómoda
enclenque, encuentra un escondrijo y atrapa las cartas, envueltas en cintas de
terciopelo añil. Aquí están, dice. Y yo me lleno de bochorno. Ha logrado
inmiscuirse en el pasado. Arrebatado, baja las escaleras, que se van
desplomando a su carrera. No vuelve el rostro atrás, si no, vería que me
deshago en polvo. Porque de polvo estoy hecho para confundir a los que se
atreven a ingresar en el mundo de lo arcano. Narela, se acerca a la ventana.
Mira al esforzado jinete. Sabe que nunca encontrará a quien lo envió a la casa.
Ella quisiera mostrarse. No puede. Ya es imposible. El sol oculta tras la casa
la luz y una sombra se escurre entre los árboles que gimen en la noche. Otra
vez es viernes.
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