Imelda Sosa soñó a Efraín. Lo acunó en sus brazos, cantó nanas y lo amamantó en sueños.
Efraín Sosa descubrió el miedo. Se quedó paralizado unos instantes. Un fogonazo de dolor le transformó el alma en un espacio de tiniebla. Un olor metálico le hendió la holgura. Intentó correrse en el hueco húmedo y umbrío pero todo fue inútil. De a poco fueron descartando su forma. Hasta que ya dejó el ser desvirtuado en restos sanguinolentos dentro de una palangana. El cachivache era feo, viejo, descascarado y con olor a desinfectante. Amigo vergonzoso de la muerte.
Onofre Sosa, padre y abuelo de
Efraín, pagó lo acordado al barbero-carnicero y se tragó un gran chorro de
aguardiente. Sacó las barajas y un cigarro negro. Apestoso. Mientras jugaba a
las cartas, vio que le hacían un tapón a
En silencio, sin llorar, Imelda recogió todos los pedazos de Efraín y lo envolvió en una remera. Se fue caminando despacio hacia el patio de atrás. Se arrastraba sobre el barro. Se apoyó en el timbó. Lloró y con sus lágrimas bautizó al pequeño. Efraín Amor.
Cuando, borracho, Onofre Sosa salió a buscar a la hija, la encontró colgada de una rama gruesa con el bulto sangrante apretado a su vientre que aún palpitaba en gotas de líquidos de color oscuro. ¡Puta, mañana cumplía los trece años! ¿Cómo me hizo esto? ¿Ahora que le digo a la vieja y a la gente?
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