jueves, 3 de marzo de 2022

ESPIANDO

 

Bien no recuerdo cómo nací. Era la mano hábil de un anciano artesano que me fue dando forma. Agregó adornos y doró mis hermosas rosas y guedejas. Me tapaba con un paño gris. Pero yo oía cada palabra de los que ingresaban al taller.

Una noche entró una tal Betiana. Hablaba con alguien, pero no alcanzaba a escuchar esos murmullos suaves. Me pareció que suspiraban y reían bien quedo. Fue un rato entre la medianoche y el amanecer.

Al otro día mi hacedor, se sorprendió con el desorden y salió diciendo palabras cuyo tenor, no quiero repetir. ¡Soy muy delicado para reproducir esas palabras! Escuché algunas discusiones y regresó tan malhumorado que sacó un trozo de madera perfumada y comenzó a crear otra pieza. No podía ver porque estaba tapado con el lienzo.

Entró la tal Betiana, supe que era la hija de mi creador. Y lloraba como una catarata de lluvia en la ventana, donde solía apoyar la frente mi querido amigo. Ella le hablaba de amor, de pasiones controladas y de promesas. Él, se reía. ¡Ese mequetrefe, te va a abandonar apenas sepa que quieres casarte de verdad! Y salió llorando y prometiendo mil cosas que ni pude oír bien porque se alejaba. ¿Qué incómodo es estar siempre quieto en un lugar? Me perdía muchas cosas interesantes.

Apareció una señora, de esas que se sienten dueñas del mundo y me compró para su recámara. Y dejé esa casa querida.

Me ubicaron en una posición interesante, frente a la alcoba. Era una habitación amplia, entre moderna y rebuscada. La mujer era casada con un caballero que se asomó y se miró un largo rato en mi brillo. Se peinó de dos o tres maneras, se atusó el bigote. Grande y algo canoso. Arregló su camisa y se puso algo que salía como lluvia de un precioso frasco de vidrio tallado. Después de un tiempo nos hicimos amigos.

El hombre viajaba mucho. Era un ser inteligente y hablaba con seguridad. En la primera noche me ruboricé bastante. Vi cómo se despojaban de sus ropas y se paseaban por la habitación desnudos y jugaban. Ella, la muy seria señora, resultó ser poco seria en esa oportunidad. Se paraba frente a mí y lo invitaba a hacer lo mismo. Él, la abrazaba y llevaba a las sombras sobre el lecho, yo cerraba mi mente y esa noche habló el perfumero conmigo.

¡No te asustes amigo! Es lo natural, son amantes. ¿Qué? Si él, no es su marido. Ella tiene un esposo anciano, débil y que ronca como una tormenta de verano. Éste se llama Livio, y es el contador de la fábrica del marido. ¡Y yo creía que viajaba mucho! Era que escapaba de la presencia del verdadero dueño del hogar.

Cuando el sol se reflejó en mí, se despidieron apurados. Antes de salir metió sus manos en un cofre que estaba escondido detrás del espaldar de la cama y se llevó un montón de billetes. Ella no lo vio.

Escuché un automóvil que hacía ruido dentro de la casa. ¡Había llegado el marido! Ella, la muy pícara, lo recibió como una muchachita amorosa. ¡Qué vergüenza!

Cuando entró la mucama, me miró con cara de enojada. ¡Encima, tengo que limpiar todas estas porquerías! Dijo. ¡Eh, cuidado, yo no soy una porquería, soy un espejo de prestigio y belleza! Pero no me escuchaba. El botelloncito de cristal, casi muere en manos de la criada. Pero se salvó porque se lo escondió en un delantal que llevaba sobre su ropa. Justo entró la señora y la pescó robando. ¿Saben qué hizo? Le dio una cachetada que le dejó marcados los dedos en la mejilla. Cuando se asomó a mí, vi un hilito de sangre que salía de sus labios. ¡Pero qué locura!

No se fue. La mucama no se fue. Hubo una disputa terrible en la alcoba. Don Fermín, el esposo, adujo que era la ahijada de su suegra y que no la podían echar. Ella gritaba que le quería robar y él, que era por su culpa. Mi dueña, Celmira, rompía cosas. Y su marido se impuso con dos golpes, que la verdad no sé quién los ligó. Me lo imagino.

Don Fermín pegó un portazo y se fue. La casa quedó muda. El candelabro de adorno, lloraba, los paisajes marinos de la pared, también. ¡Esto va a terminar mal! Dijo el taburete donde se sentaba a leer Celmira. Cuando sepa Livio lo que pasa… me parece que se arma, dijo la lámpara de la mesilla de luz. En la oscuridad, se oían susurros de personas que hablaban por un aparato, que según me explicó, el cepillo de plata, se llamaba teléfono.

Livio hablaba con Celmira. Esperé sin decir ni un ¡Ay! La noche entraba por el ventanal con bruma y ruidos callejeros. El ladrido de un perro. Una moto que pasaba, un grupo de borrachos que vociferaban palabrotas… era una noche horrible.

De pronto entraron ellos. Celmira y Livio, abrazados y besándose descaradamente. No voy a contar lo que reflejaba mi luna plateada, por pudor. Se abrió la puerta y entró la mucama con un enorme cuchillo de cocina y se los clavó en el pecho a ella y en la espalda a él. La sangre se disparaba como agua de una laguna de ardiente rubí encendido. Limpió con las sábanas el cuchillo, acomodó todo sin mirarme y salió tranquila por la puerta. Antes vi que revolvía la ropa que estaba tirada sobre el sillón y sacaba dinero y joyas. ¡Ladrona!

En la mañana, la casa era un loquero. Gente entraba y salía. ¿Quién habrá hecho esta calamidad? La mucama lloraba sobre el cuerpo frío de Celmira. Fermín lloraba en el taburete y se mecía los pocos cabellos canos. ¡Y yo, no podía contar nada!

Cuando los hombres se distrajeron buscando con lupa huellas y algo de qué agarrarse para hacer un racconto, la mucama se echó al bolsillo a mis amigos. El botellón de perfume y el hermoso cepillo de plata. Me volvieron a tapar con un lienzo y ahora la habitación está a oscuras. A veces hablo con la lámpara, pero llora y los paisajes marinos salieron del habitáculo apenas s e marchó don Fermín. ¡Qué pena, no poder moverse! Es entretenido espiar a los seres humanos.  

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