La
señorita Abigail ingresó en el vetusto hotel seguida por su querida nana
Hortensia. El pequeño espacio olía a lavanda, cocido de cebollas y azúcar
quemada. Apareció el anciano dueño, con un una pierna amputada, seguramente durante
la guerra, se apoyaba en una muleta de caña de indias y de su cabeza calva sólo
caía un mechón de canas que en un tiempo fue de color rojo.
Parapetose
tras un mueble de madera lustrada, abrió un libro y se quedó mirando a ambas
mujeres. La joven le tendió la mano y con la sonrisa más auspiciosa, le dio sus
papeles de referencia.
Venían
del Valle de Águila Negra en el oeste del territorio y se quedarían varias
semanas. El hombre la miró con cierta desconfianza. Ella tomó el bolso y hurgó,
sacando un fajo de dinero, ¿serviría ésto para recibirlas sin desconfianza? Una
ancha sonrisa cambió el humor del viejo y comenzó a escribir los nombres en el
libro.
Luego
del interrogatorio innecesario, las acompañó a la mejor habitación del
establecimiento. Era amplia sin exagerar, con alfombra beige y una ligera orla
de rosas en guía que se perdía bajo los dos lechos. Un armario de madera de
cerezo con espejo ovalado era el mueble más importante. La lámpara de opalina
disfumaba la luz, pero había otra grande que alumbraba el pequeño escritorio.
Hortensia
acomodó el bolso grande sobre una banqueta y el vejete, dejó el cofre en el
piso cerca de la ventana. Esta daba a un jardín pobre y con algunos rosales,
cuyas flores caían en pétalos moribundos sobre el césped mal cortado.
- ¡A las diecinueve
horas se cena! No lleguen tarde porque Pascuala se enoja. Las toallas se
cambian dos veces a la semana y las sábanas cada tres días.-
Salió y se oyó el golpeteo de la
muleta de madera que se perdía por el largo pasillo.
-
¡Por
fin solas! Viva la libertad, desátame el corsé, dijo mientras tiraba el
sombrero sobre una silla. La nana ofuscada, le sacó ese espantoso corpiño que
estaba de última moda, quién sabe dónde.
-
¡No
sé cómo aguantas esto, mi niña! Este lugar me parece demasiado lúgubre y el
viejo… hizo demasiadas preguntas. ¡No
crees?
-
Bueno,
si, es un mirón y bicho, pero espera un par de días para opinar.
-
Te
repito pequeña, no me gusta. ¿Viste cómo te miró cuando le dijiste la edad, se
le caía la baba, al mequetrefe.
-
Y
tú morías de celos por tu bebota. Ya tengo dieciséis años y Tata, me autorizó a
venir para hacer lo que me propuse.
-
¡Esperemos
no tener problemas!!! La regordeta Hortensia, se sacó la cofia y el mantón de
lana, acomodó los botines de su mimada y se acomodó en el lecho, previo a dejar
sus “lunnettes” sobre la mesilla. Se durmió y comenzó a roncar.
Cuando el sol se apoyaba
en la pared despertó Abigail y sacudió al ama. Se colocó un vestido simple de
de tela ligera y sobre los hombros se echó un chal de angora. Salieron ambas
hacia el pasillo escuchando el ruido de platos y vajilla. Donde vieron una
buena luz, calcularon era el comedor. Les sorprendió que hubiera un sola mesa
para todos los presente. Y a la hora precisa, apareció una mujer que dejó
boquiabierta a ambas. Alta, tan delgada, que parecía una vara de sauce, de piel
amarillenta, arrugada y con cabello ralo de color pajizo. Entre las manos
flacas traía una sopera humeante. Comenzó a servir sin pronunciar ni una
palabra. Cuando llegó a Hortensia, hizo un gesto de desagrado. Derramó la mitad
del líquido que a los otros comensales y se fue por una puerta oculta por una
cortina verde oscuro.
Abigail, comenzó
saludando a los presentes. Eran en su mayoría hombres solos. Había una
excepción, una pareja de alrededor de sesenta años, que hablaban entre sí y
reían con picardía. ¡Eran tan agradables!
Inmediatamente
comenzaron a charlar. Pregunta tras pregunta sonsacaban datos sobre las novatas.
Un joven de barba y espejuelos las miraba sin pestañear. Sus manos tenían los
dedos entintados, seguro era un escribiente de trabajo doble en alguna de las
oficinas donde Abigail, debía concurrir.
-
Señor
disculpe mi indiscreción ¿usted trabaja en alguna oficina pública? Mañana
necesito ir a… la mano de Hortensia, la detuvo. No debía hablar con un
caballero sin ser presentada y menos un mozo de alrededor de veinte años.
-
Mi
nombre es Jaime Spitt, mayor gusto señorita, lamento que nadie nos presentara como
expresa el decoro, pero responderé a su pregunta. No, trabajo en
-
Abigail,
le alargó la mano y saludó cordial al muchacho.
Entró Petrona con una fuente de carne de
cordero cocida con hierbas y patatas. Mientras el anciano se servía la mejor
porción la pareja miraba con curiosidad a la muchacha. Se hizo un breve
silencio y nuevamente Hortensia recibió la menor porción.
-
¡Perdón
señor, puedo preguntar porque no el sirven como a todos, la misma comida a mi
Nana? Ella es como mi madre, ya que siendo huérfana desde muy pequeña me crió.
Además hemos pagado igual por nuestra estadía.
-
¡Petrona
ven, la señorita se ha quejado… manifiesta que la comida de
-
¡Ella
debería comer en la cocina junto al personal y no con los señores! Es una
servidora como yo. Me niego a servirle más, si quiere comer mejor que vaya al
fogón.
-
Usted
me ofende, Hortensia es mi madre del corazón y yo no voy a permitir que se me
ofenda.
La vieja se alejó
murmurando sin más y desapareció. Todos comentaron el hecho, pero para Abigail,
fue un momento que la puso muy nerviosa. Salió del salón sin probar bocado y
Hortensia la siguió sorprendida, y con mucho apetito. Durmieron tranquilas. No
se oía ni un rumor en los pasillos. Sin embargo, a la mañana siguiente, grande
fue la sorpresa de las mujeres al encontrar en la sala de desayuno a dos
policías, haciendo preguntas a los que iban llegando.
En la carbonera habían
encontrado a Petrona muerta. Su cuerpo escondido entre parvas de carbón y mucha
sangre. Supieron que estaba allí desde la madrugada y su cuello roto y muy golpeada.
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