lunes, 25 de septiembre de 2023

¡MATA A TU PATRÓN, ADELAIDA!

 

 

            El país era un caos, los automóviles pasaban como balas por las calles y se oían balas en la noche. Es una asonada. No, es una revolución. No lo crean es una reivindicación social. Es la nueva política que viene.

            Y hasta el hartazgo en los medios radiales se oían a politólogos hablar. Los diarios ardían. El mundo estaba patas para arriba, señor. Yo había entrado a trabajar en esa casa como ayudante de un pediatra muy amable. Su mujer era una excelente ama de casa y tenía muchos niños; cinco para ser exacta.

            Nunca me faltaron al respeto, me hicieron sentir despreciada o me obligaron a hacer tareas superiores a mis posibilidades. Fíjese, señor, que me daban a elegir la presa de pollo o el mejor bife de la fuente. Me hacían servir primero a mí y luego doña Raquel, le servía a mi patrón y a los chicos. Al final ella se quedaba con lo que quedaba, generalmente lo más pequeño o lo que sobraba. ¡Nunca la oí renegar del trabajo que le daba coser la ropa de toda la familia! Muchas mañanas yo me levantaba y saliendo de mi habitación veía que ella no se había acostado terminando una camisa o una prenda para los niños.

            Mire señor, me pagaban antes que terminara el mes y siempre me daban algo más como una especie de propina o premio por alguna tarea especial que hubiera hecho: limpiar los bronces, cambiar cortinas y almidonarlas, hasta si servía un café sin que me lo pidieran como idea mía para que se sentara un rato el doctor a charlar con la esposa.

            La casa era grande, pero no demasiado. Era una casa como para varias personas, pero no brillaba el lujo o algún despropósito. Muchas veces él, el patrón atendía a un niño y no cobraba si veía que era gente de trabajo y pobre. ¡Hasta les daba los remedios, esas muestras gratis que le dan los laboratorios!

            Yo, lo digo sin vergüenza, me enamoré de esa familia. Eran buenos, muy religiosos y vivían como cualquier obrero, sólo que tenían escuela. ¡Si yo hubiera podido ir a estudiar no me hubiera sucedido todo aquello!

            Una noche sonó el timbre y fui a abrir la puerta, pensando en un niño enfermo que llegaba sin aviso. ¡No, era mi ex marido! Él, es un alto personaje en los sindicatos de madereros. Manda como “patrón de estancia”, así decía él, que se jactaba de ser mejor que los estancieros. Nunca conocí a uno. Vino y me sacó casi a la rastra. Entre después de darle un buen empujón y le avisé a uno de los chicos, el mayor, el Pipi, que salía un momento con un pariente. Que le avisara a su mamá. Salí y en la esquina había una chata con dos tipos armados hasta los dientes. Me metieron de “prepo” en la chata y salieron echando chispas. Llegamos al parque y allí me dieron un ultimátum…”Tenés que matar a tus patrones y a los pendejos”

            Se imaginan como temblaba. Yo sabía que son de los de la pesada del sindicato. No me la iban a perdonar. Temblaba como una lámina de metal, me castañeteaban los dientes y las rodillas bailaban una contra la otra. ¡Qué julepe! En una bolsa entré el arma con seis balas en la misma y otra caja más. Porque eran siete, sí, siete con el Pipi y la Clarita. Sole tenía tres años y Luchi cinco. El bebé no caminaba todavía pero ni se lo sentía de tan bueno.

            Esa noche no pude dormir, fui como seis veces al baño, tenía vómitos y colitis. ¡No es para menos! Yo, Adelaida Gauna tenía que matar a esa gente hermosa por orden de un atado de locos gremialistas. En la mañana la señora me preguntó ¿Cómo le fue anoche con su pariente? Y le tuve que mentir. Vino a avisarme que me tengo que ir señora. Mi abuela en San Juan está moribunda y no hay quien la cuide y pensaron que yo soy la mejor nieta para cuidarla, así que esta tarde cuando termine las tareas me voy.

            ¡Qué pena Adelaida! La queremos tanto, pero está bien usted se merece cuidar a su familia.

            Me temblaba el cuerpo. Hice todo lo que pude para no mostrar mi miedo y mi vergüenza. Me pagaron con un premio por mi trabajo y salí corriendo. Me subí en la Terminal De Micros el primer coche rumbo a Buenos Aires, ya que allá es tan grande que no me iba a encontrar. Por lo menos en un largo tiempo, plata tenía, ahorraba algo de mi sueldo todos los meses y más lo que me habían dado al salir.

            Viví escondida en un pueblito del sur de Buenos Aires cinco años. Trabajé de vendedora ambulante, vendí helados, cociné en una fonda, hasta cargué bolsas en una feria de verduras. Un día hubo una revolución y sacaron a los palos a muchos, especialmente a algunos políticos mafiosos. Yo escuchaba las radios de noche en la pensión. ¡Ah, me mudé cuatro veces a distintos pueblos y nunca di mi nombre ni mi documento! Les decía que me lo habían quitado en un trabajo unos patrones malos.

            Supe porque me atreví a llamar a una comadre, que mi ex marido estaba preso; había matado a unos mayoristas de madera. Y volví. Dejé pasar quince años… y fui a buscar al doctor y a su familia. ¡Los encontré! Estaban muy felices de verme. Cuando les conté mi historia, me abrazaron y me pidieron que almorzara con ellos.

            El Pipi, me contó de usted, que es su profe del secundario y que escribe historias verdaderas, por eso me atreví a relatarle mi verdadera vida. ¡Pensar que me querían obligar a matar a toda la familia de mis patrones, por no estar metidos en los chanchullos del gobierno! Adelaida Gauna, nunca hubiera hecho algo tan horroroso.

EL CAMINO

 

 

            ¡La sorpresa entretejía curiosidad y alegría! La Medina era un anzuelo entre tantas caminatas por lugares hermosos. No alcanzaban los ojos para observar cada estante del mercadillo, cada mesa o ventanuco donde se podía encontrar ese mundo mágico, para mí, de la vida de la lejana Tánger.

            Luego de atravesar el laberinto onírico de callejuelas y portales que se achicaban para que la mirada intrusa de los aventureros como yo, dejé caer mi mochila en un banco de piedra. Desgastado por el uso de los habitantes que merodeaban ajenos a mis expectativas.

            Quedé bebiendo una simple botella de agua, que compré a un niño de ojos brillantes y alegres. Al alzar la vista, me quedé prendado de una mujer anciana que me observaba curiosa. Yo era un extranjero, de quien sabe qué lejano país, que había irrumpido en ese rincón mágico. Y, sí, venía de muy lejos.

            ¿Sabría ella dónde quedaba en el mapa, mi país? ¿Conocería lo que es un “tango”, una “milonga” o un cafetín de Buenos Aires? Nunca le hablé para no romper el embrujo de su: “estar parada mirándome absorta”.

            Un pañuelo rosa pálido, le cubría la cabeza y parte del rostro. Su cuerpo hablaba de una obrera del hogar, de una mujer con años cocinando y lavando ropa de hijos y parientes. Tal vez hasta de extraños como yo.

            Le sonreí. Ella mostró su sonrisa desdentada y dulce. Recordé a mi abuela. Era como encontrarme en las antípodas con la hermosura del amor de abuela. Llevaba una bolsa de tela rústica a rayas rojo y blanco, donde parecía que se movía un ser mítico. Emergió la cabeza de un gato blanco. Ella asustada escondió al animal, para que no lo viera. ¡Qué pena! Era tan bella la figura de la anciana con el gatito asomando de su bolsa…comenzó a caminar lentamente. Iba girando la cabeza que se envolvía en el chal rosado como una flor. Se perdió tras un portal donde habían colgado ropas típicas marroquíes.

            Me paré, y salí de la medina con el corazón alegre. Había recobrado ese cariñoso recuerdo de mi amada abuela que había partido de este mundo cuando era un niño. El sol comenzaba a esconderse entre las murallas amarillentas de un edificio antiguo. Lejos, en mi camino, se perfiló la ilusoria imagen de un ser angelical, era como un ángel que por una rara cuestión me nublaba la vista. Estaba llorando.

UNA BODA ÚNICA

  

Una majestuosa marcha nupcial se expandía por la nave iluminada y floral. La alfombra roja cubierta por un camino de seda blanco, acaparaba pétalos de rosas esparcidos y perfumando ensueños. Un murmullo sofocado en el silencio se hizo cuando se abrieron las pesadas puertas de roble.

Allí, temblorosa tomando al padre el brazo, la joven envuelta en una nube de tul y seda, se destacaba en el templo iluminado.

Yo, me detuve en observar no sólo a la jovencita que ingresaba temblando, sino a la gente que se movía como babosas brillantes entre el aroma de rosas y jazmines. Gente curiosa se mostraba con un pavoneo histérico en algunos casos, intentando el flash de los periodistas de sociales. Estaban dispuestos a que los descubrieran "en" y "junto a", parados codo a codo buscando un ángulo de pertenencia. ¿Aristocrático?

Allí el famoso diputado calvo y grueso con su pareja veinte años más joven; allá el nuevo industrial que ganó la licitación del edificio mayor, mostrando a su mujer "legítima" a pesar del tiempo y de la hipócrita verdad. Más allá, un médico famoso que cada día se lo ve en la televisión, porque le cambió el rostro y el cuerpo a hombres y mujeres del Jet Set.  Todos esos esperpentos que invierten fortunas en autos lujosos, relojes de marcas sofisticadas y almanaques a descuento de años.

La muchacha sonríe y tiembla, llega al altar donde un enamorado espera. Casi adolescente, la recibe con un suspiro.

Ajenos del gran sainete que viven tras de sí, los adultos que maquillan en silencio su verdadero Yo. Ven un futuro negocio, un contrato jugoso, o tal vez sacar una tajada a ese encuentro que para ellos es una parodia. ¿Y lo es, claro!

Un soprano de voz maravillosa canta como un ángel el ave María y una anciana solloza. Es la única que ve a su nieta con ojos del amor.  Algunas mujeres recuerdan sus antiguas bodas y unas lágrimas indiscretas. Algunos pequeños reptan junto al altar buscando de sus jóvenes padres que sin disimulo miran los escotes profundos de algunas mujeres que están con compañeros más viejos. Todos los hombres con Chaqué o esmoquin, atildados para representar una vieja ceremonia en la cual ya han perdido sus sueños.

La niña acepta glamorosa el anillo nupcial sin saber que el senador de ultra izquierda mira insistente a su contrincante en la cámara. ¿Qué mira en los ojos de su nueva conquista? Es una joven intelectual de la facultad de Ciencias Sociales donde es catedrático. Lejos quedan los ideales de la "revolución". Se ha mimetizado con ese puñado de políticos, descomprometidos con la realidad social, decadente y marginal.

La moda azota las conciencias y las palabras desvalorizadas se pierden en diálogos pomposos que no resuelven nada. Ya no se juega como cuando era joven y creía. ¿Para qué?

Ya el sacerdote bendijo a la pareja que voltea y sale con un hermoso son de "Pompa y Circunstancia" en el órgano a pura sonoridad. Rocío de pétalos de rosas, arroz y risas. La mascarada continúa.

Desde un rincón escondido se oculta un ser anónimo y sensible. Es el amante del novio que espera para darle la estocada final. Cuando se acerca, en un impulso que raya con la locura, le descarga un balazo y el muchacho cae en un charco de sangre. La gente huye. Nadie quiere ser visto ahora en la tragedia. La niña, se abraza sin comprender a ese mozo que acaba de dar un sí, frente al altar donde Dios lo mira con pena.

UN CUENTO DE AMOR Y DE GUERRA

 

 

El fuego la hacia sentirse como Dios, cuando vio el sol; entonces inventó la novela de un amor imposible y tormentoso. Al alba, descalza caminaba en la nieve esperando la llegada del soldado que la había escondido en el desván. Cuando el sol comenzaba a iluminar los árboles y ella recordaba el beso, que como un rayo le atravesó los labios, de ese hombre desconocido, que podía matarla con el arma que llevaba en la cintura y sólo atinó a abrazarla, y besarla lenta y silencioso con la boca oliendo a hierbas húmedas, a setas, a musgo. La envolvió en una capa de color gris, sucia y rota y subió al altillo y la dejó, quieta y callada, haciendo una señal de: “No hables, ni grites, ni te muevas” que aceptó inmutable. ¡Pero no llegaba! Se fue la nieve y siguió esperando. Famélica, sudorosa, aterrorizada. ¿La guerra continuaba a la distancia? Se oían los ruidos de metales que chirriaban sobre la tierra mojada y los sonidos de balas de todo calibre.

En la sala, cuando necesariamente bajaba del desván, olía a soledad y a muerte. Pero ella se había propuesto recuperar ese amor imposible.

Cuando llegaron las tropas, recorrieron la casa vacía y estaban a punto de salir, cuando un crujido, alertó a los hombres. El más viejo, miró hacia el techo y con el dedo, señaló hacia arriba. Un mozo joven, imberbe, subió lentamente la frágil escalera con el arma lista. Abrió la puerta y encontró a una joven moribunda, abrazada a una capa y con una carta en las manos que apenas se podía leer.

“Amor mío, te seguiré esperando hasta tu regreso”. El muchacho hizo una seña llamando al veterano y éste, comenzó a trepar lentamente los escalones que crujían con su peso. Ella lo miró y cubriéndose con el brazo escuálido, la cara, con un sollozo, le preguntó: ¿Ha regresado mi amado? Y cayó desmayada entre los brazos del hombre.

Nadie se atrevió a tocarla. Llegó un enfermero y luego de auscultarla, les dijo que le quedaban horas de vida. Estaba deshidratada y muy enferma. Neumonía.

El rostro de los hombres curtidos por la vida entre trincheras y hoyos de morteros, se ensombreció y alguna lágrima rodó por la piel curtida. Uno de ellos, acercándose le dijo: ¡Amor mío, he vuelto! Y la acurrucó en su pecho con olor a pólvora y barro seco.

Ella, se enlazó al cuello y suspiró. ¡Has regresado! ¡Mira el sol, es fuego que entibiará nuestra casa! Y se quedó dormida. Le dejaron comida suficiente y remedios y una carta que decía: ¡Amor mío, tengo que irme, pero debes superar esto y curarte! ¡Volveré a buscarte!

En el verano, cuando ya los árboles cuajados de frutos mostraban la vida de la naturaleza generosa, ella repuesta, vio por el sendero que avanzaba un hombre. Era el joven soldado que la había encontrado en el altillo, que cumplía una promesa hecha por otro que quedó en una trinchera cualquiera del horror pasado.

 

 

miércoles, 20 de septiembre de 2023

LA FLORISTA


 

Regresaba tarde de la florería. Me dolían las manos con tantos pequeños tajos y pinchazos de las rosas y hojas cortantes. La calle apenas iluminada proyectaba sombras fantasmales que prometían temores. Soy muy miedosa. Pero necesito trabajar hasta las horas en que los oficinistas salen de sus trabajos y suelen cubrir sus "pecadillos" llevándole flores a sus esposas o compran rosas para conquistar a alguna incauta secretaria u oficinista.

Amo mi trabajo. Tengo muchas historias de amor, de tristezas, de líos amorosos... en general, por las mañanas compran las amas de casa que adoran decorar sus salas con flores, es la venta más económica. Ellas cuidan el billete que sus maridos o compañeros, dilapidan en amantes y otros "yuyos".

Hace un mes, más o menos, apareció un señor. Era alto, muy delgado, bien vestido y pulcro. Llevaba unas gafas enormes que le cubrían medio rostro. ¡Yo pensé: "Soné me asaltan"!; pero no, se acodó en el pequeño mesón donde hago los pedidos y me preguntó cuáles son las flores más resistentes al calor, el sol, el viento y la falta de agua. Vaya, pregunta. Yo compro a los mayoristas flores conocidas: Orquídeas, rosas, agapantos, strelizias, conejitos... bueno las más usadas para armar ramos. Ah, helechos y algunas hojas que me permiten hacer bonitos arreglos. Le mostré lo que tenía. Miró un rato. Y se decidió por unas margaritas que estaban en un jarrón hacía varios días.

Le armé un hermoso ramo con una rosa roja en el medio. Me pidió que le pusiera una de color blanco. Y así se lo entregué. Pago sin chistar una suma algo elevada. Por la rosa que las traen de Colombia. Al sacarse los anteojos, vi. sus enormes ojeras. Un alo de dolor mostraba su rostro cansado. ¡Son para mi difunta esposa! Dijo y se volteó con una lágrima en las mejillas. Sus manos temblaban. Se volvió y después de un breve silencio me dijo: "Paula, fue una mujer increíble. Solía esperarme horas y horas con la mesa llena de exquisiteces y velas rodeando el comedor con un perfume a violetas, que ella amaba". Le juro, señorita, que cuando se desmayó esa noche en la sala, yo creí que era algo momentáneo. Llamé al médico que llegó en una ambulancia en minutos. Me desplomé cuando me dijo... No está desmayada, está muerta. Y le aclaro, ni un suspiro ni una palabra destemplada o fuera de lugar había salido de nuestras charlas nocturnas. Porque después de cenar, íbamos a la sala a conversar sobre los hechos cotidianos. Y allí, mi esposa, la excelente mujer que me acompañó tantos años, estaba muerta.

Las flores eran para esa mujer que él, extrañaba tanto. Todos los viernes venía a buscar un ramo de flores que seguro iban a para a la lápida de su amada. Me contó cosas de su vida, me mostró fotos de viajes compartidos, y supe que nunca habían podido tener hijos.

Pasado un para de meses, lo vi más delgado y comenzó a encorvarse. Era como si se abrazara solo él. Un viernes vino y me dejó un sobre sin decir esta boca es mía. Yo, lo dejé a un lado. Le entregué el ramo de Rosas blancas que me pidió y me dijo: ¿Puedo darle un abrazo? ¡Sí, por supuesto! Y me abrazó con mucha ternura, me dio un beso en la mejilla, tomó el ramo y salió, arrastrando sus pies por la vereda. Me quedé pensando. Llegó un joven y compró otro ramo de rosas. Olvidé abrir el sobre. Cuando regresé a casa, llegó una muchacha y me dijo que el señor Oscar regules, el cliente había fallecido. Me quedé muda, paralizada. Se había despedido de mí.

La joven me hizo un comentario que me dejó pasmada. Don Oscar, murió de amor. Y yo, recordé el sobre. ¿Qué contenía? A la mañana siguiente abrí la florería y abrí el sobre. Me había dejado su casa como regalo. Una breve nota despidiéndose y me rogaba que cada veinte de Abril, le llevara un ramo de rosas blancas a su amada.

Desde esa fecha, cierro antes la florería y llevo un ramo de rosas blancas al cementerio de mi ciudad.

PAZ EN LA TIERRA

 


Suenan las trompetas y tambores

arde en el desierto un fuego abrasador

cunde en las calles una ola de esperanza

hoy, ha desplazado la vida una fragancia de amor.

Los jóvenes se arriman a los portales con versos y cánticos

las banderas de colores de arco iris se mezclan con pancartas seculares;

llevan en cada mano una flor silvestre arrancada de un jardín inhabitado,

 van dejando sus armas sobre la tierra alzando la mirada hacia el sol.

 

No se escuchan los truenos de armas que herrumbradas mueren

dejadas en los escombros del horror.

No corren por las calles pies desnudos de los niños sin ojos y con piel

quemadas por el fuego que otrora se esparcía

junto a los gritos desgarrados de dolor.

Hoy la Paz nos conmueve y se vislumbra tenue

leve amanecer de la conciencia

del amor.

UN ROMANCE DE PELÍCULA

 

                        El pueblo es como cualquier pueblo de provincia. Acicalado, cansino y avejentado. Casas descascaradas con zaguanes llenos de macetas con plantas antiguas. Cortinas hechas a mano por alguna soltera en espera de mejor tiempo o por ancianas chismosas que salen a la calle sólo para espiar a los jóvenes. Y de eso tengo que hablar.

                        La tertulia es en la plaza, las chicas a la derecha, con las agujas del reloj, los muchachos al revés. Miradas van miradas viene y siempre alguno que dice algún piropo chistoso y la carcajada de los que van y viene. A las ocho en punto suena la campana a misa. Y las chicas cruzan de prisa y los varones en espera. La mantilla aparece por arte de magia y parecen ángeles de porcelana.

                        Renata ha mirado a un joven con curiosidad, él, ha reparado en esa muchacha tímida que sólo levantó los ojos una sola vez en toda la tarde. Tomás, es canchero, viene trasladado su padre de la ciudad para mejorar el servicio de trenes a la capital. ¡Es el “nuevo”! los otros celosos lo tratan con indiferencia.

                        Nunca imaginó sentirse bien en un pueblo tan pequeño, pero la gente es gentil y los muchachos simpáticos. ¡Menos un tal Osvaldo que tiene una mirada desagradable y diríase que furibunda! Siempre callado, separado del grupo de los chistosos, de los que ayudan a sus padres en los pequeños talleres familiares o en el ferrocarril.

                        Usa una gorra tejida que se encasqueta hasta los ojos y una sonrisa despectiva. Parece ese actor de cine que se la da de “dandi”, pero sus modales son horribles y es mal hablado. Cuando salen las chicas de la iglesia o de la escuela, comienza a decir guasadas y las molesta. En especial a Renata. Eso molesta mucho. Tomás comienza a perseguirlo para hablarle, pero lo evita siempre. Desaparece en un callejón cuyo mal olor tira hacia atrás la nariz más preparada a lo nauseabundo.

                        Una siesta de verano se van todos los chicos al río. Nadan, juegan y se ríen. Al regreso las madres están todas alteradas. Han encontrado a Renata golpeada, violada y muerta. La han dejado junto a un vagón del ferrocarril que está fuera de servicio. Los llantos se juntan y corean amigas y madres, compañeros compungidos y padres anonadados. ¿Quién atacó a la niña? Entre averiguaciones y culpas y comienzan las especulaciones… ¿Osvaldo? ¿Un forastero o un obrero de paso?

                        La policía busca e interroga a todos. Nadie vio ni escuchó nada.

                        A la madrugada con mucho sigilo Osvaldo se aferra al tren carbonero y se va del pueblo. ¡Nadie le creerá que él no hizo nada! Un extraño personaje del pueblo lava su chaqueta con sangre y esconde la ropa que puede incriminarlo. Él, dirá que lo vio merodeando al “pibe ese, el de la gorra tejida”. Y todo el pueblo le creerá.

                       

VELETA

 

 

                                                           “No hables mal de alguien cuya carga nunca hayas llevado a cuestas” Marion Bradley

 

                            Ludovica apeándose del caballo, se alejó hacia la mesa de hierro que presidía el jardín. Allí estaba Andrea y el señor Gilberto. Tomaban unos mates con sabor a hierbas del campo. No fue sorpresa para Andrea ver a su compañera del colegio donde pasaban medio año pupilas para aprender las materias propias de señoritas de ciudad. Ellas se reían de la torpeza de la directora, una muy miope docente alemana que ejercía con mano de acero al pequeño rebaño de muchachas. El anciano portero era el único hombre que veían y siempre cuchicheaban sobre su modo penoso de hacer las tareas.

                        Riéndose la recién llegada se tiró sobre la falda de Andrea y Gilberto le hizo una chanza que ruborizó a las dos chicas. Cuando el rato, llegó Rafaela, la ayudante de cocina, vociferando que había fuego en el “guisadero” y que Luisa, la vieja cocinera, estaba abrasada entre humo y chispas con un pavo en los brazos y apretaba con furia la comida. No quiere salir, se va a quema viva y válgame Santa Eufrasia, que yo no quiero ver nada. Salimos corriendo y nos empujó el olor a quemazón de plumas y cabello. Gilberto cerró la puerta y tapó con una manta a la anciana. Juana se quedó muda. Luego salió espantada hacia su habitación con el pavo abrazado y negro. ¡Era la comida del Día de Gracias y la primera vez que fallaba su pitanza.

                        Todos llorábamos por el fuerte olor agrio y el vapor hediondo de grasa y laurel quemado. Luego comenzamos a reír y reír por lo poco afortunado de nuestro accionar frente a la “catástrofe” ocurrida con nuestra cena. Rafaela  comenzó a limpiar y su carita siempre acalorada por los pucheros, estaba tiznada y sucia. Lloraba y murmuraba contra nosotros, que según ella, éramos malas y egoístas. Llegó papá y su vozarrón nos hizo callar a todos.

                        ¿Qué ha sucedido acá? Acaso no saben estos señoritos superar un descalabro con seriedad. Andrea y yo nos tentamos. No podíamos evitar la risa. Nuestra inexperiencia era supina y Gilberto no era el mejor bombero de la zona.

                        Luisa, al oír al patrón, subió a la cocina, siempre abrazada al pavo negro y chamuscado. Su cara era de un fantasma recién acontecido. Todos de pie frente a ella comenzamos a reír y hasta papá se llevó la mano a los bigotes para que no se le notara la hilaridad. Ese día nos llevarían a la casa de Antenor, mi tío a cenar, por lo ocurrido. El problema era la servidumbre. Cuando llegamos todos, con Luisa y Rafaela a la casa del tío, su esposa, puso el grito en el cielo.  Para ella era falta de respeto que ellas estuvieran allí. Las pobres no sabían donde esconderse. Mamá la arengó hablándole de la “caridad” y ella comenzó a maldecir a las pobres mujeres. ¡Que eran sucias, que eran tontas,  Consideraba una que arruinaban sus hermoso pisos, etc., etc.!

                        Papá habló seriamente con ella y le dijo que su gente, era muy buena gente. La tía  Rigoberta cambió como una veleta, sabía que con papá no se jugaba y las defendería como a su prole. ¡Por eso odio a la famosa tía Rigoberta y creo que todos pensamos lo mismo! ¡Es una verdadera veleta!

                                                                                 

 

MUY MACHO PERO…

 

            Miró el trapo lleno de sangre que tenía en las manos y de un tirón le quería quitar el policía. Dio un salto hacia atrás y se alejó. Vomitó. ¡Nunca había pensado que le pasaría eso a él, el mejor maquinista del ferrocarril del sur de la provincia de Buenos Aires!

            Nació para ver pasar los trenes, su casa temblaba con el pasó de cada vagón, fuera de pasajeros o de carga. Amaba el olor del humo y de los aceites que derramaban las locomotoras. Iba pasando el tiempo y le suplicó a su madre que lo dejara ir  a la escuela Técnica de “Ferroviarios”. Estudió y salió con una medalla. No era muy inteligente, pero si tenía la testarudez de un toro. Orgullosos con su título se presentó en la oficina en Paternal donde le harían unas pruebas. Salió bien pero los acomodados le ganaron de mano.

            Se “conchabó” como aprendiz de un viejo polaco que armaba camiones y grúas, para el ejército. Aprendió de ese viejo agrio que escupía cada vez que hablaba en un idioma trágico de su tierra, un sin fin de estrategias con los metales. Sabía de todo y atento memorizó mucho de lo que el anciano sabía.

             Siempre puteaba por la guerra y se dormía sentado en un sillón desvencijado que según él, era traído de Polonia. Tenía más tierra y mugre que todo el vertedero de basura.

            El hombre escuchaba una música linda, pero extraña para el muchacho que amaba el tango. Igual, un día encontró en la mesa de la cocina una carta que lo llamaba del Ferrocarril Central para comenzar como maquinista.

            Un sueño cumplido. ¡No fue fácil! Tenía a un montón de tipos envidiosos y vagos que le hacían la vida imposible. Nunca los delató, hubiera sido peor. Había una pequeña mafia apadrinada por punteros políticos y del sindicato.

            Cumplió a rajatabla con su tarea, hasta lo premiaron dándole la locomotora más nueva y la más bella. La limpiaba como a una estatua de mármol o de acero. Brillaba cuando rauda pasaba por la ruta. Siempre atento a los cambios de luces, si veía un color naranja, aminoraba caso a diez kilómetros para evitar cualquier accidente. Si era roja, frenaba y los rieles y las ruedas chirriaban como una sinfonía de terror. Era verde volaba como los pájaros libres de la pampa.

            Ese día fue un horror. Bajadas las barreras y terminado de subir todo el público, comenzó a poner la máquina a andar, llevaba a los obreros y mucamas de media provincia, en la próxima barrera baja, una joven mujer corrió y se tiro bajo “su” tren. El grito y escándalo fue feroz. La gente gritaba y se tiraban para tratar de ayudar. Unos varitas y policías echaron a todos. A él, lo tomaron de atrás para quitarle el trapo que arrancó del cuerpo de la joven mujer. ¡No! Se deshizo de las duras manos que lo sostenían y le pusieron unas esposas de acero. No dejó el trapo sangrante. Lo arrastraron hasta un celular que irradiaba luces azules y rojas como la cabeza que rodó a sus pies, de la pobre mujer. Sacaron el cuerpo y lo llevaron fuera de su vista. Lloró. Lloró mucho, nunca pensó que le podía pasar algo así. Para eso no estaba preparado. Cuando abrió entre sus manos ese trapo sangrante, comprendió que era un delantal de cocina. Metió la mano en el bolsillo y encontró un sobre, arrugado y sucio. Lo abrió y había una hoja que con letra temblorosa decía: “Marcos, no soporto más tus golpes, tus insultos y tus llegadas borracho todos los días. Estoy embarazada y seguro que no quiero que mi hijo sea como vos” adiós y que Dios te perdone.

            Ese día Roberto González, dejó de ser maquinista de ferrocarril. El “polaco” y su madre fueron los únicos que lo fueron a ver en la cárcel de Caseros, hasta que demostraron que era un suicidio.

EL MILAGRO


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

jueves, 14 de septiembre de 2023

EL ESCABEL DE PETIT POINT

 

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Llegó una carta desde América para la tía Cornelia. Toda la familia sorprendida cuchichea a raíz del misterio de esa esquela. Yo sé qué es lo que ella espera desde aquel día.

Cornelia es la hermana menor de mamá. Con sus veinte años, ya comienza a convertirse en una soltera imprevisible para todos. Mi padre, que la conoce desde pequeña, se ríe sobre las complicadas charlas que mi madre tiene con ella, sobre su futuro de esposa. Cuida su aspecto formal, creyendo que así, no comprometerá el posible casamiento. Es delgada, afilada como la cuerda de un violín, de rostro femenino, sin marcas en la piel. Cutis claro, ojos levemente agrisados, nariz pequeña pero labios gruesos. Mamá discute con ella sobre el origen mestizo de su cabello color negro azabache, de rulos apretados y gruesos. Tiene un cuerpo extraño para ser una Ardlenn. Más parece una hija de campesinos que la de una familia de puro origen celta.

Yo la amo. Daría mi vida por verla feliz. Está siempre pendiente de nosotros, que somos trece hermanos. Mamá permanece en estado gracia permanente, pero a decir de  nuestra vieja cocinera vive preñada y cada año nace un hijo, que llena de más ruido la enorme casa donde vivimos.

Cuando Cornelia cumplió catorce años vino desde York para vivir con nosotros. Era pequeñita, arisca, hablaba poco y era muy observadora. Nos conocía como nadie pudo conocernos jamás. Sus largas tardes remendando calcetines y ropa usada de mis hermanos, la hacían silenciosa y taciturna. Siempre permanecía algo triste. Nos leía cuentos, que luego descubrí que los inventaba. No sabía leer. Nunca la mandaron a la escuela. Sólo estaba destinada a cuidarnos para luego seguir los pasos de mamá: casarse y permanecer eternamente embarazada. Pero el candidato no aparecía y los años pasaban. Ya nadie la miraba sino con un barniz de compasión. ¡ La pobre Cornelia!

 

La carta es una bola de fuego cayendo sobre la marmita hirviente de nuestra comunidad. Pequeño conjunto de hacendados y granjeros que poco tienen de mundano. Llegaron, incluso, visitas que nunca hubiéramos esperado, en busca de una curiosa respuesta en labios de papá, mamá o de la tía. - ¿ Quién escribió desde tan lejos?            - ¿Algún salvaje de las tierras donde aun hay esclavos, se atreve  a escribirle a Cornelia Ardlenn? – y la pequeña Cornelia esconde la famosa carta defendiéndose. Nadie invadirá su intimidad.

El otoño de 1856 comienza anunciado un invierno de clima extremo. Cornelia nos acompaña al templo, a la escuela dominical, con su acostumbrado recato y dulzura. De pronto, al salir, ya regresando en el crepúsculo, tropieza con una piedra de la vieja vereda empedrada. Cae cuan larga es sobre el pavimento cargado de hojas de roble húmedas por el rocío que comienza a desplomarse sobre el tapiz ocre. Su cuerpo desparramado bajo la capa azul parece un gusano tratando de salir de su crisálida. Los chicos ríen como si les hicieran cosquillas en la planta de los pies. El sombrerito de plumas vuela cayendo sobre el regazo de un muchacho que en un coche está detenido frente a la ferretería. Está sentado distraídamente, silbando, envuelto en una enorme capa negra de fieltro, esperando. En el aire recoge el sombrero. Salta y ayuda a la tía que se yergue lamiéndose la herida de su mano derecha. Tiene el guante roto y sangra. La mirada del joven hombre se ha quedado detenida en el rostro de Cornelia, en sus ojos que avergonzados tratan de huir de su mirada. Un tímido agradecimiento en los labios temblorosos y sorprendidos... el muchacho le acomoda el sombrero, escondiendo los rizos rebeldes debajo de las cintas. Se produce un silencio. Cada cual continúa con su tarea. Ella nos reúne y nos arrastra hasta nuestra casa. Él, sube al coche de un salto y se queda observándonos hasta que desaparecemos de su vista. Sigue esperando, como antes, a alguien. La calle se oscurece, pero una lucecita ilumina la mirada, ahora inquieta, de mi tía. Cuando ingresamos a la amplia cocina, mis hermanos, a los gritos, atropellándose, relatan lo sucedido. ¡Claro, mamá nos regaña a todos, incluso a ella, que avergonzada le muestra la mano herida! Papá sonriendo se queda callado. Mi padre es genial.

Unos meses después, yo, acompaño a tía a distintos paseos donde casualmente encuentra a ese joven. Intercambian saludos, libros, flores... y muchas miradas sutiles. Apenada Cornelia me pide que le lea unos billetes que el amigo le deja dentro de los libros. Ella no los puede interpretar, yo, cómplice, sé que él la ama sobre todas las bellas muchachas del pueblo. Uno de esos días le sugiere que nos encontremos en el correo, lugar público, solitario y discreto. Allá vamos y... conocemos la noticia, que se va de Inglaterra a América. Su padre ha vendido todo: granja, casa, animales y herramientas. Con sus veinticuatro años no puede oponerse a los designios paternos.

La tarde de junio de 1858 es la más triste... tía Cornelia llora desconsolada apretando su breve cuerpo a los cristales del ventanal que da a la calle, la frente apoyada en el frío recuadro transparente siguiendo con sus ojos anegados, al coche en que la familia Huxley viaja hacia el puerto. Un telón de luto opaco, cubre el frágil cuerpo de tía y el alma queda encerrada en su cripta de soledad.

Ahora, la casa es un hormiguero en furioso movimiento. Siento los gritos de mamá rogándole a mi padre, que no sea yo, su pequeña Etelvina, quien acompañe en su viaje de aventura entre salvajes a la hermana. Papá sabe que soy la elegida por mi ánimo, mi salud y discreción. Él, confía en mi. Así es que en este verano de 1859, antes de partir hacia las extrañas y exóticas tierras de salvajes... papá me ha llamado a la sala. Yo tengo doce años. Me abraza y mostrándome los baúles que prepararon para mí, me dice:

 -Etelvina mi hija preferida... recuerda siempre cuánto te amo. Cada día que pase, estaré rogando para que tu vida sea la mejor. Mereces ser una mujer. Recuerda que siempre contarás conmigo. A la distancia, aunque no esté cerca de ti, seguiré tu ruta.-  Me abraza y a continuación me cuelga su reloj de oro, en cuya cadena, está sujeto  el guardapelo con las miniaturas pintadas de mi madre y la suya. Mi cuello está gravemente pesado pero mi corazón galopa de amor. Tras ello, me señala el pequeño escabel  bordado por mamita en el invierno anterior y tomando mi hombro dice: - Hija mía nunca lo pierdas de vista, en él, hallarás un refugio. Ante una dificultad enorme pon tus ojos en él.- Me besa en la frente tiernamente. Sale dándome la espalda y yo sé que no lo volveré a ver nunca más. Lloro amargamente.

El barco es gigante, de pestilente madera oscura, me ha llenado el alma de feos presagios. En un pequeño espacio nos acomodan. Tía Cornelia y yo, junto a los bultos que están amarrados con gruesas cuerdas de esparto en argollas de hierro, viajamos cómodas. Nuestros billetes son de segunda, cosa que no nos impide subir al piso superior donde hombres y mujeres, con lujosos sombreros, ropas y joyas, disfrutan en lentas tertulias a la espera de tocar puerto.

Estoy muy mareada. En realidad los primeros días fueron muy placenteros pero al quinto día comenzó una ligera brisa que inició un movimiento tan pronunciado de la nave que rolamos de babor a estribor, eso me provocó un malestar horrible y mareos. Todo me da vueltas y corro al lavabo a devolver cada gota de agua o de sólido que intento comer o beber. Cornelia pálida como un fantasma, me abraza tratando de calmar mi asco y dolor. Nada me ayuda. Un anciano camarero amable nos trae una bandeja con, no dudo, exquisitos platillos, al camarote, pero regresa con la bandeja sin tocar. Así me he sentido toda esta semana horrorosa.

Hoy vino el capitán con el médico de a bordo. Cuando nos vieron se quedaron perplejos- ¡ Parece que nunca han visto a un pasajero tan mal! - Llaman a una dama para que nos cuide, ya que la tormenta no amaina y tanto tía como yo, padecemos fiebres y convulsiones agotadoras.

Cuando todo haya concluido mi aspecto será desastroso. He perdido casi cuatro kilos de peso y la ropa me queda muy suelta.

Después de una travesía complicada y desagradable llegamos a puerto. El sur nos espera. Una tierra hostil, árida, despoblada  está frente a nuestra mirada sorprendida. Junto a los altos fardos de lana, parado en una rambla de madera, nos ve quién se  transformará en el esposo de Cornelia.

Nos instalamos en el enorme criadero de ovejas, en un rústico caserón de piedra y troncos. Pude acomodar mis pertenencias, me sorprende constatar como mamá ha previsto ropa y calzado de varios tamaño, para que use tan pronto comience a crecer. Acá, ella sabe o presiente, no tendré la posibilidad de comprarme nada nuevamente.

Entre las cosas más valiosas está el escabel de petit point que papá me obsequió. Cuando siento soledad, en lugar de acomodar mis pies en él, me abrazo y lloro sobre su tapiz bordado con amor por mamá. La lejanía se me incrusta en el alma y la soledad es una cruz que me inserta una espina en el corazón.

 

                                                                              ................. 2.-

 

Mi nombre es Dorotea. Ayer, mi tía Cornelia y mamá, me regalaron este precioso cuaderno para que escriba y anote todo lo que pasa por mi corazón. Mis diez años están llamando desde mi mundo interior a cambiar nuestra realidad que es muy triste.

Nos han desalojado por cuarta vez. ¡Otra vez nos mudamos! ¿ Adónde iremos esta vez? Mamá dice que 1925 será un año desastroso para los obreros acá en el sur. Por supuesto que Fernando comenzó a embalar la vajilla heredada de la abuela, con diarios viejos que nos dio el párroco, es el rito que tenemos con cada mudanza... cada plato, taza  o fuente envuelto celosamente con un suave paño de lana y papel de seda. Un bello papel que vino desde la vieja casa de mi bisabuela Etelvina, por 1859. Luego se ubican prolijamente en un baúl, que cuenta mamá, trajo ella cuando vino con la tía Cornelia desde Gales. ¡ Las copas brillan con la luz, como si quisieran reflejar toda la belleza del universo. Los cubiertos de plata, van  en un estuche precioso todo tallado y tienen labradas las iniciales de Etelvina y Leonard... su fiel esposo, mi bisabuelo.

Nuestra pobreza es extrema. Papá dice que se resolvería si mi mamá acepta llevar esas reliquias a la capital para venderlas a algún coleccionista... pero se arma una guerra de sólo decirlo.

Hoy mamá se desmayó, sufrió un colapso cuando papá tomó la caja de los cubiertos para venderlos. Pasará una semana enferma, seguramente, como sucedió antes. Discutirán y papá aceptará que todo quede como está. ¡ Nada se toca! Mamá nos inculca que: “jamás debemos desprendernos de los objetos heredados de tía Cornelia ”- y lo que sí ha sido motivo de otra lucha es el “famoso escabel de la bisabuela”... - ¡Nunca sirvió para nada, sólo para peleas y discusiones! Por lo menos la vieja Biblia es interesante. Papá suele pasar su dedo, curtido por los fieros trabajos en el corral con las ovejas, sobre las líneas que escribiera mi tatarabuelo: - “ el día que tengas una dificultad insalvable, desármalo...”- pero mamá impávida cuida que nada le  suceda. Así, deslucido  por el tiempo y con algunos insignificantes bordes deshilachados, el escabel preside nuestras largas vigilias de necesidades y de hambre que pasamos algunas veces. En casa falta todo... pero allí están esos valiosos objetos rescatados del incendio. ¡ Esa es la otra historia!

Se cuenta en toda la Patagonia. La muerte de mis abuelos en el  año 1902. Fue una historia repetida por muchos, pero sufrida por mi mamá y mis tíos. En ese tiempo llegaron de la capital unos hombres del ferrocarril, que intentaron comprar las tierras y las majadas a un precio impensable, comenzando con problemas  de todo tipo. Eran ingleses o del norte de América. Los obreros comenzaron con huelgas por la fuerte presión que ejercían los inmigrantes que traían algunas ideas  revolucionarias. Comenzaron a no ayudar con las pariciones y morían los animalitos.

Mi abuelo, necesitó pedir un préstamo al banco para poder superar la falta de majadas. No pudo pagar y las deudas lo agobiaron hasta que llegó el momento en que le remataron el campo, las herramientas y los animales. Peleó como su sangre mestiza de criollo nativo y madre galesa, pero ganaron los más fuertes. El abuelo perdió  hasta el deseo de comer... en un ataque de desesperación, mandó a los hijos hasta el templo para que llevaran un mensaje al pastor. Sacó a un descampado junto al molino, el ajuar  que le dieron sus padres antes de atravesar el océano. Luego encerrándose con su amada esposa en la casa, prendió fuego y abrazados quedaron juntos para siempre. Ardieron en la soledad de  la tarde hasta que oscureció y el sudario azabache cubrió con cenizas la tierra apelmazada. Se transformaron en una leyenda, repetida en toda la Patagonia. Quedaron, ellos, mi mamá y mis tíos, en la más increíble de las pobrezas, los envolvían las necesidades como los tentáculos de un animal hambriento y a eso se agregó el rencor y el odio, que cada día visitaba sus corazones enfermos. Y tardó mucho hasta que mi madre aceptó y cambió su actitud hacia la vida.

El tiempo cambia todo. Mis padres se han transformado en un par de rivales en guerra perpetua. Yo siento que cada día estamos peor. La tierra ya no produce y los nuevos dueños, extranjeros que no la aman, sólo pretenden tener ganancias sin sacrificios. Por eso somos expulsados de la tierra.

Hoy, mi hermano con obediente cariño, sigue con los ritos. Es tan calmo, con mamá,  acomoda cada objeto antiguo con amor, por lo que nos ha dado estas raíces tan fuertes. Yo lo admiro, pues mi rebeldía, me hace que sienta la necesidad de romper con las promesas. Así mi lucha es tan dura como la de mis padres.

Mientras pasa esto, papá se reúne con  algunos obreros en los galpones, allí hablan y tienen ideas nuevas, revolucionarias. Ellos  dicen que son los eternos explotados y se han cansado, se llaman entre ellos...”anarquistas”.  Cientos de papeles se amontonan en una novedosa imprenta que llegó en un barco sueco. Las ideas revolucionarias – dice mamá- complicarán todo aun más. Se esconden de los ingleses y de los patrones. Se esconden también del ejército que ha llegado desde Buenos Aires armado y provisto de gente dispuesta a usar los nuevos “Rémington”.  Hablan de represión y mano dura. Mamá sufre y discute. Nosotros tenemos mucho miedo, pero papá no escucha y sigue en sus reuniones clandestinas. He visto armas debajo del sofá donde ahora duerme él. Mi hermano lo ha visto armar botellas de gasolina con pellones que hacen las veces de mechas. Otras son de alcohol. Las ubica en cajones, las cubre con paja y mientras las almacena murmura con ira que nadie lo va a doblegar. Mamá llora y llora...

Esta noche hay una reunión en el galpón del “chileno” y papá nos ha abrazado a cada rato, murmura cuánto nos ama y nos besa en la frente con mirada turbia y afiebrada. Antes de ir a dormir quiero dejar escrito que el ruido que provocan los soldados me tiene muy asustada. Hoy los vi merodeando por la calle cerca de nuestra casa. Si llegan a entrar yo correré hacia la habitación de mamá donde estaré segura.

        

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        La elegante galería de arte frente al lujoso hotel Ritz hormiguea de gente que gesticula con los catálogos de la mayor subasta de antigüedades de la década. Allí esperan los dueños de famosos bufetes de arquitectos y diseñadores para comprar en nombre de sus clientes, valiosos objetos rescatados de lugares remotos. París está en pleno apogeo de su gozo de bienestar económico. En el mercado bancario, los grupos de especulación, no saben ya en qué invertir las fabulosas ganancias de la bolsa. Estas subastas están a pedir de boca para su avaricia y deseo de esconder los juegos sucios de las finanzas. Magnates ignotos del petróleo, del oro, de los diamantes y de la informática, pujan por las obras de arte, que tienen una escalada de precios irrisorios. Tapan el comercio de drogas, de esclavitud encubierta y prostitución como de las ventas de deportistas que son esclavos de grupos oponentes en fútbol y automovilismo. Amén de deportes de competición de países del tercer mundo. Las antigüedades son el delirio de nuevos ricos.

George Eduard Ardlenn V, desciende de su coche, blindado ahora, por los numerosos raptos y atentados terroristas, su chofer lo trae desde el aeropuerto Charles De Gaulle. Espléndido en su ropa italiana no se distingue de los hombres que desplazan su ansiedad en los escaparates con antigüedades maravillosas. Entre todo ello, casi escondido un objeto es de su interés. Tiene un cartel con: “Escabel- circa 1870”, aparece como pieza única de origen dudoso. Original, con las marcas del tiempo que le dan una pátina de huellas de amor. Valor imposible de determinar. Una Biblia familiar, sí orienta a los compradores, sus anotaciones en vieja tinta y pluma, manchada por el uso y las lágrimas.

La secretaria de Lord Ardlenn, le ha señado una vajilla Wendwoord, una cubertería de ébano tallada con platería cincel inglés de circa 1820 cuyas iniciales le son familiares... son las de sus antepasados. Esos que él, busca. En otra vitrina  un juego de cristal brilla con las luces estratégicamente ubicadas para iluminar, tratando de atraer aun más la codicia de esos seres nebulosos. Algunos de ellos cuya vulgaridad sobresale de lo acostumbrado en ese espacio, se deslizan obsesivos tratando de obstaculizar el encantamiento de los especialistas.

George Ardlenn está allí en su obsesiva búsqueda del pasado. Ese que sepultó su abuelo cuando supo que: -“ su nieta había contraído nupcias con un mestizo, anarquista, tira bombas... muerta luego en un enfrentamiento con la ley de ese lejano país de salvajes. En aquel tiempo había llegado un cable del gobierno comunicando que la familia había muerto luchando contra el ejército regular en la Patagonia. Esposo, hijos y su amada  Dorothy, armados con fusiles  a plena luz del día... contra soldados que intentaban defender a los terratenientes extranjeros que llevaban la civilización inglesa... con el ferrocarril, la cría de ovejas de las fértiles campiñas irlandesas... ¡ un horror!”

Lord Ardlenn investigó a través del Herald Daily londinense, de periódicos de New York y Boston. Le llegaron notas de periodistas independientes con otras noticias inversas: “Unas familias masacradas en la lejana tierra de pastos cortos y heladas planicies, robadas a los nativos y hoy explotadas por avaros comerciantes extranjeros”  Fusilamientos sin discriminar sexo ni edad.  Nada había sobrevivido a la muerte, sólo en la aislada tierra yerma, objetos de valor que fueron saqueados y vendidos por monedas en la capital.”

Un periodista de París Mach, que anduvo por allí, con una expedición de biólogos, sacó una fotografía. Esa que había dado vuelta al mundo y ganó el premio Pulitzer – Una mujer avejentada, abrazada a un escabel de madera dorada, perduraba inmóvil, acribillada en el páramo patagónico desértico, el viento desplegando hacia el horizonte en sombra, el cabello rubio-canoso, de la muerta. Los ojos abiertos al horror y los labios con un rictus de terror – así, con la imagen grabada en sus noches insomnes, lord George, buscaba sentido a ese trágico desenlace.

La subasta ha comenzado con la tensión elevándose con pura adrenalina. Un Renuard alcanzaba los veintiocho millones de Euros, el jarrón de la dinastía Wang en bronce, con signos del zodíaco chino, en treinta millones... Lord Ardlenn, no puja.  El marchand lo observa, su experiencia le dice que busca algo en especial y que pagará una cantidad inestimable. Le hace una seña a su ayudante; el joven, se acerca  discretamente y recibe instrucciones. Delicadamente se aproxima al caballero que impávido espera. Interiormente una caldera crepita con un ardor que lucha por escapar. Levemente le entrega un pequeño sobre, al abrirlo, encuentra una llave. La mira detenidamente sin alterarse. Comprende que tiene que subir al ascensor del marchand. Sigilosamente deja su lugar- ha pagado una pequeña fortuna por su silla- llega al cubil de acero y espejos, por donde asciende en silencio. Al abrirse las puertas encuentra a un hombre de edad avanzada, con aire astuto, amplia barba cana, patillas pobladas y bigotes enormes, cejas anchísimas y ojos ávidos de zorro. Le da la bienvenida con ceremonia y mientras acariciaba su prominente vientre donde un reloj de oro desplegaba su antigüedad y que prontamente trató de esconder, comenzó a hablar: - “Lord Ardlenn, eminencia, debo contarle una historia...”- escuchó sin gran sorpresa. Intuía una trampa y él era un gran cazador. La historia era simple. El viejo había hecho un largo viaje a un país deshabitado casi, donde logró apoderarse de mercadería especial. Algunos de esos objetos le serían caros a su búsqueda... no sólo estaban allí esos recuerdos de familia sino que él poseía los cuadernos con anotaciones diarias que hicieran su tía Cornelia y su prima Dorothy. No estaban expuestos por ser tan personales.

Lord  Ardlenn, saca la chequera y firma, el avaro anciano astuto, coloca un número irreverente en el ángulo superior del billete de banco. ¡ Veinte millones de Euros ¡ se dan la mano. Desciende el lord al salón sin demostrar la intriga que lo carcome. Es un “gentleman”. Comienza a pujar por sus deseados objetos. Salta de millón en millón. Otros oferentes renuncian ante lo absurdo de las ofertas. Así es que atesora cubiertos, vajilla y cristalería. Quedan la Biblia y el escabel, que yace allí, codiciado por algunos inversionistas. Una magia especial lo rodea. Inicia a subir el precio. Nadie abandona la pugna. Sube, sube y el precio era realmente loco. Comienzan a desistir. De pronto quedan dos en pugna: él y una dama, cuyo rostro se esconde tras un velo negro. El precio llega a treinta y ocho millones de Euros. La tensión hipnotiza al público como una ponzoña de adrenalina ácida. La mujer apenas saca  la bella mano enguantada de su negro escondite para indicar que sube la oferta, nunca menor al millón. Luce joyas de extraña belleza en sus dedos. Lord Ardlenn con un imperceptible movimiento indica su trepada. Al llegar a los cincuenta millones, la pequeña figura femenina sale del lugar sin hablar y cae el martillo. Un sin número de corresponsales, intermediarios asolan el silencio tremolante de celulares. Algo inédito ha ocurrido. La incógnita sostiene a los presentes que sobornarían al mismo demonio para conocer el: ¿por qué?

Cuando George arriba a su caserón en las afueras de Londres se apresura a leer y releer cada página de los diarios íntimos. También disfruta de las viejas anotaciones en la Biblia... y se planta frente al escabel. Lo contempla pensativo. Lo atrae sobremanera, es como un llamado a su delirio personal... luego se acerca al escritorio que ha heredado de su abuelo. Toma la navaja Sevillana que le diera su tío... con cuidado corta por la parte inferior la gruesa tela de lino. Una cascada de monedas de oro cae sobre su regazo, por la alfombra, por el pavimento de mármol con el dulce sonido de la respuesta.

 

PIENSO Y DIGO

Si me encuentro a Jesús en esa esquina y estamos solos¿ Cuáles son las primeras 7 palabras que le digo? Señor, perdóname por no serte fiel. Acéptame.

      Luego de echarme a sus pies diría: te pido por los pequeñitos del mundo, los niños, los ancianos y enfermos. Por la mujer de África y Oriente. Por todas la mujeres maltratadas. Por los hombres de América que sufren discriminación y violencia. Por los que son esclavos de los vicios, los adictos y los crueles, que no saben que lo son. Y también por los otros. Te ruego que limpies a tu Iglesia de hipócritas y débiles. Que cada corazón encuentre paz. Pan para los hambrientos y hambre para los saciados. Para mí sólo pido perdón y un corazón puro y simple.

Te doy gracias por haber nacido acá y ahora, con los padres y abuelos que tuve. Por los hijos y nietos que tengo. Por el trabajo y el techo. Por mi esposo. Gracias, Dios, gracias.

 

 

SONIDOS

  1. ¿Qué día y a qué hora sonaron las flautas en aquél árbol? Yo sólo escuché el primer sonido, pero creo que fue en la silenciosa siesta de un domingo de fiesta. Nadie se veía pero un trasegar de pasos solidarios atropellaban el sopor de los canales. Un segundo sonido despertó a los grillos, las chicharras y a un gatos despistado subido en el árbol de una esquina solitaria. Allí se escuchó el reloj sin cuerda de la enorme cúpula de hielo.

  

EL MENSAJE

 

 

“Cuando quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura poblada de fantasmas que blanquean al trasluz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. El cielo se transforma en un oscuro escondite de la sombra, de allí saldrá una nave de tránsito ligero. Viajará la niña, con su perro dormido entre los brazos”.

La carta se cayó entre los pies de la joven que sorprendida, miró tras la ventanilla del tren que volaba sobre la planicie.

No comprendía el mensaje, era como un lenguaje cifrado propio de la contienda. Comenzaba a nevar y la nana la cubrió con una manta de piel. Un fuerte olor a alcanfor penetró en sus pulmones. Sabía que estaba huyendo del infierno, pero no alcanzaba a desentrañar el recado. La hiriente mirada del acompañante le daba temor, era tan dura, tan inquisitiva que creyó imposible dormir.

Sin embargo el movimiento del vagón y el suave calor que le prodigó la manta, le dieron un insinuante sopor, quedó dormida, Y soñó. En la pradera se movía un caballo que galopaba con un andar  cadencioso y firme. Montado en él, un hombre con la capa azul que envolvía su rostro y apenas se mostraba un mechón de cabello renegrido. De repente el tren se detuvo en forma brusca y se despertó. Ingresaron dos soldados vestidos con capotes negros, impermeables, de rostro enrojecido por el frío. Pidieron los papeles y la nana, asustada entregó el suyo y rebuscando nerviosa el de Ludmila, se arrebató  frente a los jóvenes, que por inexpertos, sólo osaban gritar en un idioma incomprensible. La muchacha les pasó el papel, el mensaje. Ellos intentaron leer, pero en su ignorancia, amagaron pedirle a la nana que les leyera.

La mujer abriendo los ojos y respirando profundamente dijo:

 “La niña Ludmila Trensky, es llevada a un monasterio cercano a Moscú, para ser ingresada como enferma mental. Se ruega no molestarla, es muy delicada de salud y su familia, está muy preocupada por su destino” la firma es ilegible, dijo.  Ustedes saben que los médicos y los generales tienen escrituras muy complejas. ¿Verdad?

Los inexpertos soldados, aceptaron la respuesta de la acompañante. No tenían órdenes y no se animaron a persistir. Descendieron del carromato y siguieron junto al tren hasta que éste se perdió entre el humo y la niebla.

Ludmila, cerró los ojos y comenzó a reír. Su risa engrosó el humor del vagón, otros rieron sin saber por qué.

¿Por qué les mentiste? Si ni tú, ni yo entendimos el mensaje. Me parece que ellos no saben ni siquiera las letras… sus ojos parecían los de un cordero enfermo.

¡Ay, Ludmila, si no les inventaba eso, te llevarían y quién sabe qué maldades te harían! Te salvé la vida y honra.

El caballero que  estaba frente a ambas, se atusó los bigotes y sacó una petaca del capote, y por primera vez sonrió. Bebió un largo trago de vodka y

Dijo: ¡Realmente la felicito! Supo engañarlos como corresponde, pero a mí, no. Y parándose, tomó a las dos de los hombros y empujándolas las sacó de la cabina. La manta quedó en el suelo y el mensaje cayó junto a la puerta. Era un extraño correo con notas de máximo valor militar, pero el viento lo sacó por el pasillo y se fue volando por el aire fuera del tren, perdiéndose en la nieve.

 

UNA MUÑECA PARA SUSI

 

            Pienso en mi infancia y recuerdo cuando veía a las compañeras cuyos padres estaban en muy buena posición económica y nosotros soñábamos con tener alguno de esos juguetes que tenían.

            La escuela, dicen, es niveladora social. Yo no lo creo. Había algunos chicos que llegaban en auto y otros caminaban cuadras y cuadras para llegar al edificio donde se cursaba la primaria.

            Mi papá era obrero en una chacra, mi mamá no sabía leer ni escribir y mi hermano, me llevaba de la mano por la banquina hasta el asfalto casi a la rastra, para entrar antes que sonara la campana. Nos colgaban del cuello las zapatillas. Antes de una cuadra nos lavábamos los pies en la acequia y nos calzábamos y así nos duraban más las zapatillas que de tan baratas, se desflecaban enseguida.

            Nacho, mi hermano era muy estudioso, traía una buena libreta y como papá apenas sabía firmar por las dudas nos daba una palmada en la cola por si acaso venía algo mal. ¡Que la Susi, te ayude cuando termine con el cuaderno! Y allá iba yo a recoger los huevos al gallinero, en pata, como para entrar con mis zapatillas. Estaba lleno el gallinero de caca de los bichos. Me picoteaban los pies y los tenía llenos de sangre, mamá me ponía un té de yuyos para sacarme el dolor, era amargo y de olor hediondo, pero me hacía bien porque enseguida se hacía una cascarita oscura.

            Me costaba mucho hacer las cuentas, Nacho me llevaba debajo de una higuera y con piedritas me hacía hacer las cuentas. Lo quería mucho al Nacho.

            Para cuando cumplí los nueve años, él ya salía de primaria y lo llamaron al papá y la directora le dijo que ella lo iba a inscribir en la secundaria del pueblo porque el alumno era ejemplar. ¡Pobre Nacho! Papá dijo NO. Él trabajará en la chacra y me ayudará y así termino la brillante carrera de mi hermano, plantando ajos con las manos llenas de ampollas y cosechando uva en vendimia para otros patrones.

            Un día la mamá me llevó al cementerio en micro. Cuando bajamos en una calle muy llena de negocios y autos, entró a comprar en una mercería unos hilos de coser y al salir, al ladito vi una muñeca.

            Era una muñeca hermosa, con vestido azul y cabello rubio. La boquita apenas abierta y las manitos sonrosadas. Me quedé dura, parada y sin respirar. Mamá me dio un tirón. ¡Vamos que cierran el cementerio! Y caminé mirando atrás. Me enamoré perdidamente de la muñeca.

            Regresamos tarde y papá y Nacho estaban preocupados, creyeron que nos habíamos perdido. Mi mamá llevaba en la mano bien apretado el monedero y un papel donde mi hermano le puso el número de los micros que teníamos que tomar.

            En la noche me levanté despacito y lo desperté a Nacho, para lo cual tuve que levantar la cortina que separaba nuestra cama de la de mis papás y la de él. Nuestra casa tenía una sola habitación separada con cortinas las camas de mis papás y las nuestras.

            Como un gato me acerqué a mi hermano: ¡Nacho! ¡Nachito, despertate!

            ¡Qué te pasa Susi? Y levantó la cabeza con dificultad, qué pasa. Hoy vi la muñeca más hermosa que nadie puede imaginarse. Estaba en la vidriera al lado de la mercería donde mamá compró. Tenés que ir a verla. ¡Hasta mañana Susi, tengo que ir a podar en lo de don Vásquez!

            Me deslicé y me acosté y soñé. Soñé que vestía y peinaba la muñeca. Soñé todos los días desde esa tarde. Y hablé hasta cansar a todos.

            Le pregunté a mi maestra cuánto podría costar esa muñeca. Ella me miró y sentí que muy adentro de ella sentía pena por mi pregunta. Debe ser cara, me dijo. Unos cuantos jornales de tu papá.

            Me fui callada a mirar como jugaban al elástico unas niñas de otro grado. ¿Cómo puedo hacer para ganar el jornal de mi papá? Cuando volví a casa, le pregunté a Nacho. Él se rió. Sos zonza vos. ¿Cómo vas a chanquear si no tenés edad ni para ir sola al centro?

            Me escondí en el gallinero y lloré y lloré hasta que me quedé dormida. Nacho me llevó en brazos a la cama y me dio un beso en la frente que recibí medio soñando.

            Una tarde Nacho desapareció. Mamá preocupada fue a los vecinos y preguntó si lo habían visto. Nadie dijo nada, si lo vieron subir al micro, pero no le contaron porque lo querían y papá le daría unos buenos azotes.

            Al anochecer lo vi. llegar por la calle de tierra con un bulto debajo del brazo. Parecía un linyera. Papá lo agarró apenas entró y le arrancó el fardito… ¡Era la muñeca!

            ¿Quién te ha dado esto? Yo la compré. ¡Mentira, la robaste! No, es para Susi…y yo junté plata. ¡Recién vino don Vásquez a decirme que era mi hijo el que había robado una muñeca en el negocio del centro! No te da vergüenza, que un hijo mío ande cuatrereando muñecas por ahí! ¿Dónde viste alguna vez que robara algo tu madre o yo? Papá perdone mi acción, pero dejé todo lo que gané haciendo changas y no alcanzaba. Vaya y devuelve la cosa esa. Y se viene conmigo a lo de don Vásquez a pedir disculpas al patrón. No, grité, yo quiero la muñeca. Y me cayó el rebenque de papá en la espalda. Por tu culpa tu hermano es un ladrón, vos también venís conmigo.

            No solo devolvimos la muñeca y pedimos perdón, sino que por muchos meses, mi hermano no pudo sentarse bien de los revenidazos que le dieron.

            Ahora con los años que tengo recuerdo la pesadilla que fue devolver la preciosa muñeca, pero mi hermano, siempre se ríe cuando cuenta que casi se va a la comisaría por robar una muñeca para Susi.