lunes, 11 de septiembre de 2023

LA FLECHA ESCONDIDA


 

Comienzo relatando una historia familiar. Nunca supimos si era verdad o una suerte de leyenda. La abuela Catarina la contaba en tardes de calor y a veces cuando llovía y estábamos aburridos.

Cuando llegaron de su patria, en Europa, traían baúles con un sin fin de ropa, herramientas y utensilios que creían iban a necesitar en esta tierra que para ellos era desconocida y desértica. El tren que los trajo desde el puerto, los dejó en medio de un paisaje selvático con árboles gigantes, helechos enormes y plantas de todo tipo y color.

En las noches escuchaban ruidos lejanos de tambores y animales. Vivían asustados y siempre dejaban un fuego prendido por si se acercaban “fieras salvajes”. En realidad nunca vieron a dichas fieras. De  vez en cuando un monito les robaba una fruta o una ropa que la abuela tendía en un cordel de árbol en árbol, para que se secara. El sol al medio día era igual, según ella, al de su país. No soportaba la humedad, venían de un clima seco y agobiante. Mediterráneo, lejos del mar y más aun, cerca de las montañas. Allí no las había por lo que soñaban con regresar a su patria. ¡Pero no tenían dinero!

El abuelo que tenía veintiún años comenzó a trabajar en un establecimiento maderero, aprendió lentamente el idioma y se pudo defender un poco con sus compañeros de tareas.

¡Siempre renegaba de su condición de extranjero! Le daba a mi abuela, que tenía diecisiete años, unos billetes que le pagaban de jornal y le recomendaba que los escondiera muy bien.

¡Un día los vio! Eran unos nativos. Semidesnudos, con la cara pintada de color negro y collares. En una bolsa llevaban flechas y un arco. La abuela se hizo pis del susto. Ellos la miraron sorprendidos. Seguro. Era la primera vez que veían a una mujer con cabello rojo y pecas; ojos celestes y ropas que la cubrían tanto. Salieron corriendo y se perdieron entre los árboles y helechos. A uno de los pequeños se le cayó una flecha y siguió sin darse vuelta hasta desaparecer de la vista de esa “bruja de pelo rojo”.

La abuela se encerró en la habitación que había construido mi abuelo. Cerró todo lo que pudo con un amontonamiento de arcón, mesa y aparador.

¿No creo que ella tuviera menos miedo que los pobres nativos? Cuando llegó el abuelo y encontró en el espacio que servía de patio, la flecha, la recogió y luego de gritar que le abriera, entró y la dejó sobre la rústica mesa. La miraron con temor, pero el abuelo dijo que tenían que esconderla para que no la vinieran a buscar.

Con el tiempo, en el lugar donde el abuelo trabajaba, conoció a varios nativos y supo que eran buenos, tranquilos y que usaban el arco y las flechas para cazar y comer.

Igual, en mi familia, tenemos como un trofeo la famosa flecha que ya no está escondida, sino que adorna la chimenea del salón como la señal de lo que fue la lucha de ellos para adaptarse a nuestro país.

 

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