¡La sorpresa entretejía curiosidad y alegría!
Luego de atravesar el laberinto onírico de callejuelas y
portales que se achicaban para que la mirada intrusa de los aventureros como
yo, dejé caer mi mochila en un banco de piedra. Desgastado por el uso de los
habitantes que merodeaban ajenos a mis expectativas.
Quedé bebiendo una simple botella de agua, que compré a
un niño de ojos brillantes y alegres. Al alzar la vista, me quedé prendado de
una mujer anciana que me observaba curiosa. Yo era un extranjero, de quien sabe
qué lejano país, que había irrumpido en ese rincón mágico. Y, sí, venía de muy
lejos.
¿Sabría ella dónde quedaba en el mapa, mi país?
¿Conocería lo que es un “tango”, una “milonga” o un cafetín de Buenos Aires?
Nunca le hablé para no romper el embrujo de su: “estar parada mirándome
absorta”.
Un pañuelo rosa pálido, le cubría la cabeza y parte del
rostro. Su cuerpo hablaba de una obrera del hogar, de una mujer con años
cocinando y lavando ropa de hijos y parientes. Tal vez hasta de extraños como
yo.
Le sonreí. Ella mostró su sonrisa desdentada y dulce.
Recordé a mi abuela. Era como encontrarme en las antípodas con la hermosura del
amor de abuela. Llevaba una bolsa de tela rústica a rayas rojo y blanco, donde
parecía que se movía un ser mítico. Emergió la cabeza de un gato blanco. Ella
asustada escondió al animal, para que no lo viera. ¡Qué pena! Era tan bella la
figura de la anciana con el gatito asomando de su bolsa…comenzó a caminar
lentamente. Iba girando la cabeza que se envolvía en el chal rosado como una
flor. Se perdió tras un portal donde habían colgado ropas típicas marroquíes.
Me paré, y salí de la medina con el corazón alegre. Había
recobrado ese cariñoso recuerdo de mi amada abuela que había partido de este
mundo cuando era un niño. El sol comenzaba a esconderse entre las murallas
amarillentas de un edificio antiguo. Lejos, en mi camino, se perfiló la
ilusoria imagen de un ser angelical, era como un ángel que por una rara
cuestión me nublaba la vista. Estaba llorando.
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