“No
hables mal de alguien cuya carga nunca hayas llevado a cuestas” Marion Bradley
Ludovica
apeándose del caballo, se alejó hacia la mesa de hierro que presidía el jardín.
Allí estaba Andrea y el señor Gilberto. Tomaban unos mates con sabor a hierbas
del campo. No fue sorpresa para Andrea ver a su compañera del colegio donde
pasaban medio año pupilas para aprender las materias propias de señoritas de
ciudad. Ellas se reían de la torpeza de la directora, una muy miope docente
alemana que ejercía con mano de acero al pequeño rebaño de muchachas. El
anciano portero era el único hombre que veían y siempre cuchicheaban sobre su
modo penoso de hacer las tareas.
Riéndose
la recién llegada se tiró sobre la falda de Andrea y Gilberto le hizo una
chanza que ruborizó a las dos chicas. Cuando el rato, llegó Rafaela, la
ayudante de cocina, vociferando que había fuego en el “guisadero” y que Luisa,
la vieja cocinera, estaba abrasada entre humo y chispas con un pavo en los
brazos y apretaba con furia la comida. No quiere salir, se va a quema viva y
válgame Santa Eufrasia, que yo no quiero ver nada. Salimos corriendo y nos
empujó el olor a quemazón de plumas y cabello. Gilberto cerró la puerta y tapó
con una manta a la anciana. Juana se quedó muda. Luego salió espantada hacia su
habitación con el pavo abrazado y negro. ¡Era la comida del Día de Gracias y la
primera vez que fallaba su pitanza.
Todos
llorábamos por el fuerte olor agrio y el vapor hediondo de grasa y laurel
quemado. Luego comenzamos a reír y reír por lo poco afortunado de nuestro accionar
frente a la “catástrofe” ocurrida con nuestra cena. Rafaela comenzó a limpiar y su carita siempre
acalorada por los pucheros, estaba tiznada y sucia. Lloraba y murmuraba contra
nosotros, que según ella, éramos malas y egoístas. Llegó papá y su vozarrón nos
hizo callar a todos.
¿Qué
ha sucedido acá? Acaso no saben estos señoritos superar un descalabro con
seriedad. Andrea y yo nos tentamos. No podíamos evitar la risa. Nuestra
inexperiencia era supina y Gilberto no era el mejor bombero de la zona.
Luisa, al oír al patrón, subió a la cocina, siempre abrazada al pavo negro y chamuscado. Su cara era de un fantasma recién acontecido. Todos de pie frente a ella comenzamos a reír y hasta papá se llevó la mano a los bigotes para que no se le notara la hilaridad. Ese día nos llevarían a la casa de Antenor, mi tío a cenar, por lo ocurrido. El problema era la servidumbre. Cuando llegamos todos, con Luisa y Rafaela a la casa del tío, su esposa, puso el grito en el cielo. Para ella era falta de respeto que ellas estuvieran allí. Las pobres no sabían donde esconderse. Mamá la arengó hablándole de la “caridad” y ella comenzó a maldecir a las pobres mujeres. ¡Que eran sucias, que eran tontas, Consideraba una que arruinaban sus hermoso pisos, etc., etc.!
Papá habló seriamente con ella y le dijo que su gente, era muy buena gente. La tía Rigoberta cambió como una veleta, sabía que con papá no se jugaba y las defendería como a su prole. ¡Por eso odio a la famosa tía Rigoberta y creo que todos pensamos lo mismo! ¡Es una verdadera veleta!
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