martes, 31 de octubre de 2023

LOS CONSEJOS

 


El taller estaba en silencio. Por allí y por allá, una pieza de cuero o una herramienta descansaba su innecesario uso. Los cueros y los maderos apilados sobre caballos de madera de palma. Nada era como un tiempo atrás. Era maravilloso ver a los aprendices charlar y juguetear mientras el maestro Jalil, les iba enseñando cómo debían usar los tientos o apretar los moldes con las figuras de camellos y flores. Nada. No quedaba nada. Desde que tuvo que decirles que ya no se vendían esas piezas y no había más trabajo, el lugar se fue opacando, umbroso y frío. Silencioso y hostil.

Desde que llegaban las hermosas marroquinerías europeas; las manuales hechas en el taller eran dejadas de lado. Jalil, había heredado del abuelo la habilidad de manejar el pequeño negocio familiar. Su padre había sido enviado a una lucha contra ciertos grupos sediciosos y no regresó. El abuelo, encontró el paraíso de leche y miel, cuando supo que no iba a regresar su hijo de la lucha.

Jalil se sentó en un rincón, con los brazos abrazando sus flacas piernas y con la mirada disparando dolor como el polen de las flores. Su rostro de ojos oscuros era el reflejo de un ave queriendo escapar hacia el desierto. ¡Dichosos los beréberes del desierto! Ellos no tienen esta amarga invasión de productos extranjeros. Se negaba a soltar sus amargas lágrimas por ser un hombre de tierras ásperas marroquíes. Buscaba con desespero una salida.

Ingresó al taller Emir, el pequeño vecino. Su cuerpo contrahecho, cuya columna vertebral lo desdibujaba, encontraba la esperanza en cada paso que daba con dificultad. Se sentó en el piso junto a Jalil. ¡Tengo una idea, dijo! He conocido a un extranjero que sabe mucho de cuero. Es argentino, vive en las Pampas del sur de Buenos Aires. Vino a estudiar nuestro idioma, pero sabe mucho de marroquinería. Es agradable y me contó cómo su familia lidera tiendas, allá; con carteras, monturas y hasta zapatos y botas. Si te animas lo traigo y charlamos un poco. ¿Ya sé, con un buen té, podemos demostrar nuestra hospitalidad y seguro, se sentirá menos solo? Hace seis meses que llegó y ya habla bastante bien el árabe. Nosotros, le enseñamos nuestra rica lengua, y él, nos ayuda con este lío. Entonces mañana nos juntamos en el café de Mohamed.

El joven argentino, venía con un paquete debajo del brazo. Su rostro serio, rasurado y peinado con cabello muy corto, se veía a la distancia que era extranjero. Pero estaba dispuesto a acercarse a esos nuevos vecinos y colegas del cuero. ¡Hola, soy Jorge Alberto Morales, estudiante de árabe! Y saludó con una fuerte mano extendida. Me dijo Emir, que tienes algunos problemas con las mercaderías que entran de afuera. ¡Eso nos pasa allá, en mi país! ¡La gente cree que por ser europeo o chino o americano, es mejor... y qué herrados están! No hay como lo hecho en los talleres familiares. Mis abuelos trabajaron el cuero de vaca, toda la vida. En la pampa húmeda hay mucho ganado vacuno. ¡Acá veo más diferentes cueros! Eso es mejor, me parece, da otras posibilidades. ¿Cómo te puedo ayudar? Entró Emir con un dulce té y la conversación se disparó como un caballo por otros caminos. ¿Qué traes en ese bulto? ¡Curioso Emir miraba el envoltorio! Ah, es un regalo, ustedes son muy obsequiosos. Toma, amigo, es un sobre hecho por mi padre en Buenos Aires. Puro cuero de vaca, hecho a mano con tientos perfilados con cuchillos especiales, muy afilados.

¡Una verdadera belleza! Lo daban vuelta para ver defectos y no veían ninguno. Gracias por recibirme. ¿Qué necesitas Jalil? La charla se alargó con varios vasos de té. La noche se acercaba y Jorge tenía que tomar el autobús que lo llevaría a la otra orilla de la ciudad. Hablaron mucho y el consejo fue volver a las fuentes... los ancianos. Ellos saben mucho de lo que se puede vivir aquí.

¡Busca a los padres y abuelos del zoco! Invítalos a una ceremonia de té y pídeles consejo. Los ojos le brillaban a ambos. Era un atisbo de esperanza. Una pequeña luz, en esas enormes tinieblas en la que se encontraban la mayoría de los artesanos.

El fuerte olor a cuero y productos que usaban para trabajar tornó a ser más agradable... antes se percibía como veneno. Esperó el día y mandó a Emir para invitar a cada uno de los mayores y ancianos del zoco. Todos artesanos como él, pero con mucha experiencia. Quedaron, encontrarse un día entre las horas de las oraciones y atender los negocios que por exiguas ventas, no se podían abandonar.

En un café en la calle "La Alcazaba", se fueron juntando algunos ancianos. Allí esperaba Jalil y cerca en una esquina tras un árbol, Emir bis viciaba a los tenderos. Vino el dueño del lugar. Luego llegó en primer lugar Zair Bennis, anciano venerable que tenía una tienda de hojalatería y productos de metal. De altura imperiosa y barba recortada, prolija, su ropa de sereno color celeste y rayas blancas. La mirada profunda e inquisidora, enfrentó al muchacho que lo invitó a sentarse en un cojín. En la alfombra había quedado el servicio. Humeaba el agua para el té. Luego entró al rincón Ahmed  Sahssi, pequeño en tamaño cuya voz impedía  ser ignorado. Se sentó y estiró los brazos en señal de desespero. ¿A nosotros nos toca hacer que los talleres vuelvan a llenarse? ¿Acaso estamos predestinados? Se hizo un breve silencio. Llegó Rachid el carpintero con su ropa europea, con el rostro afeitado y sonriente. Parecía una mezcla de extraña figura, sacada de una de esos carteles que pegaban en los muros los soldados enviados por los franceses. ¡Y bien, si Alá, el Misericordioso nos ayuda saldremos de todo esto! Mira Jalil, recuerda los tiempos en que tu abuelo tenía el taller vacío. ¿Tú, quieres resolver en poco tiempo lo que nuestros ancestros hicieron en años? Comenzó una acalorada discusión. Cada uno daba su opinión elevando la voz sobre la de Ahmed, que vociferaba contra todo. ¡Calma, dijo el patrón! Ahora es el momento de tomar el té. Y comenzó a soltar el dorado líquido en los vasos de vidrio con bordes dorado. Emir se acercó y le dio un papel a Jalil, que puso frente a los ojos de sus invitados. Necesito vean lo que me han propuesto. El Imam me ordena que comparta con artículos europeos el negocio, pero nunca serán iguales a los que salen de las manos de mis muchachos... y hay personas que no conocen las largas horas que lleva hacer cada una de las piezas y herrajes de las monturas de camellos y caballos. Entró Jorge, el argentino y todos sorprendidos elevaron la vista. ¡Este joven, sabe mucho de nuestro tema! Su familia en argentina tiene el mismo oficio que nosotros. Escucharon toda la historia de las pampas. ¡Pero es tan lejos ese país que temen equivocarse!

No se ponían de acuerdo. Pero la opinión más justa fue la de Zair Bennis, quien puso un color de solidaridad y justicia. Jalil, si lo dice el Imam Tú, debes obedecer. Recuerda que es venerable y sabio. Nosotros te apoyaremos en lo que podamos. Eres muy joven y los tiempos cambian. Veremos cuando ya se vayan los extranjeros y sólo vengan a disfrutar de nuestra hospitalidad, buena comida y hermosos paisajes. Se dispuso a volver a su tenderete. Allí lo esperaba su familia. Abrazó con afecto al muchacho y le agradeció su humildad y el haber pedido consejo a sus mayores. También alabaron al joven argentino, por discreto y solícito. Le auguraron una excelente estadía.

Nunca imaginaron que con el tiempo, toda la sociedad se vería inundada de objetos variados de muchos países que ni conocían sus nombres, ni dónde quedaban. ¡Sólo Alá lo Sabe en su Clemencia y Misericordia; todos murmuraban, los comerciantes y habitantes! ¡Comenzaron a mezclar sus artículos con los que llevaban nombres de extraños lugares del mundo! Y así volvió la gente a vivir y a comerciar.

TANGUERÍA

 

Llora el tacón de la morocha.

 

Se cae la luz del candil en la vereda

Una gata negra pasa maullando y un silbido agorero

arrastra a la morocha con su tacón de cuero roto.

 

Roto el cuero de su espalda herida y manoseada

en un compás de tres por cuatro en la cantina.

El tango se deshace en milagroso duelo.

Un solitario salón espera el sonido del bandoneón que llora.

 

Llora Buenos Aires. Espera que regrese el amor a sus piedras,

Que la noche se llene de luces y de amores sensuales.

No quiere un imberbe usando un cuchillo sin piedad

quiere al compadrito de antaño, que solitario esperaba

bajo una luz agonizante a su “mina” para bailar milonga.

 

Ya no usa sombrero el “cafisho” y se perdió la “gomina”

Ahora se usa un perfume francés y la ginebra se cambió

por “merca”. ¿Adónde quedó tu historia de amor clandestino?

¡Pobre mi linda ciudad con gargantas de poetas!

¡Pobre mi hermoso país que sigue en agonía!

 

EL PESCADOR DE QUIMERAS

 

            La tarde calurosa amenazaba una noche plagada de estrellas. El viejo, se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una antigua pipa. Miró tras sus pupilas nubladas por el tiempo y suspiró cansado. Terminaba un día y el mar calmo, esquivo, no llenó el vientre hambreado de su barco. Poca pesca. Nada, casi nada. No había viento y eso no permitía que se alejaran de la costa mar adentro.

            Un olor penetrante a sal y pescado, entre podrido y fresco, hería las narices a los hombres silenciosos. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina en occidente. Un pescador comenzó a canturrear un sonido triste. Otro, tomó un pequeño instrumento rústico y comenzó a elevar un sonido de belleza inexplicable nativa sangre negra  caribeña.      

El caballero que había pedido acompañarlos ese día era un tal Hemingway, escritor que tomaba ron y masticaba tabaco, mientras limpiaba displicente sus anteojos de armazón de oro. Parecía, por su ropa desprolija y gastada, uno más de entre los obreros de la pesca. Pero ese no era un hombre común. El viejo lo supo desde el instante que subió a cubierta con su rostro avejentado y crítico.

            El bote se jactaba de ser como un delfín de madera y metal color herrumbre. Su panza hinchada supo regresar a puerto lleno de peces. De haber luchado con los más fieros tiburones del caribe.  El viejo achicando los ojillos desplazó una sombra tenaz por el cuerpo encorvado del poeta. Nutrió su expectativa con un sonido agudo. Desde no muy lejos aparecieron las aletas ahusadas de los asesinos blancos. El viejo se paró y tomó un arpón, señalándole al hombre en desafiante orden, que imitara sus movimientos. Sobre el agua de color sangre amarillenta, con certero golpe atravesó el cuerpo efímero del pez bravío. No pudo el extranjero imitar su juego. Tiró enojado el arma y se sentó perturbado en los maderos. Soñó con ser un héroe. Ya, el sol, parecía un dromedario agonizante. A lo lejos las luces de la Isla reflejaban una vida desplegando miserias. Comenzó el regreso. Atracaron en el precario puerto y casi sin palabras se despidieron. Una borrachera de ron abrazó la noche. En la mente de un enorme creador nacía una obra gigante.

LA DIOSA SE ENCOLERIZA Y ME ENTREGA A LOS SACERDOTES

            

            Me demoro limpiando la peluca de mi señora. Ella descansa en el lecho de juncos. Un sacerdote – médico viene a traer en un alfanje un ungüento de almizcle y leche de búfala para el dolor de su cara. Yo me inclino, tengo miedo que la diosa Anubis me deje sin habla. Soy una esclava que encontró mi ama en el soco de Menfis. Allí, pequeñita como era me habían abandonado en una cesta de papiros. Ella me trajo río arriba por el Nilo sagrado y me enseñó todo lo que sé.

            El Señor magnánimo, el gran Ra, me está adornando el cabello con sus colores de oro. Mi señora dice que algún dios o un sacerdote tendrá que hacer algo conmigo. Soy diferente. Al nacer tenía alas en mi espalda y fueron creciendo tal que ahora debo volar en lugar de caminar. Por las tardes cuando el gran señor Amon Ra, se extingue en el desierto vago por las altas columnas de los templos bajo la atenta mirada de los sacerdotes que me odian. No quieren una mujer con alas. Yo toco poco a mi señora. Ella dice que cuando paso mis manos ásperas por sus carnes azuladas propia de los nubios, siente que el aire se enrarece. Yo soy una esclava servicial. Con sólo mirar al desierto levanto una nube de arena y enseguida aparecen ibis en largas colas de cocodrilos voladores. Llegan a la orilla del río y se quedan ofrendando lotos y rosas a mi ama. La diosa Hathor,  siempre se las arregla para que yo no pueda acercarme a los hombres. Ella es muy celosa y los brujos del templo la incitan contra mí. En el templete del dios Osiris, he hecho miles de ofrendas. Incluso he viajado hasta la orilla del mar para llevar ofrendas. Cuando pasaba en la tarde volando, los camellos salían trotando y se perdían tras los altos médanos. Las caravanas se quedaban desorganizadas y los mercaderes aterrados miraban mis alas y caían postrados ante mi presencia, pero yo los tranquilizaba sacando con mis manos agua de unas piedras y dejando un nuevo pozo con agua para ellos. Entonces no comprendo por qué  el sacerdote- médico me quiere encerrar en una pequeña pirámide para que se cure mi señora. Si ella me deja, le saco esa muela que tiene enferma y seguro que se cura y su cara vuelve a ser la más bella de todo Tebas y por qué no, de todo Egipto.

            El aire de la tumba se está enrareciendo. Mis alas se están desplumando. Caen una a una las hermosas plumas color celeste plateado que las cubren. Cuando abran dentro de varios siglos este lugar, no comprenderán qué clase de gente enterró viva a una mujer alada.

 

                                                          

 

RUTA HACIA EL FUTURO Y LA NIEBLA

 

 

            Siento las piernas livianas. Corro para trepar a mi avión. ¡Soy feliz, por fin podré demostrar todo lo que he aprendido en mi entrenamiento!       

                        La cabina tiene un tamaño cada vez más estrecho a pesar de los años en que aprendí, practiqué y subí para hacer las maniobras de rutina. La orden fue súbita...

                        -" Tenemos un enfrentamiento con un enemigo claro"- "Hemos tomado las Islas después de cientos de años " - " Nos espera un desafío irracional"...- Y yo en mi A 4C, ágil y raudo hacia el sur con mi soledad. Mi juventud a flor de piel como una sazón y lustre épico. El ruido ensordecedor de los motores y el viento pegando en las alas y en el fuselaje. ¡Ahora tengo misiles que me protegen!, pienso mientras aprieto con mis manos el costado de las piernas donde sobresalen los elementos de supervivencia...- Si me eyecto los necesitaré- , pero siento un ruido ensordecedor...el plexiglás está tremolando como la montura briosa de un caballo desbocado. Tiemblo. Tiembla. Tengo miedo y transpiro a pesar de que afuera hacen diecisiete grados bajo cero y acá en la pequeña cabina deben hacer más de doscientos grados. Es como en un desierto, hace un calor insoportable, hace frío intenso y yo ya no siento nada más que el silbido agudo del viento entre los alerones, la tobera y las alas...y el aullido grotesco de la carlinga de plástico que sigue trepidando. Miro afuera de mi tumba de metal... ¿Por qué veo las nubes sombrías que me aprietan, me ahogan, me separan del mundo exterior? Son nubarrones oscuros y premonitorios y agoreros, entre ellos...- ¡No puede ser!- Sí, ¿allí veo a Roberto, mi hermano gemelo?

                          Y... ¿en una tanqueta por entre las nubes? ¿Imposible que él se mueva así entre nubes si soy yo el que vuela en un avión de caza? ¡Y ahora  me hace señas con su mano en alto! ¿Qué me quiere decir? ¡No le entiendo! Voy a girar sobre el ala derecha para verlo mejor y...-¡No, entre el infierno nuboso emerge un "Sea Arrier" enemigo...veo la estela del misil, la veo!-  Aprieto el botón rojo dos veces..., ahí van, ven malditos como salen airosos los dos misiles plateados como aves de invierno. Siento el fogonazo. Veo la estela de fuego casi dentro de mi cerebro y  siento el tremendo estruendo y el golpe en el fuselaje. Me vuelvo y la cabeza me golpea y atruena en mi pecho y veo como el avión comienza a desintegrarse mientras yo me eyecto. Los casi novecientos kilómetros por hora estallan en mi pecho.

                         ¡He perdido el casco y mis guantes y mi reloj y mis antiparras y mi manguera de oxígeno! Todo. Perdí todo.

                          -¡Roberto, hermano, estoy gritando, ayúdame que tengo mucho frío!- pienso- ¡Gracias a Dios tu tanqueta está preparada para socorrerme! – Él, otra vez, no entiendo lo que dice:

                         - ¡Manfredo, hermano, corre que atrás hay otro misil del enemigo!- y trato de correr y siento pesadas las piernas con tantas correas del asiento eyectable y el paracaídas que me lleva lentamente hacia la tierra, y el frío terrible y el dolor atroz en las manos y en las piernas. Ya no siento la cabeza. Seguro que mi gemelo me ayudará. Sus compañeros, en cuanto llegue a tierra, me van a recoger y abrigarán. Entonces todo estará bien. Ya veremos. Cierto, ya veremos...

Allá entre las suaves colinas de húmeda turba encontraré sus brazos. Mi hermano me vuelve a hacer señas que no entiendo. ¿Entre las nubes? Me vuelvo, no puede ser... ¿mi avión estrellado entre unas rocas? ¿ fuego y un estampido?...y estas correas que no me dejan separar de mi asiento y me desprendo y camino sobre el agua y saludo a los jóvenes soldados sin piernas, sin cabezas, sin rostros, sin manos, sin nombre y me sorprendo porque no lo encuentro...¡No encuentro a Roberto, mi gemelo en su tanqueta!-¿Por qué?- Allá escucho a gente que vocifera..."Argentina..., Argentina...Argentina..." y el obelisco y mamá con una enorme bandera que se agita y mi padre entre millones de personas que cantan el Himno, y siento que ya no tengo ni mis pies ni mis manos ni mi avión ni mi orgullo ni mi frente ni oyen que los llamo.¿Dónde estoy?  ¡No puede ser!

            -¡Atento Manfredo, atento, sobrevuele el objetivo!-, y ahora, ¿por qué?...siento la voz urgente de mi guía derecho, me urge apretar el botón rojo... ¡No lo puedo encontrar!  ¿Dónde están mis manos?

            -¡Manfredo atento a su derecha avión enemigo!-estoy escuchando la voz clara de Gustavo P.J. y veo el fuego del misil y maniobro en escapada hacia la izquierda y veo fuego por todos lados y el calor agobiante. Y el ruido ensordecedor, y más calor. Explota el avión de mi guía. No veo...no veo nada. Silencio. Soledad. Muerte.

                                   Ahora...

            Camino sobre las aguas. Por las colinas de turberas, ya nadie me responde.

            "ARGENTINA...ARGENTINA......ARGENTINA......ARGENTINA.....argentina......argentina........argen..........arg...........ah...........ay... ¡Ay...Patria Mía....!”

                                              

                                                          

 

 

HISTORIA DE UNA MUJER

 

¡La mesa está servida! Me enteré esta mañana de algo importante. Sí, si, te escucho. Me pueden interrumpir, por supuesto. ¡Ah, es que vino Martín esta noche! No sabía que había vuelto. ¿Cómo le fue en el viaje, ganó el torneo? Me imagino lo felices que estarán sus padres. Y vos, claro. No, servite tranquilo viejo, hay más. Hoy hice un puchero grande y guardé una parte en el congelador para después. También cociné estofado para varios días y amasé fideos y lasaña de carne y verdura. ¿Te gusta el pastel de papas? Ya dejé para por lo menos un mes y medio en el freezer. No, no lloro. Y bueno, si estoy llorando un poco… por todo lo que ustedes han logrado en estos años, y vos viejo, tu ascenso en la fábrica y Jorgelina en la facultad que le falta tan sólo la tesina.

Lloro por todo lo que Leopoldo ha ganado en estos años en la empresa y que yo no he podido ni siquiera ir a conocer Mar del Plata, ni pude ir a ver el ballet o salir a bailar a un “boliche” y porque nunca terminé besando a un hombre como Delon o Bratt Pitt o La Port, lloro por las joyas que miré mil veces en las vidrieras y no pude comprar, o en los viajes que soñé hacer a oriente o a Europa. Lloro, sí, ¿y qué? ¿Acaso no tengo derecho a llorar por el futuro? Ya lloré mucho en el pasado. ¡Por favor no atiendas el timbre que suena! Debe ser el tintorero que trae el vestido azul que mandé a limpiar, ese que te gustaba tanto cuando nos pusimos de novios. Pronto, seguro lo voy a usar.

¡Gracias por darme tu pañuelo! ¡OH, está roto, traeme el costurero Jorgelina, así lo remiendo! ¿Este es el pañuelo de tu papá? Está gastado. Sí, yo también más que gastada estoy rota. Hoy me llamaron del laboratorio y me dijo la secretaria que… me estoy muriendo, la biopsia dice: “Cáncer terminal” en el útero,  con metástasis en hígado. Por eso he hecho las cosas para ustedes. Viejo, por favor, pasame la sal. ¡Gracias!

viernes, 27 de octubre de 2023

EN LA CALLE...

                         Mordisqueó hipando un trozo de pizza helada y mugrienta que encontró en un cesto. Le supo a asco, a nauseas, el color verdoso le recordó toda su vida. ¡ Otra vez la calle! ¡ El horror y el miedo!. Sollozó en silencio recordando los cartones viejos, los papeles de diario y el frío. Al " Nuria " lo habían encontrado muerto en un oscuro zaguán de un cuchitril abandonado. ¡Tenía tres cuchilladas y estaba atado con un alambre, había mucha sangre y su protector y madre sustituta, había quedado allí, como lo que era un pobre tipo de la calle. Era hermoso o mejor dicho ella la veía linda, se veía bella con su faldita de seda roja y las medias de malla y los tacos altos y ese cabello rubio, casi platinado, que le caía sobre la espalda. Era su padre y su amiga. La recogió de un baño de la estación Retiro, una noche de tormenta cuando tenía aproximadamente siete u ocho años. Ella que era pequeñita, se había refugiado allí y se escondía con miedo. La vio entrar con su pelo suelto y sus ojos grandes de color oscuro. Después supo que era un chico. Mucho después que le enseño a usar el baño, a comer con plato y cubiertos y tantas otras cosas buenas. Un día hasta le compró una muñeca. Otro le compró unos libros, un cuaderno y un lápiz. Entonces empezó con las letras. Con los deditos supo sumar y restar por la Nuria, que en realidad se llamaba Gustavo. Él le traía comida y le daba la leche tibiecita en las mañanas frías.

                        Ahora estaba sola, terriblemente sola y asustada. Se escondió como pudo en un recodo de una galería. Si la encontraba la cana o algún tipo de "esos", seguro que no tendría escapatoria para tantas cosas que había visto cuando huyó de su madre. ¡ Pobre loca su madre!. ¿Dónde estaría esa infeliz que le pegaba tanto?. Volvió a llorar por su suerte. Por su amiga o hermano muerto, lloró.  Se tendió entre unos papeles que sacó de un cartel.

                        Al comenzar el trajinar de la calle se irguió y comenzó a frotarse con las manos llenas de "smog", como le enseñó el  “Turquito” otro chico de la calle, cuando pequeña, para que no se dieran cuenta que era hembra. Se acomodó mal la ropa y comenzó una larga caminata por las calles frías e indiferentes al dolor de una niña callejera. ¿ Por qué a ella? Vio pasar chicos con guardapolvos y uniformes. Ella era una "mal parida", ¡tantas veces escuchó esa palabra sin saber bien qué querían decir hasta que la Nuria le dijo, lloró tanto que le quedaron hinchados los párpados. Una lágrima larga comenzó a deslizarse por su mejilla sucia. Llegó otra vez la noche y se metió en el hueco entre dos edificios en construcción. Allí sintió los gritos de otros desamparados que se llevaban "Ellos" o los "Otros", todos de temer. Comenzó a deambular hacia Retiro. Entró en el baño y encontró un rato de alivio. La sacó una mujer que se sentía dueña. Casi escapó corriendo. Terror, dolor, frío, hambre. Otra vez la calle. Se acurrucó en un pórtico y casi en la mano se encontró sin darse cuenta con la solución al problema. Un trozo de vidrio afilado y brillante. Se abrió una a una las venas de arriba abajo por sus lánguidos brazos de chica quinceañera. Pasó el " Jésica " contorneándose en sus altos tacones y vio el cuerpo herido y comenzó a los chillidos histéricos pidiendo ayuda. Llegó una ambulancia y cuando la llevaban notó que aparecía tras el vidrio, la cara de Nuria, de Karla, de Yesenia, que sonrientes le daban su vestido de quince: de seda y encaje rosa, sus zapatos de tacos y tomándole las manos, todos comenzaron a bailar un vals.

                                                          

LA PLANCHADORA

 

 Planchadora buena, sí, la Adelaida, y excelente almidonando. Sus labios gruesos merodean los azulados dedos que chasquean de saliva la plancha negra y pesada. Una palma rosada anida besos que rebotan en las puntillas hechas a mano para su niña. La cadera gruesa y firme ayuda empujando en la empinada calle con su cesta llena, sobre la cabeza. Lleva ropa blanca que lava y plancha, sobre un rosquete de lino. Los ojos mirones atrapan su sombra en la calle que destierra esperanza. Silban otros labios mestizos y fuertes con aliento de ajo. Ella sigue opulenta hasta el mismo núcleo de casas donde el poder esconde ambiciones y odios, ella es una reina sin poder ni trono.

            En una puerta enorme toca. Sale un hombre moreno con sonrisa alegre. Ella casi sin mirarlo empuja y le pasa la cesta. Entre sus blancas polleras se abraza una niña de rostros de ángel. Es su niña linda, es su mimosa que le trae su mascota en brazos. Besa las manitos que se pierden en sus senos rebosantes de leche y medio sentada en el pórtico le entrega su bebida santa.

            Desde la escalera la observa la madre de la niña. Con una sonrisa cómplice le hace una seña y luego que la niña abandona su pecho, se acerca y le deja en la mano monedas de plata.

            Adelaida se agacha, abraza a su muñeca de cabellos rubios y recibe la cesta con ropita nueva. Mañana regresará con sus dos bondades.

UN PROBLEMA DE AMORES IMPOSIBLES


 

En un corredor del castillo vi el pañuelo con las pequeñas iniciales bordadas en rojo.  Me sorprendió que ella, justamente ella, perdiera algo tan personal pero nunca imaginé que Dositeo era quien lo había sacado sin que ella supiera del pequeño tocador de la muchacha. Gesualdo se volvería loco de ira si supiera que el alegre Dositeo andaba dando vueltas por ese sitio del castillo. Fue casi un milagro que yo atravesara a esa hora desacostumbrada el corredor. Si bien los pesados gobelinos y cortinados ocultaban singularmente el pálido suspiro de lino, el monograma era incuestionable de la joven esposa.

Cuando llega al castillo, sus helados corredores, su eterna humedad, la falta absoluta de comodidades, pusieron como enajenada a la pequeña ama a quien tanto me habían encomendado en nuestro condado. Su padre, enérgico caballero, cuyos cofres estaban atiborrados de monedas de oro, ducados y libras, acuñadas en lejanas tierras, para comprar las bellísimas telas que fabricara en sus telares mi señor, me había exigido devoción plena. Yo me sentí feliz de cumplir la misión encomendada, sin saber lo que me esperaba.

Astrid acababa de cumplir catorce años esta primavera y su gozo juvenil trastornaba al agrio futuro compañero de la niña. Por lo menos Gesualdo tenía doce o trece años más que mi pequeña, era un pálido, hosco, malhumorado y avaro hombre de negocios. Delgadísimo, casi calvo, usaba unos calzones de linón que le caían como ramas de sauce sobre unas piernas flacas y nerviosas. Sus pequeños ojillos observaban como ratones heridos cada presa. ¿ Nunca voy a entender el pacto amargo de entregar a Astrid a ese bellaco.

Su caballo era hermoso, joven y fuerte. Los músculos de los brazos del potro saturados de olores familiares nos daban nostalgia de las largas cabalgatas por el valle de Shellwing, enorme coto verde que nos envolvía con sus cálidas tardes de tedio. Desde lejos, este otro castillo parecía un monumento fúnebre para nuestros jóvenes ojos extranjeros. Cuando salíamos a montar su cabello se desbarataba y parecía un ángel con alas de pelo rojizo. Yo le obligaba a usar su capa de terciopelo verde esmeralda y desde lejos parecía una diosa pagana. El urgido Gesualdo se asomaba a los ventanales y la seguía con ojos aguileños como a una presa de cestrería cuyo ave más deseada era mi pequeña ama. Y bien, así que hube de recuperar el pañuelo me alejé sigilosamente en dirección a su habitación, cuando una mano enguantada me sujetó por la garganta y pude sentir el filo espeso de una navaja que se deslizaba por mi cuello. Caí inconciente y hoy he despertado. Después de un tiempo increiblemente largo. 

Me sacudió un sonido muy agudo que no puedo distinguir entre los conocidos. Veo gente que atraviesa las galerías con extraños vestidos, escandalósamente cortos en las damas y austero en los hombres. Nadie usa peluca ni calzones con puntillas. Veo un ir y venir de extraños carromatos sin caballos, metálicos y de brillantes colores, que se mueven sobre unas ruedas rústicas de un color negro y que no hacen ruido sobre las piedras.  Paso por los corredores y atravieso las puertas y muros sin que nadie advierta que mi ropa es diferente, que tengo los zapatos de seda totalmente empapados de sangre y que mi cabeza, está apenas sostenida por un mínimo trozo de hueso. O no me ven o yo estoy en otro mundo irreal, deliro y no soy quien fui.

Bajo las escaleras de mármol y veo que unos hombres de cabellos color verde, violeta o rojo, con pequeños alfileres que le atraviesan las cejas, los labios o las mejillas, con dibujos de demonios y aves extravagantes sobre la piel, llevan y traen los cuadros que siempre desde que nosotros llegamos al castillo, cuelgan con gruesos cordones de seda de enormes clavos en los muros.

¡Oh no!, esa que llevan ahí es mi ama. Su hermosa figura pintada con la capa de terciopelo verde. ¡Qué bien han logrado el color de sus ojos! Pero están como muertos. Los niños. Serán sus hijos, que yo no alcancé a conocer. Se parecen a Dositeo. Su boca delgada y su barbilla aguda, los hoyuelos de las mejillas, la hendidura en el mentón... parecen hijos de Dositeo y no del prometido de mi señora. ¿Qué me he perdido? ¿Cuántas aventuras han sucedido sin que yo conociera en mi desdichada espera? ¿ Y por qué y quién me habrá pasado esa mala jugada? Tal vez el horrible  Gesualdo me odió porque yo supe que Astrid no le era fiel. Me sentaré en esa silla de seda azul... ¡Eh, amiga e siente sobre mí! Pero claro soy un espíritu desubicado, ahora comprendo.

¡ Algo sucede! Un hombre frente a cada grupo ofrece en venta los cuadros. Ahí va mi niña. Gesticulan o elevan un pequeño disco con una manito de madera. El hombre habla rápido y golpea con un martillo de bronce sobre el atril. ¡Veinticinco mil libras por mi ama! Eso ha desembolsado un viejo caballero que llora sin disimulo. Me acerco y atravieso su cuerpo. Me dejo caer al costado de su silla. Tengo un poco de pudor que me vea y se asuste.

¡ Sigue llorando! Se yergue y sale; apenas puede caminar por la edad. Se le acerca un hombre de unos cuarenta años. “- ¿Abuelo, ha comprado el retrato de su madre?- ¿ Para qué quiere otro si tiene como veinte retratos de ella? – el anciano no habla. Aleja con cierto desamor al varón que lo sostiene enérgico con la mano y pronuncia una sentencia: - ¡Debería darte vergüenza, rematar los cuadros para arreglar los techos de nuestra casa! – la mirada burlona de ciertas visitantes, lo hacen molestar más. –Abuelo, ya no vivimos en el siglo diecinueve, esto es el siglo veintiuno y el dinero no nos alcanza, sólo con la venta de los cuadros salvaremos que nos quiten el castillo. Después tendremos que hacer un hotel entre sus habitaciones, para albergar turistas americanos... eso nos defenderá de los acreedores. Usted no puede entender lo qué se debe y lo difícil que es ahora para mi hermana Astrid y para mí, mantener esto. Perturbada me alejo unos segundos pero regreso cuando escucho: -¡ Siquiera la abuela Astrid, se apareciera desde el más allá y nos ayudara! ¡Sería fantástico tener un fantasma en el castillo! Eso atraería a muchísimos curiosos. – dijo pasándose la mano por el rostro como lo hacía el alocado Dositeo cuando miraba embobado a mi amita. Así supe que a partir de ese día un deber inmemorial me atrapaba al castillo. Buscaré igual a Astrid en este otro lugar de la existencia. Pero yo sería lo que ellos necesitan, ya me arreglaré yo para hacérselos saber.

VIAJE COMO ESE, NO VOLVERÉ A VIVIR


                                   Cumplí los doce años. La vida es hermosa. Mi vestido rosa pálido con vuelo en la pollera llena mi mundo de sueños. ¡Ya soy grande!, me repito. A partir de ahora, mi vida cambiará.

Y, sí, cambió.

                                   Mi tía Federica, que es como mi mamá, se fue a vivir a Buenos Aires; mantiene conmigo una permanente amistad. Sus cartas llegan regularmente cada sábado a mi pequeño pueblo de montaña, acá en Catamarca. Bueno en realidad, ni tan siquiera vivimos en la capital. Mi pueblo, que es hermoso, está enclavado en medio de las montañas a doscientos kilómetros de la ciudad. ¡ Es tranquilo y todos nos conocemos, ya que en pocas cuadras está ubicada la escuela, la iglesia, el club donde hacemos deporte. Yo patino, y mi profe de patín, es una señora alemana que vino hace mucho después de una guerra, con su mamá. Se llama Ingrid y siempre habla de su pueblo, de su gente y añora volver. Yo no creo que pueda, ya su pueblo no debe ser el mismo.

                                   Me llamo Silvina. Y les voy a contar que mi tía, que es mi madrina, me ha invitado para que viaje a verla a Temperley. Mamá se opone y papá que me adora, me dice que sí, que iré apenas terminen las clases como premio por tener tan buenas notas. Las chicas del pueblo están alborotadas, casi ninguna, excepto Georgina y Mariana, han viajado a Buenos Aires. Imagino que seré el centro de todas las discusiones familiares, porque si papá me deja ir, muchas compañeras y amigas, le dirán a sus padres que yo soy su ejemplo.

                                   Lo primero que haré es preparar mi ropa. Debo lavar y planchar mis pantalones y remeras. Mamá suspira y llorisquea, pero pronto con un montón de besos la voy a dejar tranquila. La profe de patín está feliz, dice que se ampliará mi panorama sobre el mundo. Me habla de su viaje en un viejo vapor por mares que yo no sé ni dónde quedan. Me traerá unos mapas para que aprenda. A mi me gusta aprender cosas, pero que no me obliguen. Desde luego me ha dado varios encargos, para que con mi tía busquemos en la capital y le pueda traer novedades sobre la ropa que hay ahora para el patinaje artístico. Miramos en la T.V. los concursos en otros países del mundo y yo sueño con usar esos lánguidos trajes llenos de brillos y gasas de colores que parecen mariposas entre los brazos de un príncipe.

                                   Papá me busca los pasajes y llama a la tía Federica  para que me vaya a buscar a Constitución, el lugar a donde llega mi bus. Ya tengo todo listo y mi corazón está como de baile o fiesta que para mí, es lo mismo.

                       

                        El bus que me trae es altísimo, tiene dos pisos, está tapizada cada butaca de terciopelo azul. Mi asiento es de una sola persona, porque papá y mamá no quieren que viaje con alguien pegado a mí. Tienen razón, ¿de qué puedo hablar si me toca una persona grande o un señor muy mayor? Además no es fácil que viaje una niña como yo. Me llenan de recomendaciones: que no hable con extraños, sólo lo estrictamente necesario; que no me baje del micro hasta llegar a destino; que llevo suficientes golosinas como para un jardín de infantes; que coma sin decir nada lo que me sirven en la pequeña bandeja del bus; etc, etc. Yo miro desde la ventanilla a Macarena que llora. No sé por qué,¿  pensará que no voy a regresar? Lorena y Chachi se mueren de risa porque detrás de mí hay un señor calvo y obeso que come y come, ellas muertas de risa me dicen algo que no puedo escuchar. Mamá reza. Papá la abraza. Se me acerca un joven que dice ser el camarero de a bordo. Se llama Luis y me dice que si llego a necesitar algo él me ayudará. Muy simpático. El micro comienza a dar marcha atrás y mamá es un mar de lágrimas, papá se ha secado un lagrimón también y las chicas me levantan un cartel deseándome suerte. CHAU.... digo detrás de ese vidrio fijo y agito mi mano con emoción y alegría.  Tengo cuatro horas hasta la capital de mi provincia y doce hasta Buenos Aires. Seguro que me voy a aburrir muchísimo. ¡Oh, han encendido la pantalla de un pequeño televisor y van a dar películas, espero que sean nuevas y lindas! Es Harry Pother, me voy a dedicar a mirar la peli.

                        -Señorita, ¿ va a cenar? – me acaban de despertar. Me quedé dormida después de las dos películas que pasaron. Claro que quiero comer, me muero de hambre. Luis, el camarero, me entrega una bandeja con jamón y ensaladita de zanahoria rallada y mayonesa; además me trae una milanesita con puré; que devoro. Me trae otra bandeja y me quedo contenta. De postre hay un flan pequeñito pero sabroso. Otra película. Es fea de policías corruptos, pero la miro, igual, se que no es para mi edad, ya que tiene mucha sangre, pero también Luis debe atender a los otros pasajeros. Ellos no se quejaron por las que pusieron para que yo viera. Me ha dado sueño, el movimiento del micro me hace pensar en un barco en medio del mar. Hasta mañana.

 

 

OTRO INFIEL QUE DESPLAZA EL OLVIDO

 

            Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos se desdibujan sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa vieja. Hace calor y humedad. Las chicharras clamorean encaminando sus atractivos sexuales a las hembras. Un sopor manifiesto se despliega en los dormitorios sombríos. Lentos ventiladores perezosos se desdoblan en aspas gastadas con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Clavo de olor, canela y vainilla. Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del ron y la cerveza. Noche tras noche amancebado con las busconas de Puerto las Rocas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de la puerta ventana, atrayendo aire con olor a río. Espanta las moscas y mosquitos, que en la oscuridad sacrifican su necesidad de sangre en la grosera piel del ajumado moreno.

            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan el pescado y los mariscos al mercado. El grito de los hombres que trabajan, no lo despiertan de sus interminables borracheras. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comidas derrochadas en la jarana. Nadie se atrevería como el ave a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo, Nunila, escoba en mano limpia el patio de tierra, sacando hasta brillo al polvo. Su cadera gruesa, sostiene la enorme falda blanca de algodón con puntillas. Sus manos hábiles fabrican para ella y los extranjeros metros y metros de puntillas en la penumbra de la tarde cuando espera el grito de Fantino. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a ese gordo infame y alcoholizado que está siempre tirado, fingiendo vivir, sólo para copular noche tras noche.

            Nunila, fue bella. Morena de ojos claros y largísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno de su rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra. Estaba allí, ahora, en las sombras de esa vieja casa que guardaba sus secretos. Antigua estirpe de otras épocas, donde el oro relucía entre los marrulleros comerciantes que atraían las minas del interior. Cada barco que atracaba, era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de infelices nunca buscados por nadie. Marginales. Para Puerto las Rocas, no había una ley y si la había, nadie sabía cuál era. Nunila en silencio sobrevivía al horror de los sucesos. Callada, cocinaba plátanos fritos, mariscos y pescado, arroz con cerdo. Nunca le dio ni una moneda el Fantino, nunca. Sólo vivía de sus manualidades. Pagaba a las rameras con algunos billetes que conseguía de los extranjeros que se enamoraban de sus encajes. El ron y el alcohol, lo traía Amancio, dueño de las hembras. Ella era fiel. Salía con su turbante atando el pelo y la pollera suelta que le cubría hasta los tobillos. Ella no era igual a esas desheredadas que traían cada noche.

            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina y abría los cofres cubiertos de mantos de seda. Se ponía uno de aquellos trajes de seda antiguo. Se sujetaba el pelo con peinetas de carey o nácar y usaba los aretes de oro y zafiros. Se transformaba en señora. En dama. Descalza caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa en su belleza nativa. Majestuosa en su porte de reina. El mejor era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino, aun conservaban la fortaleza del almidón y su cuerpo parecía una pintura arcaica de la colonia. Todo eso era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba sus secretos y volvía a su vestido de algodón blanco y a su turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la viera, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina era la suegra, que cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado. ¡Si lo viera! Borracho todo el día. Follando cada noche con una o dos y hasta tres mestizas del puerto. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que su marido tenía una manceba… y con nueve hijos por ahí, en las afueras de Puerto las Rocas.

            Solía tomar el cuadro con el rostro de doña Santina y hablarle. Como le hablaba en el lecho, mientras le lavaba las heridas provocadas por las horas en el lecho, o los insectos. Otras veces, cuando le daba de comer en la boca, la madre, se negaba y una lágrima corría por su piel lechosa. Ella con un pañuelo de encaje las secaba mientras acariciaba sus manos. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Era mestiza. Su madre negra y su padre blanco de ojos claros. Por eso ella tenía esos ojos de cielo cambiante según se avecinaba la tormenta. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo:- “¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella!- Huyó, Nunila, dejando la cesta con la compra sobre la mesa de madera en la calle, perdida. Perdida ella, en el temor de las palabras escuchadas. El extranjero trató de correr tras ella, que se perdió entre los callejones malolientes del puerto. Y lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.

            Al regresar a la casona, un grupo ruidoso de gente, entre ellos dos vecinos y el Amancio, la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. El marido, Fantino, había salido gritando por la calle y cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas. Balbuceaba algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. Santina vino a buscarme, Mamá, y dando un revolcón en la tierra, perdió el conocimiento. Sus ojos en blanco y sus uñas amoratadas, como lo que se podía ver de los labios, fueron lo último que se vio, antes de pasar a otra vida.

            Nunila, con el señorío de siempre y su silencio, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llantos equívocos. Pocos fueron a acompañarla. ¡Mejor!

            Una semana después, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló cada ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que era. Con las telas de los vestidos de doña Santina, se hizo ropa acorde a la época, se colocó el cabello con las peinetas de su suegra y habilitó el salón, para que allí se aprendiera a fabricar los encajes que ella sabía confeccionar. Pronto las muchachas de otros barrios llegaron a aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el tono a la zona.

            Un atardecer, sentada Nunila en la galería, vio bajar por la escalera a doña Santina, con su mejor traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en el hueco de ambas, una caja llena de joyas, que la muchacha nunca supo que existían. Luego le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo entre los jazmines.   

UNIENDO LOS OPUESTOS, DESAFÍO DEL TIEMPO

 

                        No es fácil ser músico, pero es hermoso. La vida transcurre de otra manera. Un concierto aquí, una serenata por allá, un compromiso sin sueldo y la necesidad de ganarle a cada artista un lugar. Es como encontrar una estrella en la constelación con tu nombre, ser dueño de un árbo, vaya, no sé, ser músico te pone frente a la gente como a alguien medio extraño, especial, alegre. ¡Aunque a veces seas más trágico que Mahbeth! Yo soy optimista por naturaleza, me decía Ernesto, mi amigo saxofonista. Yo también, le dije, pero no es tan fácil, cuando tenés que pagar las cuentas y no tenés ni un cobre.

            Mi historia es bonita. Desde chico me gustó interpretar música criolla en guitarra. Me extasiaba escuchando a mi padre y tíos, bajo un sauce en las tardes de verano, allá en el sur de mi provincia, cuando cantaban entre vino y vino, chacareras y tonadas. Aprendí bien, en la universidad. Papá no quería que fuese de esos músicos improvisados y noctámbulos, sino un señor. Así, logré mi título universitario en composición e intérprete de varios instrumentos. He vivido un sinnúmero de anécdotas. Y ahora les contaré una tan especial como una canción de amor.

           

            En un viaje que hicimos con un grupo de amigos músicos, para un festival de esos que en el verano, te devuelven la fe en la gente; nos detuvimos en un pueblito perdido en el campo. Teníamos sed y hambre. El boliche, parecía recortado de una lámina de Molina Campos. Reja separando al hombre de los paisanos. Botellas de ginebra barata y vino tinto en tetra; moscas y naipes grasientos que brillaban sobre mesitas de madera de álamo ennegrecidas con humo y tierra. Mugre, mucha mugre. De unos piolines caían unos salames grises, viejos y secos. Un queso bajo una campana de vidrio ordinario y vasos facetados de todo laya. Ninguno igual. Los parroquianos, verdaderos hombres de campo, puesteros cuyas manos endurecidas de pialar ganado cimarrón, de alambrar campos inhóspitos a pura mano y abrir pozos en medio de los pedregales con pala y pico. Ropa gastada y antigua. Alpargatas deformadas en sus pies callosos y con nudos artríticos. Sombrero infaltable y el cuchillo, en la cintura, por si acaso.

            Nos sentamos en una de las mesillas y pedimos bebidas cola. Nos miraron con desprecio y ofuscado el gringo, nos sirvió un vaso de vino tinto a cada uno. Cuando vieron las guitarras se vinieron como abejas al polen. Despacito se fueron arrimando y con gestos serios y poco expresivos algunos preguntaron en voz baja nuestro nombre. Otros nuestro destino. Alguno, si queríamos gastar unas cuerdas para ellos y se armó la guitarreada. Como a las siete de la tarde cayó un tal Garrido. Ramón Garrido. Puestero de lejos del boliche. Se acodó en el mesón detrás del enrejado y pidió una ginebra. Atento, escuchó una cueca y volteándose, pidió un trago para los convidados. Esos éramos nosotros. Relumbraba el cuchillo en la cintura. Los otros hombres comenzaron a despejar y salir hacia sus caballos; tomando el camino que los llevaba a sus puestos de regreso. Seguimos tocando zambas, tonadas y gatos.

            Se fue acercando la hora de ir al Festival y cuando ya el vino nos hacía cabriolas en la panza, nos despedíamos de Ramón Garrido. El puestero, tomó a mi amigo Baldomero Vargas, gran percusionista en el bombo legüero, y le ofreció, como  regalo,  su cuchillo. Mi amigo no sabía qué hacer. Se negaba y el hombre iba juntando bronca. El “Cholo” Pereda, el otro compañero guitarrista, le dijo por lo bajo, que le aceptara y Baldomero le recibió el cuchillo. A cambio le entregó su “querido” pañuelo del cuello, que un amigo le trajo de Medio Oriente.

            Quedamos invitados a su casa para el día siguiente cuando se terminaba el festival. Así, después de recorrer con el jeep sesenta kilómetros de camino difícil y cerril, llegamos a un rancho de barro y caña. Esa era su casa. Entramos a la gran habitación, donde dormían dos pequeños. Luego aparecieron de a uno otros cinco niños, con caritas curiosas y curtidas. Ramón, nos llevó bajo un enorme aguaribay y en un tablón, vimos el generoso banquete que había preparado. Un chivo crocante sacado recién por su mujer, que estaba embarazada de entre siete u ocho meses de preñez, de las brasas. Jamón de ñandú, charque, guiso de liebre, queso de cerdo hecho por las manos hacendosas de su mujer, y un sin fin de verduras cocidas a las brasas. Vino tinto patero.

            Sacamos bombo y guitarras y serenata va serenata viene se pasó la tarde. Teníamos que regresar a nuestra ciudad. Mañana todos teníamos que continuar con la vida loca de la capital. Baldomero, le prometió volver en cuanto pudiera. Lo miramos serios, porque para Ramón, sería un agravio si no lo hacíamos. Yo, sinceramente ni soñaba regresar a ese puesto lejano. Entonces el “Cholo” dijo… tal vez, en semana Santa nos vemos. Nos tomó la palabra y comenzó a decir todo lo que nos esperaría. Chivito, cerdo, y un sin fin de manjares.

            Al subir al jeep, Baldomero dijo. Yo, no vuelvo, tengo que ir a Córdoba a tocar para Semana Santa. Yo, tampoco, toco para las españolas del ballet de San Juan. Y cada uno recordó sus compromisos.

            La mano de Dios, no sólo ataja penales. En Semana Santa, cambiaron todos los planes por razones múltiples y nos contrataron en el sur, para un congreso de médicos locales. Viajamos. Por la mañana del Jueves, estábamos sentados bajo un sauce llorón descansando de tantas fatigas, cuando a lo lejos, vimos una polvareda. Un jinete se acercaba a nosotros. Cuando ya lo visualizamos, era Ramón Garrido. Venía a nuestro encuentro desde su puesto; traía entre sus brazos, envuelto en el pañuelo de oriente su nuevo hijo. –“Acá le traigo al ahijado.” – y le extendió el cuerpecito moreno al Baldomero, que lloraba como un niño emocionado.

CARTAGENA, CIUDAD DE LEYENDA

 


            Caminaba por las tranquilas calles de Cartagena. Había soñado toda la infancia y la juventud con este viaje que por fin pude concretar. Algo aquí atraía mi espíritu aventurero y  afiebrada imaginación. Sentía una fuerza  singular que me provocaba asombrosas sensaciones cuando soñaba con una ciudad extraña y se reiteraba constantemente ese sueño. Alguna de las cien pitonisas que visité en busca de respuestas, quiso ver una vida pasada en otro mundo. Yo me reía de esas extravagancias propias de mi generación. Nací en la década del 60 y entre hippies y rock, aparecieron los orientalistas con sus ideas nuevas. Pero: ¿Cartagena sería en realidad ese otro mundo? No, yo creo que todos mentían. Estas piedras del fuerte, de las viejas y restauradas viviendas de antaño, son tan sólo una maravilla antigua, digna, que debía disfrutar  en las vacaciones.

            Caminé y caminé durante todo mi primer día, compré un vestido de algodón blanco para exorcizar el calor húmedo que se me colaba por los poros. Entré en la calle  de Los Siete Infantes alrededor de la media tarde. El olor del musgo de las viejas piedras, de los paredones de las defensas erigidas contra los olvidados piratas, llenó mis sentidos de una embriaguez insólita. ¡Yo en Cartagena!

            Me sentía libre y nostálgica. Caía la tarde y todo se tornaba de ese tono anaranjado y dorado viejo como un cuadro antiguo, mezcla de los olores violentos del mar y de las flores que crecían en todos los balcones señoriales impregnaban aún más el ambiente haciéndolo más atractivo para mí.

            La calle por gastada y por la forma del terreno caracoleaba entre palmeras y jardines. En un recodo de la callejuela “Del Boticario”  y ya casi bajo una semidestruida casa de piedra sentí  la presencia. Era como encontrarme con la transferencia  efímera pero tangible de un ser del pasado. Me acerqué al portal de reja y "La vi” allí con sus ropas anacrónicas y sutiles. Era una joven de porte altivo. Mulata de rostro anguloso y ojos grandes, ágil, que balanceaba una farola con una luz imperceptible, a los ojos menos avisados.

Un cortejo brumoso la acompañaba. Temblé. Los adoquines húmedos, grises y penetrados de helechos salvajes formaban un cuadro que me atrapaban. No me podía mover. El sol había desaparecido y el dorado se había convertido en violeta y un mundo de rumorosas sombras me envolvía. Algo me invitaba a tratar de desentrañar ese raro suceso que me acontecía. Llegué a sentir por momentos el silbido de las balas de arcabuz y el olor de la pólvora que me llegaba desde el puerto mezclada a los viejos olores del miedo. Desde el “fuerte” sentí apagados gritos de dolor e ira. Me acerqué. Cuando toqué los vetustos hierros del portal una ráfaga helada desdibujó la escena. La esencia del pasado había desaparecido con sus bonanzas y desgracias. Me quedé un instante inmóvil y pensativa. Continué mi camino hacia el hotel. Allí me sorprendió el silencio  y la paz que reinaba. Estaba agitada y febril.

Apareció un joven encargado del hotel, me preguntó si el sismo que se había producido, hacía más o menos una hora, me había provocado algún problema. Yo impaciente respondí negando y casi corrí a mi habitación con profundo miedo, dado que continuaba el movimiento sísmico. Caían trozos de mampostería y crujían en derredor, muebles y enseres, como si estuviera por derrumbarse en escombros.

            En el ventanal  que daba al jardín poblado de palmeras y buganvillas coronadas de orquídeas perfumadas,  vi la imagen reflejada en el vitral y mi confusión fue verme, morena y vestida igual, igual a la joven del jardín que me sonreía señalando la playa.

            ¿Ahora me pregunto si así nacen o mueren las leyendas?

                                                          

DE MI LIBRO INÉDITO: POEMAS AL AMOR

 

así podrían quedar hojas en blanco

nuestros labios en mudo sortilegio

 

pero mis brazos

y tus brazos se ajustan a las sombras

buscando el surco donde nace el almíbar

la carne desplazada en la cumbre de la puerta

el músculo sonriente

para imbricar el embrujo palpitante de tus ojos

con un lazo de ébano astillando la tierra

mi cuerpo   mi tierra    edén dormido

que se estremece con la música del viento

UNA CIUDAD EN FUGA

 


                                               En la sombra del aire regresó desdibujando el dolor de tu ausencia.

 

                Entré en el único bar del barrio. Me senté escondido en la silla más apartada. El dueño que esperaba que llegara el ayudante, se acercó para hacer posible tomar el pedido. La seña era simbólica: Un café chico.

            Entraron dos hombres trajeados como los que ofrecen libros educativos en los colegios. Luego aparecieron un par de alborotados jóvenes que llamaban por celular a ignotas amigas. ¡Todo ruido y carcajadas!

                Miraba el reloj con angustia. Tenía el boleto para viajar en pocas horas y no era fácil conseguir un taxi a esa hora. Ella no llegaba. ¡Malditas mujeres, con eso de vestirse, maquillarse y dar vueltas y vueltas, nunca cumplen con los horarios!

            Pero ella no es así, nunca lo fue. Es raro, pensé. Llegó el pibe que trabajaba de mozo. Estaba pálido y despeinado. ¿Sabe, Braulio, ha escuchado las noticias? Ponga el televisor, hay unas noticias terribles.

            ¡Vos por no llegar a tiempo, siempre tenés novedades para distraerme! Ponete la chaqueta y el delantal y pasá por las mesas a levantar los pedidos que faltan.

            No, jefe, prenda la Tele. Ya va a ver. Hay un verdadero lío en todos lados.

            Lo miré asombrado y lo llamé. ¿Pibe qué noticias? Estoy esperando a mi novia y ni viene, algún accidente o… ni me digas.

            No amigo, han llenado las calles de policías y gendarmes. Unos extranjeros que vinieron en un crucero han ingresado con una enfermedad que mata. Hay un escándalo, patrullas, ambulancias y hasta los bomberos. No permiten pasar para nada hacia este lugar. Parece que tienen un “virus venenoso” y súper contagioso. Dicen que han muerto como setenta personas en el barco. ¡Vamos Braulio, prenda la tele y verá!

            Me quedé temblando junto a la mesa. Los tipos sorprendidos, se acercaron para escuchar y los jóvenes se quedaron mudos.

            Ahora cuando llegue, qué voy a hacer. ¿La dejo con estos problemas? Ahí, viene un policía. Trae un barbijo y guantes de látex…

            ¡Señores, no pueden estar acá! ¡Regresen a sus hogares y no salgan si no quieren morir! Es una orden del presidente. Nadie entra o sale de la ciudad sin autorización del jefe de sanidad del gobierno.

            Salí corriendo, tomé el primer taxi que pasó. No me quería llevar a casa. Todo era un caos. Cuando llegué a casa, vi en la puerta una ambulancia. Se la llevaban a ella. Ahora estoy perdido, ni viajo y no puedo estar con ella. Mi amor. Te voy a extrañar tanto. ¿Cómo viviré tu ausencia?          

ESOS FANTASMAS

 

            Aurentia, olvídate. ¡Sí, olvídate! Nunca podrás regresar a la tierra de tus ancestros. Deja de soñar, mujer.

            Cuando se fue destruyendo la casa de Orellanos, en el sótano, como un ancla perdida, encontraron un baúl muy viejo. Estaba bien conservado para los años que parecía tener en ese oscuro rincón, entre cientos de trastos olvidados. Cuando lograron abrirlo, muchas cosas se transformaron en cenizas, otras estaban buenas.

            La casa de Orellanos era un alcázar construido con ladrillos y lágrimas de amor. El amor prohibido de tu abuela por el señor Tiburcio Olveira Castell. Ella escondía su pasión bajo el velo de la tristeza y la música cuando en la pianola soterraba su ira y celo. ¡Un escándalo si proclamaba su amor! La señora de Oliveira, se sentaba cerca de su esposo y tomaba su chocolate tibio con bizcochos cuando ella la miraba y sonreía como si no supiera que los sudores eran por esos ardores que la enlazaban. La casa era enorme y en el jardín, junto a la glorieta, las flores y helechos escondían su furor apasionado. ¡Pobre tu abuela! La casaron a los trece años con su tío de cuarenta y tantos, sin haberlo visto nunca. Por poder ante escribano y cura.

            Llegó el papel de la boda por vapor a la ciudad dos meses después y ella lloró sobre su lecho siete días. Nadie le podía hacer que comiera, hasta que llamaron al doctor Aurelio Oliveira Castell, hermano del vecino. Así lo conoció. Apenas se lo presentaron en una tertulia la flecha del amor le hincó el corazón. Amó al hermano de quien la hizo aceptar al marido anciano que llegó a los meses desde aquellas tierras lejanas.

            ¡Y la pobre tuvo nueve hijos! Sin amor y murieron siendo niños con una extraña enfermedad, que según dijo el doctor Aurelio, era causada por ser tío y sobrina. ¡Cosas de esa época! Tu madre sobrevivió… porque, dicen que era hija del señor Tiburcio. Comentarios de fogones y envidias.

            Bien en ese viaje dicen que llegó el arcón que encontraron en el destrozo que realizaron los operarios. ¿Conocías esa historia?

            Habían extraviado ese enorme arcón. Seguro que vino de allá, de la tierra lejana y mítica de ellos. ¿Tal vez ni recordaron qué venía en él? La ropa, muy bonita se fue deshilando como un hielo con el calor del sol, los alamares dorados y las peinetas, estaban tan duras que se quebraban apenas los ojos se posaban en ellas. Eran un mito, una mágica ilusión. Unas botas de cuero roídas por ratas o polillas se desfiguraron como la bruma en las mañanas del campo.

            Un cofre, que milagrosamente estaba íntegro y sus pinturas se podían ver con colores de magnolias y rosas amarillas, fue el gran hallazgo. Costó abrirlo. En el joyero, había un guardapelo impecable, como recién guardado. Una pequeña trenza con cintas desvaídas de color violeta, se enroscaba entre las florecitas que se deshicieron con el aire. Allí estaba la clave de la historia. ¡De tu historia, Aurentia!

            Recuerdo que el tío Ortuliano la escondió por varias generaciones, a tu historia, claro. Igual, se transformó en el sueño de los misterios y todos protagonizamos alguna fantasía con ello. Todo imaginario. Ese cofre nos permitió vivir una fábula distinta, emocionante, mágica. La tía Eufrasia, decía que era de una hija perdida en medio de una tormenta en los mares del sur. El tío, Ortuliano le agregaba pequeñas pistas a cada pregunta que le hacíamos nosotras.

            Cuando murió y desapareció la arqueta, quedamos un tiempo confundidos. Al principio se habló en cada cena o tertulia, hasta que se fue esfumando como el vapor de una fogata en la madrugada. Muchas inquietudes se desvanecieron con el tránsito del tío Ortuliano. Su amada compañera, perdió todo la esperanza de vivir y hasta se quedó calva. Ya no tocaba el clave que habían traído desde Francia cuando llegaron a la casa, varios años atrás.  

            Aurentia, deja de soñar. No podrás ir. Eres tan distinta a todos nosotros, que te evitarán si pones un pie en la tierra de ellos. Entonces los misterios nos acosaban. Luana, tu hermanastra, se quedó soltera esperando conocer y recibir la herencia o el cofre con su verdadera historia.

            Creyó, la muy necia, que cada hombre que se acercaba y pedía su mano y sus placeres, lo hacía por el valor de lo que creíamos había encerrado allí.

            Ya vieja, medio ciega, hablaba sola, creemos que con sus fantasmas personales. Ella los veía y corría por las galerías de la casa hablando y riendo. Siempre desnuda, cubierta solo por su larga cabellera negra que se pintaba de gris a blanco. Su piel agrietada y flácida. Su cara ambarina y seca. Sus manos arcillosas y artríticas se abrazaban a los arcones de la sala. Tú, no. Seguiste pensando en un regreso para buscar una verdad incómoda. Te tumbabas en el pasto húmedo mientras los insectos bebían de tus ojos negros que habían perdido el brillo.

            Mi querida Aurentia, nadie sabe quién es la dueña de la trenza del cofre. Tal vez fue la amante de tu padre que atravesó los mares en espacios infinitos como bufón burlesco. ¡Y tu madre, la hermosa Francine, escapó de la hacienda con un soldado que le prometió ser reina! Reina de qué, nadie lo supo ni sabe. Yo me quedé a cuidarlas. Y viví esperando que la fortuna nos trajera un cofre con la verdadera historia.

            ¿Te imaginas, Aurentia, en un pueblo de negros tú, tan blanca y bella, buscando la crónica de todos los sucesos de entonces? Quédate tranquila, mi niña, no podrás regresar. Ese es tu destino, no encontrar fantasmas. Sólo buenos relatos que presumo son sueños.

UNA FRUTA FRESCA

 

                Cuándo quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura, poblada de fantasmas que blanquean al tras luz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. Anónimo.

 

         Dormía Azedime sobre la alfombra que su abuela había tejido antes de partir. El sol se ocultaba y sus pies llagados, ya no sentían el dolor de los primeros días. Habían bombardeado desde hacía muchos días, toda la región y los edificios estaban en ruinas. Por doquier se veían restos de autos, ambulancias y camiones destruidos.

            Los niños no tenían escuela y para sobrevivir recogían plásticos y metales para vender a un recuperador y por lo que le pagaban algún dinero.

Con lo que ayudaban a comprar algo de alimentos y medicinas.

            Jazed, su tío y su hermano Yeppek cayeron bajo las balas de un francotirador. Quedaban sus hermanas Aminne y Yazmín, y su madre, que lidiaba con el asma. Azedime soportaba el hambre y la sed en su tarea, para encontrar algunas monedas. Algunos días se juntaba con seis o siete chicos de su edad para jugar a la pelota en algún escondrijo de la desvencijada población arrasada. Pero hasta eso le estaba vedado. Al ponerse el sol, sin electricidad, se congregaban en los sitios más seguros con su familia.

            Desde lejos se veían los fogonazos de los proyectiles que debatían en Alepo u otra aldea cercana. El mar estaba contaminado de minas, igual que la playa. Ya había visto a varios muchachos y pescadores volar por el aire como un barrilete al viento y caer con pequeños trozos de cuerpo en la arena. Paradoja que muchas veces al caer, explotaba otra mina.

            ¿Madre qué significa la Paz? ¿Madre podré algún día ser médico? Y una lágrima desdibujaba el rostro demudado de la mamita amorosa, que no tenía palabras y caía en un espasmo asmático. Azedime nunca más preguntó. Su corazón le decía que su madre podía morir y él, era muy pequeño para hacerse cargo de sus hermanas. El coexistir con la muerte, lo había hecho crecer de golpe. Pero no en fuerza física ni en tamaño. Era un niño.

            En el vertedero encontró un libro. Lo levantó, lo limpió y vio bellas láminas que estaban dibujadas. No eran comunes a los pocos libros que él, conocía. Hablaba de “unicornios” y gacelas, de un bosque lleno de pinos del Líbano, con frutos y agua que corría por el campo en arroyos, y, sentado entre la basura, se propuso arreglarlo y llevarlo a sus hermanas.

            Esa tarde el sol se despidió con lentitud en el horizonte. Caminó feliz con las monedas y el libro bajo el brazo. Cuando pasó por la calle Al Ferriak, compró una fruta. ¡Era el día! Un día especial en el que él, llevaba algo más que dinero, llevaba un sueño en papel.

            Entró en el espacio donde estaban sus pocas pertenencias y su familia. Sonriendo le mostró a su madre lo conquistado. Su madre se tapó el rostro con el velo. Se echó hacia atrás y comenzó a sofocarse. ¡Claro ese libro no era de los permitidos por su religión! Pero Azedime no lo sabía, comieron en silencio la fruta que supo a gloria.

            Las cabecitas de las niñas apiñadas miraban los dibujos y abrían grandes los ojos como estrellas fugaces. La madre no quiso decirles nada, en su corazón sabía que en cualquier momento una bala o misil enemigo de su pueblo volaría el refugio y que sus niñas nunca tendrían ensanchada la cintura con un bebé para amar.

            Se quedaron dormidas. Un estruendo despertó a Azedime. Entre los escombros su hermana menor, Yazmín abrazaba el resto del libro que encontró en el sumidero. El cuerpo de su madre cubría lo que quedaba de Aminne. Cuando trató de separarlas de la mano pequeña sacó las semillas de una fruta dulce que compró ayer para ellas. Salió despacio y las aventó en el viento. Tal vez algún día llegara la Paz y creciera un árbol que diera fruta para todos.

 

 

 

LA NOSTALGIA

  

            Cerró la puerta y una lágrima se escurrió por su mejilla. La niña Esilda había dejado la casa enojada y a los gritos. Ella, la cuidó desde el día que nació. Su madre tenía una enorme depresión y necesitó de todo el amor para superar su descuido. Hasta que un día nefasto la mujer se subió al barandal del balcón y se desplomó sobre el adoquinado de la calle.

            Su tarea fue doble. Consolar al joven Carlos y seguir siendo la madre sustituta para la chiquilla. Cuando llegó la abuela e impuso el nombre de su anciana madre, don Carlos me dijo que estaba loca, pero que no tenía fuerzas para oponerse a la suegra. Así la llamaron y así creció. Odiaba cada día más su nombre. Cuando comenzó a ir a la escuela las chicas le hacían burla. Ella llegaba llorando y yo, la consolaba con algún dulce u otra monería.

            Dos años después el padre de Esilda conoció a una muchacha joven y simple. La trajo a casa para que yo opinara. ¿Qué podía decir yo? Soy simplemente el ama de llaves y aya de la niña. Se casó y la instaló en la casa. Mi niñita, la comenzó a odiar apenas la vio.

            Pero conseguí hacer que la tolerara y se entendiera, ya que no sería posible que el padre la echara. La nueva ama se llama Rosmarí. Es una joven de sonrisa franca y le encanta la música. Por lo que la radio siempre se prende temprano y la mesa del desayuno tiene ese rumor alegre de la música popular. Conmigo, la nueva ama es amable. No se mete con Esilda porque sabe que la odia. Se lo ha dicho en todos los modos posibles. Le cortó el mejor vestido con una tijera, le roció el cabello con pintura verde, le sacó los tacos a los zapatos nuevos… mil travesuras, que don Carlos iba arreglando como podía.

            Cuando cumplió quince años, armaron una fiesta hermosa. El salón estaba adornado con las flores que esilda adora, el vestido lo compramos juntas en un negocio de la ciudad y se le hizo todo los arreglos a cabello, manos y uñas, quedando muy bonita. Ese día le pidió al padre que Rosmarí no asistiera y la mujer aceptó para no arruinar la vida de su amado.

            Ese día conoció a un joven forastero que la enamoró. Era un muchacho unos años mayor que ella, la niña, ya no era la misma. Caprichosa, nerviosa y malcriada por todos, hacía lo que quería. Fue mi culpa. Un día desapareció. La buscamos por todos lados. En el parque, en la ciudad, en los cines y hasta en clínicas cercanas. Nada. Apareció a los dos días. Era mujer.

            Al poco tiempo, el compañero vino a hablar con el padre y se la quiso llevar. Él, se enojó y lo echó. Yo, solo lloraba junto a Esilda que estaba embarazada. Hasta en eso me siento culpable. La mañana que se fue, cerró la puerta y se fue llorando. Y yo miro todos los días con nostalgia la acera por donde marchó porque se llevó parte de mi corazón de madre sustituta.