Tomaste la decisión de irte de Villa
Antigua, para escapar de un amor imposible. Mi memoria se retrotrae a ese día.
Cerraste la casa, pusiste un enorme candado de bronce en la gran puerta de
raulí chileno, que había hecho el abuelo en su taller de carpintero y ebanista.
Las celosías parecías párpados de una doncella muerta en la mejor edad de
juventud. ¡Ay, Onofre…! Cuánta pena dejaste en Guillermina.
Ella te observaba desde la ventana en
la casa frente al gran portal. Corriste hacia el paso del tren. El reloj de la
iglesia dio siete campanadas que sonaron a camposanto. Dejaste un hueco enorme
en el pueblo. Tanto que, si recuerdas, el abuelo había plantado un cedro sobre
la pared del oeste para evitar el ardor de los veranos. ¡Pues bien, era pequeño
cuando te fuiste huyendo del padre de la muchacha! Pero pasó el tiempo y se
transformó en un árbol gigante, tanto que derribó todo el muro. Dejó la casa
abierta como si una boca enorme que quisiera engullirse todo lo que quedó
dentro.
Guillermina
comenzó a llorar. Cada vez que escuchaba el ruido del ferrocarril, con su paso
de hierro asustado, ella prorrumpía en llanto. Tú nunca llegaste. Su padre la
vio tan triste que vino a preguntar por tu destino. Yo no sabía donde vivías y
trabajabas. No supe darle una respuesta; al poco tiempo un infarto que desgajó
al viejo, la dejó sola. Curiosamente cuando le fui a dar el saludo por su
orfandad, estaba húmeda; las manos, los guantes, la blusa y la pollera. ¡Tanto
lloró que comenzaron a juntarse pequeños charcos primero y luego más y más agua
en su alcoba, esa que tenía frente al portón de raulí que extrañamente nunca se
cayó arrastrado por el derrumbe de la casa! Allí brilla todavía el bronce de la
aldaba y el candado como mudo recuerdo de que allí ha vivido una familia.
Un día me
pidieron que fuera a ver a Guillermina. Cuando abrí la puerta, que no tenía
llave, un raudo fluir de agua con sabor de lágrimas me envolvió completo. La
hallé ahogada en su propio llanto.
Le di una
sepultura hermosa, llena de ángeles celestes de yeso y una cruz de mármol, que
encontré en el patio de tu casa derruida por la desidia y el tiempo. Onofre,
perdona, no puedo seguir contándote lo que pasó después porque he llorado
tanto, que me estoy ahogando como sucedió con ella. Onofre, recuerda que yo la
amaba más que tú y nunca pude hablarle de mi amor y darle un beso. Mi esposa y
mis hijos no saben de mi eterno amor por Guillermina
Adiós
Onofre, espero que si vienes a buscarla, encuentres esta carta entre las flores
del antiguo patio o junto al portón de raulí que hizo el abuelo. Con cariño,
Demetrio, tu hermano menor.
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