Entró en la habitación estrenando temores. Su rostro desencajado con moretones que no se aliviaban con su sonrisa desdentada. La miré y estalló una chispa de alegría en su mirada. Un rubor sobrepasó la costra de sangre que caracoleaba en su mejilla izquierda. Noté en sus manos ásperas el gesto amigable de sus necesidades. Salí de la silla y rodeando el escritorio, le tomé la mano de modo de transmitirle mi seguridad y cariño. Ella era una mujer. ¡Una mujer igual que yo; y tan distinta a mi realidad! Nacida en una orilla marginal de la quema a destiempo y deslugar.
Con el tiempo supe que era hija de un recolector de botellas, y a veces, cartonero, alcohólico como sus ancestros. La madre analfabeta. ¡Una buena madre! ¡Excelente madre era! Había sobrevivido a la pobreza mamando el elixir de sus blancas ánforas de piel morena. Ella y nueve hermanos. Tan pobres y simples que casi no tenían palabras. Igual nos comunicamos con el fervor de su amor de madre. Había aprendido bien de la maestra de la vida. La madraza.
Jugó en el barrial con un sin fin de objetos.
-“Sabe,- me decía en sus charlas-, las cosas que la gente deja tirada
en la basura. Muchas cosas buenas. Muchos libros y yo los fui guardando por si
acaso Hermosos. Y a veces nuevos. Hasta plata encontrábamos en la quema. Yo
jugaba y cuidaba a mis hermanos. Mi mamá viajaba en el tren blanco. Teníamos la
casa hecha con madera, chapas y hasta cocina, teníamos, ¡de veras!”- La
veía sonreír sin dentadura como si fuese una anciana. Tenía una catarata de
esperanza.
Nunca
criticaba a las holgazanas, -“Por algo
son así”- Sí a las alcohólicas, drogadictas y ladronas. Tenía un sentido
estricto de lo bueno y sabía despojarse de lo malo. Un día me atreví a
preguntarle si quería aprender a leer y a escribir. Y un estallido de fiesta se
le fue apretando en la mirada limpia. Y comenzó a reír, me tomó la mano y la
llenó de besos. ¡Cómo no querer ese puñado de mujer bravía y fuerte!
Le
costaba aprender. El lápiz apretado entre sus dedos endurecidos parecía un
cincel en la piedra. Eran palabras las que fue aprendiendo. Palabras que su
corazón le iba dictando. Todas de amor. De esa ternura vieja que le llenaba el
alma de mujer golpeada y marginal.
Ella
orgullosa vino a mostrarme el trabajo fino del muchacho y yo, con lágrimas,
dándole un beso en sus mejillas ya curadas, le dije que era más lindo su
cuaderno. Me miró sorprendida y sacó de entre sus prendas remendadas una
cuchara de plata y me la dejó sobre el escritorio diciendo: - La encontré
ayer en la basura. Hay gente que no sabe nada - y salió muy apurada.
Yo
la corrí por el pasillo y le puse un libro en sus manos. Tomá Rome, es para
vos. Te lo merecés. Le entregué el primer libro de cuentos que me regaló mi
abuelo, y yo, lo amaba; al libro y a mi abuelo. Esa era mi joya y no la había
encontrado sino en el fondo de mi corazón, para ella.
Pasó
el tiempo. Los chicos de la mujer
crecieron. Salieron de la primaria. Un día que iba en el tren desde Retiro a
Olivos nos cruzamos con el tren blanco y la vi. Iba con otro chico recién
nacido en brazos, pero entre sus manos llevaba un libro. Tenía el cabello
blanco y un montón de gente boquiabierta alrededor a quienes leía. En la cara
se veía que era feliz.
Un
hombre abrió el diario frente a mi, casi sin sorpresa vi que mostraba el rostro
de un hijo de la madraza, que era candidato a concejal por el “partido” en Mataderos.
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