martes, 17 de octubre de 2023

LA ROMELIA GAUNA

 

                        Entró en la habitación estrenando temores. Su rostro desencajado con moretones que no se aliviaban con su sonrisa desdentada. La miré y estalló una chispa de alegría en su mirada. Un rubor sobrepasó la costra de sangre que caracoleaba en su mejilla izquierda. Noté en sus manos ásperas el gesto amigable de sus necesidades. Salí de la silla y rodeando el escritorio, le tomé la mano de modo de transmitirle mi seguridad y cariño. Ella era una mujer. ¡Una mujer igual que yo; y tan distinta a mi realidad! Nacida en una orilla marginal de la quema a destiempo y deslugar.

Con el tiempo supe que era hija de un recolector de botellas, y a veces, cartonero, alcohólico como sus ancestros. La madre analfabeta. ¡Una buena madre! ¡Excelente madre era! Había sobrevivido a la pobreza mamando el elixir de sus blancas ánforas de piel morena. Ella y nueve hermanos. Tan pobres y simples que casi no tenían palabras. Igual nos comunicamos con el fervor de su amor de madre. Había aprendido bien de la maestra de la vida. La madraza.

                        Jugó en el barrial con un sin fin de objetos. -“Sabe,- me decía en sus charlas-, las cosas que la gente deja tirada en la basura. Muchas cosas buenas. Muchos libros y yo los fui guardando por si acaso Hermosos. Y a veces nuevos. Hasta plata encontrábamos en la quema. Yo jugaba y cuidaba a mis hermanos. Mi mamá viajaba en el tren blanco. Teníamos la casa hecha con madera, chapas y hasta cocina, teníamos, ¡de veras!”- La veía sonreír sin dentadura como si fuese una anciana. Tenía una catarata de esperanza.

La Romelia quería que sus hijos estudiaran. Ella nunca pudo ir a la escuela, por ser la mayor. Traía caminando a los chicos desde lejos. Limpios, alegres y bien alimentados. Todos tenían diferente apellido, pero eso no era lo importante. Trabajaba mucho con el carrito lleno de botellas, cartones y latitas. Era madraza la Romelia, de esas que se escurren el dolor de la vida para hacerle frente al futuro con mirada limpia.

Nunca criticaba a las holgazanas, -“Por algo son así”- Sí a las alcohólicas, drogadictas y ladronas. Tenía un sentido estricto de lo bueno y sabía despojarse de lo malo. Un día me atreví a preguntarle si quería aprender a leer y a escribir. Y un estallido de fiesta se le fue apretando en la mirada limpia. Y comenzó a reír, me tomó la mano y la llenó de besos. ¡Cómo no querer ese puñado de mujer bravía y fuerte!

Le costaba aprender. El lápiz apretado entre sus dedos endurecidos parecía un cincel en la piedra. Eran palabras las que fue aprendiendo. Palabras que su corazón le iba dictando. Todas de amor. De esa ternura vieja que le llenaba el alma de mujer golpeada y marginal. La Romelia aprendió a leer y a escribir su nombre un día muy especial. Ese día en que su hijo aprendió a usar la computadora.

Ella orgullosa vino a mostrarme el trabajo fino del muchacho y yo, con lágrimas, dándole un beso en sus mejillas ya curadas, le dije que era más lindo su cuaderno. Me miró sorprendida y sacó de entre sus prendas remendadas una cuchara de plata y me la dejó sobre el escritorio diciendo: - La encontré ayer en la basura. Hay gente que no sabe nada - y salió muy apurada.

Yo la corrí por el pasillo y le puse un libro en sus manos. Tomá Rome, es para vos. Te lo merecés. Le entregué el primer libro de cuentos que me regaló mi abuelo, y yo, lo amaba; al libro y a mi abuelo. Esa era mi joya y no la había encontrado sino en el fondo de mi corazón, para ella.

Pasó el tiempo.  Los chicos de la mujer crecieron. Salieron de la primaria. Un día que iba en el tren desde Retiro a Olivos nos cruzamos con el tren blanco y la vi. Iba con otro chico recién nacido en brazos, pero entre sus manos llevaba un libro. Tenía el cabello blanco y un montón de gente boquiabierta alrededor a quienes leía. En la cara se veía que era feliz.

Un hombre abrió el diario frente a mi, casi sin sorpresa vi que mostraba el rostro de un hijo de la madraza, que era candidato a concejal por el “partido” en Mataderos.

 

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