martes, 17 de octubre de 2023

HÓRREO AJENO


 

Don Gregorio llegó de Málaga con un pequeño maletín y una bolsa con algunas ropas viejas y gastadas. Lo de mayor valor era su cáliz y su patena. Se la había entregado un monseñor anciano que ya no podía con su artritis y su ceguera.

La capilla estaba en ruinas. Alrededor, tumbas viejas desmembradas y rotas. El panorama era desastroso. El viento envolvía la flora silvestre que crecía por doquier. Volaban algunos pájaros por el resto del campanario y los nidos parecían verdaderos hervideros de paja y plumas. El cura, se sentó en una roca, cuando la miró, se dio cuenta que era el resto de una lápida. “¡A la amada Esperanza!” y no supo si llorar o reír. Le esperaba un trabajo inmenso.

Ingresó por una puerta destartalada que daba al refectorio. Los techos tenían algunas luces, por allí volaron dulces palomas como espíritus fantasmales. Sacudió con su bufanda una mesa y una silla. Volteó a buscar otra habitación y vio un candado. Esa entrada seguro daba a la única habitación de la capilla. ¡La casa parroquial, le habían dicho, está un poco abandonada! El último pastor, falleció hace treinta años. No se pudo enviar a nadie. Buscó y rebuscó la llave, debajo de una losa, la encontró. Abrió con dificultad, pero… ¡OH, sorpresa, todo estaba allí intacto, limpio y bueno! Una pátina de polvo y algunas telarañas cubrían las sillas y otros muebles.

Encendió la salamandra y el calor comenzó a suspirar por entre las frías paredes. Encontró la ventana tras unas cortinas pesadas descoloridas. Las descorrió y entró un rayo de sol, tenue y libre sobre la habitación y vio el más bello rostro de Jesús, en Buen Pastor pintado sobre tela, que no imaginó nunca encontrar allí.

Sacó de entre sus petates un trozo de pan y queso manchego. Sacó agua de un grifo rezongón que dejó escabullir agua oscura hasta que límpida como la mirada del Cristo, le salvó la garganta del sabor amargo de esa dura soledad.

Comió rezando unas letanías y caminó hasta un lecho, que se quejó cuando quiso apoyarse en él. Sacudió la colcha y volaron mil pequeñas estrellitas de polvo. Se tiró y quedó dormido.

Un golpe sordo lo despertó. Alguien había llamado a la puerta o a la ventana. Somnoliento, apretando sus ojos lagañosos y doloridos, se dispuso a ver quien era. Un mozo de unos veintitantos años estaba parado allí con una enorme sonrisa. ¡Soy Orestes Segovia, su vecino! Bienvenido a nuestro pueblo. Lo hemos esperado tanto, pero ya está acá y le ofrecemos ayuda.

Don Gregorio, se puso las gafas y acomodó el hábito que lo esperaba en una silla. Se ajustó el rosario en el cinto y abrió. ¡Bienvenido tú, muchacho! Un apretón de manos y detrás un par de mozalbetes con herramientas varias se apresuraron a saludarlo. El ruido espantó a un perro vagabundo que se había acercado. ¡De quién es ese pillo? ¡Pues suyo si lo quiere! Y sin pensarlo mucho, el padre lo aceptó, tendría un ayudante extra con las probables alimañas.

La tarea de reconstruir la ruinosa capilla fue ardua. No se hace en dos días lo que se abandona en treinta años. Lentamente fue acercándose la gente. Las campanas, una vez vueltas a colocar en su lugar, sonaban con el viento o cuando el hombre de Dios, se colgaba para llamar a misa. Primero vinieron las viejas, curiosas para ver a su nuevo cura. Luego se fue pasando la voz: ¡Es un poco pachorrudo, pero parece bueno! Es algo viejo. Es sereno y habla bien. Y cada parroquiano daba su impronta según les parecía.

La Teófila, viuda del comisario, que tenía un buen gallinero, le trajo varias, con un gallo para que pudiera comer. Pues comenzó la envidia: Eleuterio le trajo un cochinillo para que criara. Doritila y Fidel, un par de conejos que pronto se reprodujeron tanto que comenzó a regalarlos. Así fue creciendo la comunidad y la parroquia.

Para Semana Santa armaron un Vía Crucis con pompas y campanillas. Flores de las casas y no faltó quien quisiera prestar a su muchacho para que representara al Cristo. Don Gregorio, tuvo que ponerse firme. ¡Eso aquí, no se hace! Ya arreglada la iglesia y el cementerio junto a ella, comenzó el pastor a caminar el pueblo. Vio lindos campos sembrados y pequeñas parcelas de frutales. Y se enamoró un hórreo que tenía un vecino cercano al ferrocarril. Comenzó a preguntar, qué quién lo hizo, qué si era difícil, qué si puedo hacerlo… y Orestes le propuso ayudarle. ¡Haremos el mejor! Y así fue que buscó un espacio cerca de su casa parroquial, limpiaron de árboles y plantíos innecesarios. Y comenzaron a levantar las columnas bien fuertes, con sus buenos moldes voladizos para evitar las alimañas, y lo hicieron tan bello y tan grande que parecía ajeno. De otro lugar, de otro dueño. Don Gregorio, se sentó a contemplar la obra y secándose el sudor, dijo: ¡Será para historia de este pueblo!  Y así fue nomás.

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