Azul, eres un pozo de agua
del manantial que tiene la gente de tu pueblo, tu abuelo debe estar orgulloso,
no te pierdas nada de todo eso. ¡Escríbelo! Profesor, dije, yo quiero que Usted
me cuente… y mirándome con dulzura... Te has ganado un premio. Se acomodó. Ya
el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana. Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso,
con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero
cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida río abajo.
Fui criado, mal criado por mi abuela materna. Mis padres me dejaron cuando era
muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de la pobreza. Como era delicado de
salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un aula con casi
nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza conocía el nombre
de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que me rodeaba.
Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz, me lo dio la
mejor maestra, la primera. Enseguida ella descubrió que yo era un chico
diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me
regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas
palabras. Ella, la maestra me prestó sus libros, que devoré. Cuando cumplí los
once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis compañeros. Mi clase, los
niños, claro, me odiaban. Yo era el que escribía todo. En escondidas, la
maestra mandó mis “poemas” a un amigo suyo de la capital, que era un conocido
profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un
gran poeta”, dijo y llegaron a verme como a un bicho raro.
¿Era usted
profesor? Se reía a carcajadas, ahora y el gato se desperezó, elevó su lomo,
erizó los pelos brillantes, curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería
perderse ese momento de euforia del amo. Ronroneaba feliz.
¡Yo profesor...! ¿Sabés Azul
que nunca fui a una facultad. Soy apenas maestro nacional. De campo y orgulloso
estoy de serlo. Los agrandados de la capital creen que si no tenés un montón de
“diplomas”; yo les digo cartones firmados ilegiblemente, no podés ser un poeta.
Es puro orgullo, insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí.
Azul, mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin
atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las
alas pequeña.- se hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, que supe se
llamaba Mefisto. Tomé una taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada esa
habitación. Él, se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba
deslizando sobre los muros, escapando de los dorados como encapuchado que huye
hacia un escondite lejano. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido. El
gato ahora estaba sobre mis pies y afilaba sus uñas en mis botas nuevas de
gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el pie. Era “su gato”. Pasaron unos
minutos interminables y al ingresar, trajo un brasero de bronce, con brasas al
rojo. El perfume de la madera quemada me recordó la infancia; recordé la casa
de mi madrina Flora, donde nos juntaban a todos los chicos a pelar castañas,
con los pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré
profundamente. Él, se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, me dijo, y se
precipitó en el sillón. Tomó el termo, preparó otro té. Yo le agradecí. No quiero más té.
Siguió callado. Bien
¿Maestro, cuénteme, se casó alguna vez?
¿Tuvo hijos? una enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se
transformó y dejó caer el gato del regazo. Imaginé la “metida de pata” que había
hecho, pero ya estaba hecha. ¡Ay chiquilla, creo que tu flecha dio en mi
corazón. Sangra. Yo esperé sus tiempos. Me casé muy joven, muy joven. Apenas
había salido del colegio normal. Creía que siendo maestro tenía las puertas del
universo abiertas. Ella era una niña linda y buena. Nos amábamos. Sí, como dos
pájaros libres. Así nació nuestro primer hijo. ¡Era un niño diferente, retrasado mental. Mi mujer no soportó. En esa
época no se los trataba como ahora. No había nada y la ciencia estaba muy
atrasada. Un día la encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho.
Estaban blancos como rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que
apareció un viento tibio con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio
una hija. Se llama Cielo y vive en el extranjero. No la veo. Hizo un silencio
que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo. Después ella, mi mujer, como
vino se fue y sigo solo. Penetró en un abismo de silencio que duró un rato
largo. Su mundo interior se pobló de fantasmas, que yo, ingenua, había
despertado. Y ahora, interrumpí su recogimiento. ¿Qué premio le han dado por
sus últimas obras? Así se distrajo de su
dolor. El gato le lamía las manos. Tengo entendido que viajará pronto a Italia
para recibirlo. Niña, niña, los premios son como las medallas para un
combatiente. Tienen tinta roja en lugar de sangre. Cada premio ha dejado
cadáveres en su camino. ¡Cuánta injusticia encierran los premios! Sabés, Azul,
¿Cuántos grandes poetas han muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han
sido conocidos cuando yacían bajo una lápida en un campo olvidado. Bueno, pero
con tus veinte años mereces una respuesta. Sí, me dan un “honoris causa
magister” en Florencia, en la academia de letras. Viajo mañana a las veinte y
treinta por Alitalia.
Pegué un salto. Me voy,
maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar de
vez en cuando? Le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma. Sí Azul, acá
te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo ahora. Es como
tener un Cielo Azul, vaya la perogrullada. Juego de palabras y de nombres.
Me puse el abrigo y
despidiéndome con un sonoro beso, para él, inesperado, en la mejilla, salí
corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me llevaba a casa
en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre el escalón en la
puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz. Yo ronroneaba de
satisfacción.
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