viernes, 23 de diciembre de 2016

2ª PARTE DEL CUENTO

Azul, eres un pozo de agua del manantial que tiene la gente de tu pueblo, tu abuelo debe estar orgulloso, no te pierdas nada de todo eso. ¡Escríbelo! Profesor, dije, yo quiero que Usted me cuente… y mirándome con dulzura... Te has ganado un premio. Se acomodó. Ya el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana.  Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso, con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida río abajo. Fui criado, mal criado por mi abuela materna. Mis padres me dejaron cuando era muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de la pobreza. Como era delicado de salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un aula con casi nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza conocía el nombre de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que me rodeaba. Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz, me lo dio la mejor maestra, la primera. Enseguida ella descubrió que yo era un chico diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas palabras. Ella, la maestra me prestó sus libros, que devoré. Cuando cumplí los once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis compañeros. Mi clase, los niños, claro, me odiaban. Yo era el que escribía todo. En escondidas, la maestra mandó mis “poemas” a un amigo suyo de la capital, que era un conocido profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un gran poeta”, dijo y llegaron a verme como a un bicho raro.
                        ¿Era usted profesor? Se reía a carcajadas, ahora y el gato se desperezó, elevó su lomo, erizó los pelos brillantes, curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería perderse ese momento de euforia del amo. Ronroneaba feliz.
¡Yo profesor...! ¿Sabés Azul que nunca fui a una facultad. Soy apenas maestro nacional. De campo y orgulloso estoy de serlo. Los agrandados de la capital creen que si no tenés un montón de “diplomas”; yo les digo cartones firmados ilegiblemente, no podés ser un poeta. Es puro orgullo, insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí. Azul, mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las alas pequeña.- se hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, que supe se llamaba Mefisto. Tomé una taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada esa habitación. Él, se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba deslizando sobre los muros, escapando de los dorados como encapuchado que huye hacia un escondite lejano. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido. El gato ahora estaba sobre mis pies y afilaba sus uñas en mis botas nuevas de gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el pie. Era “su gato”. Pasaron unos minutos interminables y al ingresar, trajo un brasero de bronce, con brasas al rojo. El perfume de la madera quemada me recordó la infancia; recordé la casa de mi madrina Flora, donde nos juntaban a todos los chicos a pelar castañas, con los pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré profundamente. Él, se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, me dijo, y se precipitó en el sillón. Tomó el termo, preparó otro té. Yo le agradecí.  No quiero más té.
Siguió callado. Bien ¿Maestro, cuénteme, se casó alguna vez?  ¿Tuvo hijos? una enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se transformó y dejó caer el gato del regazo. Imaginé la “metida de pata” que había hecho, pero ya estaba hecha. ¡Ay chiquilla, creo que tu flecha dio en mi corazón. Sangra. Yo esperé sus tiempos. Me casé muy joven, muy joven. Apenas había salido del colegio normal. Creía que siendo maestro tenía las puertas del universo abiertas. Ella era una niña linda y buena. Nos amábamos. Sí, como dos pájaros libres. Así nació nuestro primer hijo. ¡Era un niño diferente,  retrasado mental. Mi mujer no soportó. En esa época no se los trataba como ahora. No había nada y la ciencia estaba muy atrasada. Un día la encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho. Estaban blancos como rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que apareció un viento tibio con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio una hija. Se llama Cielo y vive en el extranjero. No la veo. Hizo un silencio que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo. Después ella, mi mujer, como vino se fue y sigo solo. Penetró en un abismo de silencio que duró un rato largo. Su mundo interior se pobló de fantasmas, que yo, ingenua, había despertado. Y ahora, interrumpí su recogimiento. ¿Qué premio le han dado por sus últimas obras?  Así se distrajo de su dolor. El gato le lamía las manos. Tengo entendido que viajará pronto a Italia para recibirlo. Niña, niña, los premios son como las medallas para un combatiente. Tienen tinta roja en lugar de sangre. Cada premio ha dejado cadáveres en su camino. ¡Cuánta injusticia encierran los premios! Sabés, Azul, ¿Cuántos grandes poetas han muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han sido conocidos cuando yacían bajo una lápida en un campo olvidado. Bueno, pero con tus veinte años mereces una respuesta. Sí, me dan un “honoris causa magister” en Florencia, en la academia de letras. Viajo mañana a las veinte y treinta por Alitalia.
Pegué un salto. Me voy, maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar de vez en cuando? Le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma. Sí Azul, acá te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo ahora. Es como tener un Cielo Azul, vaya la perogrullada. Juego de palabras y de nombres.

Me puse el abrigo y despidiéndome con un sonoro beso, para él, inesperado, en la mejilla, salí corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me llevaba a casa en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre el escalón en la puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz. Yo ronroneaba de satisfacción.                     

                        El accidente de Alitalia, me dejó sin hálito. Me lloré todo. Mamá no me podía entender. Siempre lo recordaré sentado con una tasa de té en aquél sillón de terciopelo oscuro. Maestro, mi maestro

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