miércoles, 22 de noviembre de 2017

CASI ENFRENTADO


            Galopa en el páramo acercándose al otero para divisar la yegüada. El viento atraviesa la fibra abatanada del poncho helando y la osamenta de Dióscoro Tortajada. La niebla se va abriendo para señalar la tropilla con la madrina al frente. Las pezuñas del “Toruno” quiebran el hielo en los charcos que con la helada se han formado en la madrugada. Está cansado y dolorido. Ha llegado a comer charque con gusanos esa invernada. Logró esconder los animales del ojo inquisidor de los cuatreros, de la requisa y de los maulas. Los indios que merodean saben a dónde ir a buscar. Las patrullas no.
            El hombre tiene que madrugar las ideas de tanto miliquito afiebrado que sigue al Tigre. Se sienten impunes a las lanzas y boleadoras del gauchaje y de los castellanos que aún creen en el rey de España.
Dióscoro Tortajada es hijo natural, su madre es una española maloqueada por  un indio ranquel de la zona de Río Cuarto. Huyó ella de los toldos y cuando la vieron las beatas y su padre, embarazada de indio, la echó como a un perro rabioso. Un jesuita le proveyó asilo en un rancho de la zona del Quinto. Allí vivió evitando los malones y las levas con otras mujeres despojadas y desechadas como animales sarnosos.
Lo bautizaron con el nombre de su abuelo español Dióscoro Tomás. Castellano y de prosapia, pero sin una moneda de oro. El apellido Tortajada se lo dio la abuela materna a quien nunca conoció, porque jamás vino a las Américas. Y se fue del Quinto hacia la tierra del norte. Allí encontró una anciana viuda y sola que le dio trabajo, el cuidado de su casa y su hacienda. Ahora el hijo, con piel clara y fuerza de jaguar, por la mezcla de sangres, se había puesto al frente. Arreaba majadas de chivos y corderos, atendía pariciones y marcaba a fuego en las orejas o en las ancas a los bichos que alimentaba entre los llanos y las aguadas.
De poco hablar y seco; su mirada era profunda y azulada como la del abuelo materno. El odio metía un hierro candente en su pecho y juraba no dejar semilla humana en esta tierra.
La tropa pasaba siempre, y él, lograba esconderse para no ser arrastrado a esa guerra inútil entre criollos, indios y españoles. Veía a su madre secarse como las pencas de los tunales. Se detuvo el pingo cuando una yarará se enroscó en la pata y el muchacho con el puñal la cortó en dos, sin antes poder evitar que los colmillos se hincaran en el músculo del potro. Cayó este, justo cuando la bífida se retorcía en la arena. Los últimos estertores, de los belfos espumosos, se acompasaron con los golpes de la cola de la venenosa. Apeado y silencioso, remató a ambos animales sin olvidar la diferencia. Su caballo era de Dios y la bicha del demonio. La agarró con fuerza y como si fuera un lazo, revoloteó el cuerpo frío en el páramo y con un silbo afilado, se alejó hasta perderse entre las piedras. Al  Toruno, lo tapó con piedras, tardó como dos horas en cubrirlo, como había visto en el corral de los Zúñiga al morir el Zaino. Así lo hacen los indios, sólo que ellos le quitan el cuero, la lengua y algunas partes, para llevar a los toldos” le había dicho el capataz de los Zúñiga. Viejo artero y sabio. Hijo de un capitanejo y una morena, se había acercado a esa familia noble y envejecía con ellos.
Caminó con cuidado, donde hay una yarará está su pareja. Debajo de un tala, allí estaba espiando con sus ojos verdes y su cabeza presta. De un mazazo con una enorme piedra la dejó reventada en la arenisca.
La yegüa madrina medio espantada coceaba cerca. El olor a sangre atraería a los pumas que merodeaban la tropilla. Prendió un fuego y mientras pitaba un cigarro, tomó caña de la bota que le quitara del morral al pingo muerto. Se acercó a un potrillo ruano. Lo observó y sopesó si aguantaría su peso. El era alto y magro. Pero de músculos fuertes y secos. El animal bastante manso se puso junto a él, invitándolo a domarlo. No fue difícil.
Se venía el día y el sol dejaría ver a cualquiera que se acercara, y todos codiciaban los animales. Se alistó para llevar la caballada del hueco donde pastaba. Su poncho ya era una brasa humeante sobre los hombros. Lo apartó. Mató el fuego con arena y comenzó el camino hacia la casa.
El polvo que levantaban las pezuñas lo delatarían si no les envolvía las patas con arpillera. Las patadas y coz arreciaban, ningún animal aceptaba el traperío bochornoso.
Igual las ató. Arrastró la tropilla desde el páramo al potrero de junto al río. Allí, lo esperaba una negra con mates y tortas calientes de chicharrones recién cocinados.
En ningún momento le dijo gracias. Era normal su mal carácter. Las muchachitas se agitaban a su alrededor y no las miraba siquiera, era medio indio y tenía piel blanca y ojos azules como el abuelo. Lo distinguía el pelo negro azabache y su nariz de ranquel. Su madre empeoraba y no había caso, el único médico había seguido a las tropas de regulares del ejército.
Taciturno, le pidió a una mayora, negra vieja y cumplida, que le preparara un baño en la habitación de arriba. Allí se adormeció. Soñó con ser español entero. Pero dentro de su alma clamaba por la libertad propia de los nativos. El era libre como el viento sur que azotaba los montes, era como los pumas y las liebres. Su parte ranquel pesaba.
Me quedo allí, perdida en la imagen como si se esfumara mi cuento. Recordaba los relatos de Dulce Amor, mi nana vieja y los libros que me leía tía Leticia. Ahora no hay malones, hay asaltos por pandillas, tiroteos por carteles de drogas, matanzas políticas. En una palabra como entonces se trata de silenciar a los periodistas y a los ciudadanos nobles que buscan la verdad.
Llegó Armando, tiene  frío y me pide unos mates bien calientes como a él sólo, le gustan. Trae de la calle malas noticias. Un piquete de un grupo radicalizado que con los rostros cubiertos y largos caños metálicos, han roto vidrieras y autos en el centro. Así nunca se podrá lograr paz en nuestro territorio. Es igual a aquel tiempo de 1835. Pero diferente.
No imagino a la gente caminar por calles de barro, con esos largos vestidos las mujeres y a los hombres con ponchos y botas de potro. El olor a estiércol nos penetra después de las seis o siete de la tarde cuando los cartoneros rompen las bolsas de residuos para robarle al hambre algo que sirva. Hay quien dice que sirve para la ecología. Yo siento que tan sólo es Pobreza y de la peor. La miseria de la ignorancia y abandono de quienes tenemos la obligación de educar. Los mates están languideciendo. En la tele, busco algo mejor que ver y me encuentro con el opio generalizado de fútbol. En cada canal, en cada espacio hay un partido o un comentarista hablando de tal o cual jugador o equipo. Todos ganan millones de euros o dólares, pero el país está cada vez más empobrecido. Quiero olvidarme del hoy y regresar a mi computadora para desdoblarme en el ayer y en otra. Quisiera saber si fue mejor el “antes” o el ahora.
Armando se ríe, me sermonea porque dice que siempre fue igual. El poder pudre mi querida y nunca hubo guerras o luchas, sino por dinero que es según algunos vil metal, pero que todos quieren poseer. Suena el timbre. ¡Cuidado! No se puede abrir sin constatar muy bien quién llega.



             



            

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