lunes, 27 de noviembre de 2017

CUENTO CON NOSTALGIA

PEDACITO DE CIELO.
            Se descolgó del tranvía con el diario flameando en la mano. Miró a derecha e izquierda y sólo vio el cartel del almacén “El Progreso”. Desdibujado, apenas se veían las letras. Cerrado. Todo dormido alrededor. Moribundo. Los árboles agonizando sequías. Las veredas rotas. Las casas quietas. Se volvió. Quiso asirse al barral del vehículo, pero ya daba vuelta por la esquina alejándose.
            Parado. Mudo. Recorrió con sus ojos enrojecidos las pocas casas amortajadas y solas. Salió caminando por Mitre hacia el sur. Un aire helado le descolgó el sombrero y los recuerdos.
            Observó la otrora magnífica casa de Lucinda. La hiedra, ahora, invadía todo. Balcón, terraza, rejas, vereda… todo. La bella reja española se desgajaba por el robín y el moho. Un fuerte olor a orín de gato le cacheteó el recuerdo.
            Se detuvo un instante frente a la puerta y regresó en el tiempo. Apenas podía contener las lágrimas.
            Allí jugaban a la Rayuela con el Toti y el Colorado; cuando la vio por primera vez. Parada junto a la reja. Tenía un vestido de color celeste, trenzas con lazo y zapatos guillermina de charol negro. El pelo le pareció un rayo de sol, en primavera. Sus pasos se dispararon y cayó junto al “Cielo”. Los amigos a carcajadas lo despertaron de su sueño. Ella, la niña, no hizo sino correr y perderse tras el cancel con cortinas tejidas en un encaje de crochet.
            Tenía once o doce años. Era como un pedacito del paraíso en el barrio. Entonces, sus canicas le parecieron un bulto desubicado en sus pantaloncitos cortos. El trompo, un aguijón que le clavó su ponzoña allí, en el corazón que comenzaba a sacudir los catorce años. Pasaba todos los días para tratar de verla. Un día se atrevió y le descolgó en la reja una hoja con un verso que le copió a su hermana.
            Pasaron como treinta días. Eterno días. Logró hablarle y ella, con una sonrisa pícara, le regaló un jazmín. Se desveló cada noche. Supo decir su nombre y lo repitió como las preposiciones o las tablas de multiplicar. L u c i la, L u c i l a… Lucila.
            ¡Cuántos coscorrones se ligó en manos de su madre cuando le preguntaba algo y no respondía!  Sólo repetía el nombre, los escribía, lo soñaba.
            Llegó la fiesta de la Virgen de la Consuelo  y su tía Catalina lo obligó a ir a la iglesia. ¡Oh, qué sorpresa, ahí estaba ella vestida de ángel! Desde ese día rondaba por el templo a las horas en que pensaba estaría la niña.
Por eso, sólo por eso, ella aceptó hablarle. Recordó…
La “pasadita” ese era el deporte de los pibes de los cincuenta. Fue su mayor progreso. Ella le daba un jazmín o un clavel, él un verso. Ahora los escribía el mismo.

El timbre del tranvía lo despertó de su nostalgia. No conocía a nadie. Cada casa parecía un monumento a la soledad y al silencio. Se acercó a la esquina del café “Los tres Primos”. La vidriera empastada de grasa y de tiempo, lo invitó a pasar. En la semi penumbra, un tango triste gardeleaba historias como la suya.
Pidió un café. El anciano que lo atendió penetró su memoria y escarbó recuerdos. Lo nombró con su…-¿Vos no sos el Chino Rodencio?- y sentó sus várices a descansar. La mesa destartalada sacrificó silencio. – Sí, y ¿Usted no es Don Rubio?- atinó a alargarle la mano desdeñando miedo en señal de amigo. -¡Pibe cuánto tiempo! – ¡Treinta años apenas y muy malos para mí!.- revolvió el café espantando las moscas que intentaban apoderarse de la cálida bebida.- ¡Qué tiempos para recordar aquellos? Ya casi no queda nadie por acá de los que vivían entonces.- El viejo con una servilleta de color ceniciento, muestrario de variedad de uso y comidas, sacudió el recuerdo y espantó las moscas, un momento.
-Don Rubio ¿Qué pasó en mi ausencia? Cuénteme hombre…- ¡No puedo, el corazón lo exige, pibe, me falla cuando hablo, sabés…¡me falla!- Y bué, que vamos hacer.- Gardel comenzó a apagarse. La luz se quedó dormida junto con el recuerdo. Y se presentó la memoria en el viejo café…
-¿Viejita, me regala un peso? Quiero llevarla a la Lucinda al biógrafo. Vamos déme. –No puedo, la fábrica está en quiebra y nos han prometido echarnos si no vamos a la Plaza de Mayo. Sólo si cumplimos con el gremio podemos salir adelante. Chino, te juro que no puedo.- ¿Y papá, no tiene?- Callate. Ahí viene y está peor que nunca. Ahora toma. Está chinchudo y cabreado. No se le puede hablar.- Salí, andate, no me gusta que veas cuando estropea su vida.
-¿Viejo me da un peso, para el cine?- el zapatazo voló por el aire y golpeó fieramente a la mujer, que se acurrucó tratando de evitarlo. ¡Me voy! Gracias igual viejo.
Cuando regresó la madre estaba triste. Sus ojos eran dos lagunas violetas en medio de un globo oscuro. Arreciaban las palabrotas cuando entró el Chino. Ver a su padre así, lo desconcierta. Su padre no es un monstruo. ¡Qué le ha pasado? El sindicato le exige cada día más y más riesgos. El patrón lo tiene entre ojos, desde que va al comité. Los compañeros le piden que vaya a panfletear por la calle.
Así, su padre pierde el trabajo y su madre, que no sabe qué hacer, llora día y noche. El desconcierto lo aprisiona en un mar de dudas.¿Qué hacer? Sólo tiene quince años.
Lucinda un día desapareció del barrio. Antes de irse, su familia, lo invitó  a la casa. La mesa con un mantel blanco con plavinil  transparente, parecía el altar de la iglesia. Flores en el centro y una vajilla brillante, copas de pie alto y los cubiertos lustrosos  como espejos. El Chino, casi se sintió incómodo con tanto esmero. La comida extraña para él, pero sus ojos estaban sólo incrustados en el rostro de su enamorada. Comió. No sabía qué eran todos esos bichos con antenas y ojos. Crujían cuando los mordía. Era un gusto verlos disfrutar de la comida. El padre de Lucinda contaba anécdotas disparatadas y todos se reían. Así supo que se iban a vivir a Córdoba. Así lloró por dentro. Pero ese día cuando se despidió, ella le ofreció sus labios regordetes, que besó goloso. Ella con un mohín coqueto, le tembló de amor entre los brazos. Sintió la queja de su corazón pero no pudo impedir que se alejara. Él, se quedó vacío, sin fronteras de sueños y mucha nostalgia.
Al principio recibió cartas y tarjetas que se fueron alejando como el sollozo del cielo en la tormenta. Y su vida convertida en un infierno, por su padre sin trabajo, su casa se fue hundiendo en la pobreza. Trató de salir de ese mundo. Pero un día que llegó de una fábrica donde consiguió un trabajo, vio a su pobre madre tan amargada, que con furia tomó la decisión de irse.     La amargura salpicó su vida y su destino…en aquel obraje de Misiones dejó las luces de la adolescencia y juventud. Nunca había logrado dejar de pensar en Lucinda. No se casó, ni armó una pareja. Fue acopiando recuerdos y años. Su cabello comenzó a ralear. Delgado hasta lo increíble, sus enormes brazos parecían abrazar al mundo. Pero no tenía a quién abrazar. Quiso regresar y entonces…
Allí estaba. Esperando algo, cuando la vio llegar con su paso coqueto. Traía un jazmín en el cabello recogido. Se detuvo de pronto y lo miró sin sorpresa. –Te estaba esperando, dijo ella.- y se sentó en la mesa. Su mano tembló acariciando las finas arrugas de su frente de mujer hermosa. Y sus bocas sedientas por treinta años de espera se juntaron en el beso más tierno que pudiera esperarse.                                            

             

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