Era
tarde y se alejaban los últimos turistas. Poco había vendido ese día. Llevaría
unos plátanos y cinco huevos de pollo taxcoano y algunas setas azules del campo
arriba.
La
pobreza los sumía cada día en más pobreza. Es
como una piedra de lápida negra como la que le pusieron al compadre Yoloxochilt
en los funerales de diciembre. Cada día hunde más al finado. Sacó un montón
de monedas y compró unas tortillas a una paisana. Acomodó su tilma y comenzó a
caminar entre las piedras. La pirámide del Sol, estaba de un color diferente,
un rayo rojo y añil desdibujaba su cúspide. Se sentó en una piedra y sintió que
se movía. Se desprendían pequeños pedriscos grises y negros.
El
aroma de los viejos piletones donde dejaban los corazones de los enemigos de
“Quetzalcóatl”, olían a muerte y sangre ácida y ferrosa. Se hincó y le pidió a la Madre de Dios, la Guadalupe que lo
cuidara. Pero el rugido de los guardianes amarillo y marrón con ojos brillantes
como ascuas, aterraban sus oídos secos. Los felinos se acercaban olisqueando su
cuerpo febril. Quiso correr hacia la pirámide de la Luna , pero las piernas no
respondían. Sintió la voz de Onésimo, su compadre que lo arrastraba de los
pies. ¡Vamos compadre que se viene el terremoto fuerte…! y vio saltar sobre las
enormes piedras a la “serpiente alada” que se dibujaba en la orilla de la
entrada del templo azteca. Se protegía del mundo oscuro de los dioses malignos.
“Huitzilopochtli” descendía por las intensas calles que dividían ambas
pirámides. Eligio Barrientos se paró frente al monstruo inhumano y con una tilma
humilde tapó al dios de la muerte. Onésimo lo encontró entre los muros
deshidratado pero vivo. Los escombros evitaron que los perros vagabundos lo
hicieran presa de sus colmillos hambrientos.
Cuando
llegó a lo que fuera su casa, sólo encontró a la mujer y sus siete hijos,
buscando entre los cascotes y desperdicios lo que había quedado de su triste
pobreza campesina.
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