¡Conocer por el periódico o el
noticiero la muerte de una joven de no más de veintisiete años, en medio de un
parque, con signos de haber sido duramente golpeada; no es ninguna novedad!
Casi se puede decir que es algo corriente.
Atados al alcohol, pelean sin ton ni son.
Unos mueren en accidentes, otros con ingesta de vino o Fernet
hasta caer en coma y casi todos entran perdidos por las drogas en las guardias
médicas. Los pobres periodistas ya no saben qué agregar para darle un tono
diferente y llamativo a la noticia. El locutor más asombroso, fue el que se
secó una lágrima en público, diciendo que podía ser su hija. Le respondieron
airados, cientos de personas, llenando el Facebook del canal, que eran padres o
madres de hijas o hijos muertos, en forma semejante. Por lo que nunca más
recurrió a tal artimaña para atraer a la audiencia.
El tema de la mañana, me pegó un
golpe bajo, cuando hicieron un paneo y vi el abrigo color violeta de la infeliz
chica. Reconocí el que vendí la semana pasada en la pequeña boutique donde
trabajo. Era de buena calidad y tenía un detalle, que inevitablemente, me hizo
sentir como parte de la historia.
Ni loca me presentaría a la
policía a contar que, una simple empleada de “Madame Rouge”, sabía el nombre y
domicilio de la víctima. ¿Y si la habían matado rufianes a sueldo de la mafia o
algún oscuro asesino, de esos que matan en serie? Me iba a ver innecesariamente
involucrada y capaz que, por hacerme callar, sería la próxima víctima.
Cuando vi la foto me sorprendí. No era la mujer a la que le vendí
el modelo. La otra era rubia con mechitas color cobre, ojos verdes y nariz
súper operada, colágeno en los labios y pechos de cirugía. Altísima, los
pies y manos muy cuidadas. Y un tono de
voz indescriptible. La mujer que vi en el periódico era morena, de rostro
anguloso, ojos marrones y cabello oscuro.
Pensé que era imposible. Mi jefa jamás hubiera comprado dos
abrigos iguales para vender y menos, a ese tipo de muchacha vulgar, que mostraban
las fotografías. Guardé la hoja del diario en el bolso, cuando llegué esa
mañana al negocio la dueña del local estaba allí. Me sorprendí. ¡Nunca llegaba
tan temprano! Se veía ojerosa y muy nerviosa.
Me cambié. Calcé tacones como
ella exige, me maquillé más y perfumé con loción Madame Rouge, que tiene mucha
canela y vainilla, difícil para mi nariz. No es de mi gusto. Me quedan bien las
frescas y cítricas. ¡Pero este trabajo es muy bueno y no lo quiero perder!
Cuando me acerqué a su escritorio, la vi rodeada por dos hombres
más o menos jóvenes. Uno era rudo y con un vozarrón que atravesaba el cerebro.
El otro, un poco más joven. Gentil, delicado sin exageración y muy educado.
Hablaban a media voz. Al acercarme más, me clavaron la vista. Sentí frío en la
espalda y, como si fuera un mono enjaulado, quedé prisionera del momento.
Me sentaron junto a ellos. El mayor comenzó a
interrogarme. Miraba con ojos de metal hiriente derechito a mis pupilas. Que
si conocía a la víctima. Qué si tenía su
filiación. Qué si la acompañaba alguien. Y mil interrogantes más. Expresé: “¡Sólo había vendido la prenda al contado,
no recogió la factura, que tiré luego de unos días! ¡Que la mujer estaba muy
apurada y ni se había probado el abrigo! ¡Ah, y estaba sola¡”. Eso dije. No era verdad.
El miedo me impide imaginar por qué
callé detalles. Le temo a los hombres y más aún si son de investigaciones. A
esos les huyo. Sobreviví a uno —mi papá— que me hizo escapar del pueblo donde
nací, de la familia y de todo lo que amaba.
Sara, mi jefa, me observaba
sorprendida e inquisitiva, ya que soy amable y graciosa, vivo haciendo chanzas.
Estaba seria y en silencio. Sólo me levanté de la silla para atender a una
clienta que viene muy seguido, lo que hice rápidamente. Ella, la jefa, escrutaba
mi rostro y yo, indiferente, evitaba confrontar con aquellos hombres.
Salieron del negocio dejándonos un
papel con los teléfonos anotados por si recordábamos algo. Ni loca les
llamaría. Imaginé ser perseguida por una horda de delincuentes capaces de
asesinarme. Los que matan en serie como en el cine.
Traté de evitar a la señora Sara,
inútilmente. Se sentó con su consabida taza de café con un chorrito de gin,
encendió su pipa — fuma en pipa— y comenzó a indagarme.
Intenté no abrir la boca. Sabía muy
poco de mi vida y odio andar por ahí contando mi dura existencia. Pero fue
imposible. Hablé de un solo tirón. Me explayé. Exigí, eso sí, que me guardara
el secreto.
Le mostré la factura con el nombre de quien compró el “abrigo
violeta”, su dirección y teléfono. Le aseguré que no era la misma persona. Esa
que mostraba la tele. Quedó sorprendida y molesta. Conmigo no, sino que para
ella había algo raro, como decía mi mamá: “Gato encerrado”.
Tomó el teléfono y marcó el número que había en la factura. Atendió
una voz femenina, con el mismo timbre que yo le oyera en el probador, cuando
vino a la boutique. Sara le pidió, si podía venir a la tienda porque había
encontrado una falla en la prenda de ese modisto. “Le encargo que traiga la que le vendí”, aclaró. La mujer, muy
ofuscada, dijo que se le había perdido. Que alguien se lo arrebató en el playón
del supermercado y que no tenía tiempo, viajaba esa misma tarde a Miami. Cortó
la comunicación. Eso molestó mucho, intrigó a la señora y se tentó de avisar a
los investigadores.
Sucedió, igual, algo inesperado. A minutos de esa llamada,
llegaron dos encapuchados. Armados hasta los dientes. Rompieron todo el negocio
buscando lo que tenía escondido en el lugar menos accesible de la boutique. Ni
pienso decir donde oculté el talonario con las facturas y datos de los
clientes. Golpearon a Sara, a mí no porque sé escabullirme, no por cualquier
cosa salí del pueblo.
Luego de romper todo, a uno de ellos se le deslizó algo,
inadvertidamente levitó detrás del maniquí. Me moví como un gusano cubriéndolo
con el cuerpo. La energía negativa de esos tipos me alteró mucho. Quedamos
deshechas, pero vivas. ¡Era una advertencia, si hablábamos nos matarían! ¿Así
son esos malvados?
Cuando pude erguirme, atrapé lo que se le cayó al tipo, vi que era
una foto. Era la mujer rubia, la del abrigo violeta, pero estaba tal cual debe
ser en realidad… ¡Un travestido en sus ropas de entre casa! Ahí pude comprender
lo que había pasado por alto. Yo había atendido a un hombre y probablemente era
quien mató a la mujer morena. ¿Sería mujer u otro travestido?
Mejor fue que, tanto Sara como yo, nos metiéramos la idea de ser
justicieras, en un cajón de la boutique. Y a los policías no decirles un ápice.
¡Tal vez, ellos estuvieran involucrados! Rompí los papeles que había
guardado, uno por uno, y los tiré por el
desagüe del baño.
Me mudé a otra ciudad y la señora
Sara se fue a vivir a Miami. A veces recibo una llamada suya para consolarme.
Nos enterábamos por Internet de los pasos que seguían a los grupos activistas
que trataban de imponer un límite a la muerte de travestis y gay en la gran
ciudad. ¡Nada lograban!
Un día, en el metro, me enfrenté al personaje del abrigo violeta
de la vieja historia. Me miró asombrado. Pretendió detenerme tomándome del brazo,
aplicando una fuerza brutal en mi muñeca. Aún no recuerdo cómo logré zafar y
desaparecí entre la multitud en la estación. Pero huí al oeste en busca de otra
oportunidad.
Estoy cansada de evadirme de este
grotesco infierno de violencia gratuita que me rodea. Mi infancia fue un mundo
de mentiras y maldad que oculté. ¡Apariencias!. Mi juventud que recién comienza
y a la que tengo derecho es el futuro. ¡Por eso me dispongo a otro cambio más!
Quiero ser libre.