MI PADRE UN HINCHA
Mi padre era de esos hombres del
siglo pasado que tenía cada día organizado minuciosamente. Se levantaba
temprano y salía a cumplir con sus tareas de bancos, oficinas y luego al
regresar entraba al consultorio que estaba en el frente de la casa y se vestía
como lo que era un odontólogo impecable.
Tenía los turnos escritos en un
carnet y como sus clientes lo conocían y sabían que nunca los hacía esperar,
llegaban a horario.
Cuando abría la puerta que separaba
la sala de espera al espacio donde brillaba su equipo, comenzaba la danza.
Había clientes valientes, otros miedosos y otros aterrorizados. Tengo que
aceptar que en esa época el ruido del torno era horrible. Yo odiaba cuando papá
nos hacía entrar para revisarnos. Temblaba.
Todo era normal durante la semana,
pero cuando llegaba el domingo…mi padre se transformaba. Lo primero nos llevaba
a misa de la mañana o a las diez o a las once, luego nos sentaba a comer los
“tallarines” caseros que amasaba mamá con tuco de pollo casero también que
religiosamente nos regalaba nuestra abuela paterna los sábados y luego sentado
junto a la “radio” de madera lustrada con diales de baquelita, comenzaba el:”
Partido”.
Había que hacer silencio. Nosotras
tres hijas mujeres y mamá, a leer o a bordar cerca de él, en silencio. Yo, me
abstraía y volaba con mis libros de cuentos de la colección “Robin Hood” y mi
hermana mayor dibujaba con tinta china y plumín cucharita, en papel bellísimos
trazos de flores y paisajes. Mi hermana del medio, era la más rebelde,
recortaba de la revista “Para Ti” fotos de artistas de cine.
Papá se transformaba. Se paraba, se
sentaba, bufaba, según fuera lo que relataba el locutor. El grito de Goooolllll
solía asustarnos un poco. ¡Nunca lo escuché, eso sí, decir una mala palabra! Pero
a veces cuando el partido era peliagudo y ganaba su equipo favorito, se paraba
y abrazaba a mi mamá y nos daba un beso a nosotras, que no entendíamos nada.
Una vez, me llevó a la cancha. Era
en el parque General San Martín; el club Gimnasia y Esgrima, y me sentó en un
asiento que llevaba su nombre y apellido. Miró un partido de los chicos que
recién empezaban a patear el balón. Yo me distraía y él, pobre, trataba que me
interesara lo que pasaba. ¡Dios no le dio un hijo varón y yo ni entendía ni me
gustaba ver a ese montón de muchachitos peleando detrás de una pelota! ¡Pobre
papá!
Salió dándome la mano y eso me
gustó tanto que le pedí que me llevara cuando quisiera. No pudo ser muy
seguido, pues él, era un profesional muy requerido.
Pasó el tiempo y cuando justo
apareció la Televisión
en blanco y negro, se enfermó y al poco tiempo falleció.
Lo lloraron su amigos, sus clientes
y nosotros quedamos desoladas y sin tener casi sin qué comer. Mamá hizo
malabarismos para terminar de educarnos y criarnos y el sábado, aunque no nos
gustara el fútbol, mamá se sentaba junto al aparato de televisión y miraba un
partido en su nombre. ¡Nunca me voy a olvidar cuando llegó el televisor a color
para el Mundial de 78! Por primera vez,
nos sentamos todas y lloramos la ausencia de papá, ¿Él estaría entre esa
multitud ruidosa mirando un partido? ¡Vaya uno a saber!
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