viernes, 19 de octubre de 2018

FINALMENTE



            Tengo que llegar antes del viernes. Allá en La Quebrada Angosta me espera ella. Preparé una mochila con lo imprescindible en ropa, libros y documentos. No puedo imaginar la enorme distancia que nos separa.
            Mandé un correo que no tuvo respuesta. Igual, aquel lugar está lejos de todo. Es un espacio detenido en el siglo pasado y, aún así, siento que es un paraíso.
            Ella escapó de la urbe trajinada y hostil. Su inteligencia superior le permite hacer una faena descomunal sin alienarse. Vive, y vive muy bien. Lo sé. Pero tengo que responder su llamado.
            Llego a la central del Ferrocarril Oeste, espero unos largos minutos entre el ir y venir de gente variopinta. Uso un simple pantalón de lona, zapatos de cuero rudo y la chaqueta, que me dan un aire extranjero entre los transeúntes de los andenes. Con el sombrero que me regaló un mister en Nebraska cuando realicé la tesis. Es también de cuero. Artesanal. Tiene el lustre de mil manos y la grasa de mil dedos. El uso lo ha deformado o, mejor dicho, lo ha transformado en un apéndice de mi cabeza. Llevo el cabello atado en una larga trenza cayendo sobre la espalda.
            Me siento en un banco de madera gastada. Han labrado con una navaja un corazón flechado y escrito “Nura y Zapotec se aman”. Los imagino. Nativos con ropas típicas, apenas sedientos de regresar a su mundo en la campiña. ¿Habrán escapado de la rígida mirada parental? Deben ser exiliados del hambre y la pobreza. Deambularán por las calles enemigas. Igual que yo, solos en la gran ciudad.
            Se acerca la máquina chirriando sobre el deplorable metal. No es ni vieja ni moderna. Tiene largo trecho por recorrer el país, hasta el final de su territorio  insólito.
            Estoy solitario y subo al coche cama con el billete en la mano. Busco mis gafas y las incrusto en la nariz para leer los números de cada compartimiento. Setenta y siete B. Ingreso en la minúscula cabina. Olor a tierra y humo de carbón penetra mi dilatado pulmón.  Coloco la mochila en un gancho y cuelga como una cabeza derrotada en la contienda. Pesa. Se zarandeará contra los paneles de madera que recubren el cuartucho creando una sinfonía espasmódica y molesta. Debo buscarle otro lugar. Corro la cortina de algodón que esconde la cucheta. En un tiempo debe haber sido ocre. Ahora es  impreciso entre amarillo mostaza y marrón. La sábana que cubre el jergón está limpia, por suerte. Me inclino y siento que mis músculos se contraen para ubicarse en el ínfimo espacio. Me desparramo como puedo y espero.  Cualquier viaje es una espera sostenida.
            Siento el fluir de cuerpos que caminan y se mueven entre los cubículos. Pienso en ella. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Tres años, cinco, una eternidad? Mis párpados se cierran para recordar su figura. Tiene la estatura exacta de una garza. Cabello negro, largo, lacio y brillante. La piel jubilosa de los treinta años. Ojos inteligentes,  inquisidores, a veces serenos. Habla. Habla con expresión de gloria. Sedosa la voz envuelve su cintura en láminas con mezcla de árboles y piedras. Alguna ocasión se confunde con trueno, otras con agua de remanso, es una voz inolvidable.
            Se abre la puertezuela. Ingresa un hombre. Es un nativo intenso. Saluda apenas. Contesto con un movimiento leve de cabeza Me desconcentra el olor a tabaco de la pipa. Se sienta en la otra litera. Se descalza y deja un bulto en el piso.
            Debe pensar que soy extranjero. No me dirige la palabra, sólo hace alguna seña. Para indicar que no quiere molestar. Yo sacudo la mano que parece transparente cerca de la suya áspera y de piel caliente a sol y clima destemplado.
            El tren comienza a moverse como un gusano enorme que desplaza su vientre por el pedregal entre los rieles. Un rumor desahogado murmura el trique traque y los silbatos de los maquinistas con señales que sólo ellos conocen.
            Me duermo. La travesía es larga y no quiero socializar con el oscuro ocupante de la otra cama.
            No se cuánto tiempo pasa entre mi sueño y el del hombre. El sol comienza a transgredir el hueco tiñendo la madera con colores de celebración. El amanecer homenajea el campo por donde transita el convoy y pasan los trigales y arboledas en el humedal matutino, dejando una estela de pájaros gritando su voz de honrosa fecundidad.
            Nunca lo hubiera imaginado. Me necesita. Me espera Es sobria y sensible, pero tiene una fenomenal seguridad en sí misma. ¿Qué estará pasando? ¿Por qué me habrá llamado? Me intriga.
            Saco el libro que compré ayer en El Ateneo. Lo hojeo y leo ligeramente sus páginas. Me detengo luego en el título…”El Coraje de la Verdad”. Su autor, Michel Foucault, ese hombre que dictó cátedra en las universidades de Europa y no pudo con su propia muerte. Seguro de que su filosofía no le impide desentrañar el enigma de la existencia humana. Como los grandes filósofos, buscó y rebuscó en el infinito misterio de la vida y de la aniquilación del cuerpo. No creyó en el espíritu y se desmembró persiguiendo una respuesta al verdadero sentido de ser y estar. De trascender después de la decrepitud de la carne. Me introduzco en el texto que me agita. Me doblega.
            El compañero de cabina, me ofrece salir a comer o beber una cerveza. No le acepto. No deseo dialogar. Se escabulle entre los compartimientos, entonces me atrevo y salgo en sentido contrario. Encuentro un salón de lectura. Me siento en un sillón duro en extremo, considerándome invitado a la lejana realidad de un entorno surrealista.
            Atrae mi atención la mirada lejana de una estoica mora. Totalmente cubierta de negro, oculta rostro y manos, observa por una hendija de su burka a quienes la rodean. Su esposo, lee el Corán junto a ella. Parece una estatua de cera umbrosa. Muda.
            ¿Cómo puede vivir aislada del mundo? Confuso alejo la vista y tomo té, que me acerca una azafata que salió de atrás de una cortina. Inexplicable su aparición así.  El marido de la árabe se percata de mi presencia y se alejan. ¿Qué vida llevará esa mujer? Pienso en Foucault y su discurso.
            Regreso a mi nicho sacudido por las curvas del terreno por el que se desliza el ferrocarril. Allí, roncando, se desparrama el hombre que participa en parte de mi aventura.
            Leo hasta que me aburre pensar demasiado en la muerte. Miro por la ventanilla el paraje por donde se agita la vida de un paraje de campaña. El tren se detiene Sube un puñado de gente. Se acomodan. Luego iré a observar.
            Mi celular indica que tengo un mensaje. Es ella. Me espera en Estación Pedregal Sur. Me sorprende. Tendré que descender antes. 
            Asombrado veo que mi compañero ha sacado un libro y lee. Ensimismado en Umberto Eco con su novela “El Cementerio De Praga”. Me despierta curiosidad y me largo a conversar. Sonríe. Sin decir lo que piensa, demuestra que lo he subestimado.
            Lamento haber perdido la oportunidad de conocerlo mejor. Ya estoy cerca de mi destino. Es antropólogo. Ha estudiado en Harvard y siento vergüenza. La charla se hace amena y sesuda. ¡Mi maldita costumbre de dejarme llevar por corazonadas! Tengo que cambiar.
            Lo saludo, tomo mi poco equipaje y dejo el vagón. Me estiro y observo la soledad que me rodea. A lo lejos, corriendo viene Javiera, ella, con su melena agitada y su jeans desteñido. Se abraza a mi cuello, me besa y deja un largo suspiro suspendido en el aire.
            -¡Gracias a Dios que viniste!- dijo.  Caminamos por el desierto andén. El tren se va.
            Javiera habla. Habla y trata en un embrollo de palabras contar varios años de su pasado. Habla del proceso creativo y sus proyectos. Del aislamiento en la estancia. De  la pobreza de  La Quebrada Angosta, cuando enfermaron llamas y guanacos, con una rara peste que diezmó el ganado. Su lucha. La insatisfacción de sentirse inútil frente a las contingencias habituales de los vecinos. Cuando cierra la boca, cuando cunde el silencio le  digo: ¿Y Lautaro?
            Comienza a llorar. Convulsivos lamentos se apoderan de ella. Lautaro se fue hace cinco años. A los pocos meses que llegaron a la villa. La dejó sola. Y una noche tenebrosa con borrasca entró un hombre de la zona, alcoholizado, la violó. La dejó desmayada en el piso. Sobrevivió al trauma. Nació Rucano. Un hijo que murió pocos meses después.    
            Caminamos tomados de la mano por una calle desierta. Al fondo hay una casa enorme y silente. Allí vive. Cuando entramos me abraza y besa profundo en la boca. Me entrego a su ardor y comprendo qué hago ahí. La esperé todos estos años. La amo. Mi cuerpo se deshace en miel y sospecho que entro en un túnel infinito con memoria de sueños y realidades. Javiera, Javiera te amo tanto que no soporto este mundo de ceguera y tiempo sin luz ni sol.
-¡Amor por fin juntos! Amor mío te he esperado tanto…
Escucho mi pecho que derrama arlequines  y pájaros dormidos.  

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