La caravana atravesaba el desierto lentamente. Si la
sal les traería fortuna, más les darían en la feria del oasis por las tres
esclavas que compraran en Rasheah, donde
las vendía un viejo mercader yemenita. Cubiertas completamente por negras
burkas era imposible descubrir si eran bellas, jóvenes o viejas. Una larga fila
de mefíticos camellos dejaba una huella de excrementos que pequeños niños,
esclavos negros del sur, juntaban en corambres de cuero para prender fuego
cuando ya secos sirvieran en las tiendas para calentar el té. Al llegar la
noche, cada hombre luego de higienizarse
para orar, se sentaba frente una fogata a beber leche de camella recién
ordeñada. Los pequeños se apiñaban para recibir tortillas de salvado mezclado
con requesón de cabra. Única comida del día. Las tres mujeres, atadas con una
pesada cadena de cobre, recibían en sus manos azules llenas de míticos
tatuajes, algo de beber y tortillas de afrecho. No hablaban entre ellas porque
no se entendían. Cada mujer era de una tribu distinta. Sólo se escuchaba sus
quejas y lamentos que cesaron después que el viejo Hassam les diera un latigazo
a cada una. Así pasaron los días, con calor insoportable desde la mañana hasta
la tarde y con terrible frío en la noche, bajo las estrellas que se quejaban de
tanto lagrimear rocío helado sobre los lomos agrios de los camélidos.
Las tiendas desplegadas en la arena, eran una
litografía cincelada en piedra negra en la oscuridad. Un resplandor de fuego
escudaba con la humareda que impedía a la miríada de insectos y alimañas
acercarse. Las tres desgraciadas gemían por el frío que atravesaba el mugriento
harapo que las cubría. Ya no tenían lágrimas para derrochar y se pegaban una a
otra buscando un poco de calor humano. Uno de los pequeños se acercaba con agua
o té, para demostrarles su compasión de niño grande por su compartido destino
de esclavo.
Al amanecer, el ruido descargó su ira sobre los
rumiantes que a fuerza de látigo se puso en camino. Hacia el este se avizoraban
las montañas del norte de África por donde debían pasar esquivando la zona
donde el hombre blanco, colonos malvados, con los legionarios, masacraban a los
beduinos. Ellos eran bandidos de otra especie, de otras costumbres más claras.
Comerciaban con la muerte.
El canto del Sagrado Corán servía para darles un
respiro en el fatigoso camino. El calor comenzaba a golpear en la cabeza de las
desgraciadas. Una pertenecía a una tribu cuyo jefe siempre en pie de guerra
había tratado de seguir la caravana, pero el difícil camino entre las rocas y
el desierto impuso su rápido consuelo. Una mujer menos no era cosa de
importancia para él. La joven sangraba por dentro y por fuera. Su cuerpo de
piel oscura, tenía llagas que comían las moscas que por miles ponían huevos en
su carne abierta donde el cobre había hecho su tarea. El hedor les daba nauseas
pero no tenían alternativa. Un perro que acompañaba el grupo solía venir a
lamer las larvas y eso le daba un respiro. Les ardía el sudor en las heridas,
la sal que emanaba del sudor acre envenenaba cada una de las úlceras abiertas.
Una figura se acercaba, era un beduino, que envuelto
en su turbante azul noche, sólo mostraba la mirada de ojos profundos y
amenazantes. Levantó el tapiz que cubría parte de la jaula en que eran
transportadas. El camello, ante una señal del hombre se fue sentando. Cada
bamboleo del cubil, se despellejaban más los tobillos y el dolor era más agudo.
Las arrancó de un manotazo. Sobre la arena caliente sintieron nauseas otra vez.
No tenían nada en el estómago y la sed, les había deformado los labios y las
gargantas. Sintieron que una mano varonil palpaba sus huesos apenas cubiertos
por algo de carne. Un rugido partió de esa garganta. Ese, seguro era un jefe y
estaba muy airado. Vino un muchacho y con suaves movimientos las tomó, les
despojó de cadenas manos y piernas y las
acercó a un lugar donde había rumor de agua. El pozo. El guía protestó y
sintieron el chasquido de un látigo. El grito de rencor y dolor, llenó un
segundo el espacio. Una voz aflautada habló en yemenita y Layla entendió. Debes
bañarte pequeña y te daremos ropa limpia y una burka nueva. Luego habló en lengua berebere...
y Um le entendió. Finalmente fue Dahira quien comprendió qué hablaban. Cada una
a su tiempo fue transformándose en persona. Sus largas cabelleras limpias
enroscadas y su piel cepillada sin larvas de moscas. Ni piojos que les
aguijoneara las llagas.
Muhammad las hizo traer a su tienda, mostraron sus
cuerpos y su ira vibró en la piel.- Así
piensan vender a estas desgraciadas. Son ustedes tan inútiles que no entienden
nada. Las quiero conmigo, alimentadas y sanas.- Acurrucadas en a alfombra se agazapaban
tratando de entender al hombre. Hassam, trajo una fuente con cordero y
verduras. Él, les explicó que no comieran demasiado porque enfermarían. Así
fue, se abalanzaron sobre las fuentes y con sus manos comieron sin pudor. Al
tiempo corrieron fuera de la tienda a vomitar. Muhammad reía como loco. Llegó
un puñado de músicos. Dos üd, tres rababah, dos ney tocaban qásidah con bellísimos pasajes del
Sagrado Corán. El sopor las fue adormeciendo y cayeron sobre los tapices
profundamente dormidas.
Los cuerpos ayer tumescentes, hoy brillaban con los
aceites con que los niños habían
acariciado a las mujeres. Un nuevo día les trajo una luz de serenidad.
Dahira trató de mostrar a las otras desdichadas que pronto llegarían a un sitio
donde serían vendidas. Así fue que tras varias jornadas se oyeron los gritos de
otras caravanas que apacentaban cerca de un oasis en el desierto. Era un zoco
túrbido. Allí se mezclaban las joyas de oro del Sudáfrica, diamantes de Sierra Leona, marfil de Zambia, turquesas
de Irak e Irán y piezas de arte de todo el norte y centro de África y medio
oriente. Cosas robadas. Cosas legítimas. Cristales de Italia, porcelanas de Alemania,
seda de China y Francia, perfumes de varios orígenes. Piezas de plata de países
lejanísimos que habían viajado por tierra y mar durante largos días. Lo más
valioso... mujeres y jóvenes mancebos que se vendían como esclavos. Algunos
viejos pederastas, llegaban escondidos en sus chilabas y turbantes negros, para no mostrarse a los mercaderes con quienes mercaban.
Bolsitas de oro o diamantes, o jade y rubíes de Burma, pasaban subrepticiamente
de mano en mano. Todo se compraba y todo
se vendía. Nada era sorpresa para ellos.
Um, fue tironeada hacia
un pequeño escabel, donde subió y fue desnudada frente a un grupo de hombres.
Sus dientes blanquísimos y su piel cetrina con tatuajes tribales, atrajo
algunas miradas. La palparon, le abrieron la boca, le tocaron los senos y el
vientre. Ella escupió una mano que tocó su sexo. La golpearon con un azote de
cuero. Quedó inmóvil. La habían comprado. Supo que su destino ahora era un
hombre somalí. Fue cubierta pronto con una chilaba y un chador y recluida en una tienda.
Layla quedó en espera. Un
blanco que había llegado en un caballo árabe de un negro espectral, caracoleó
junto a su cuerpo desnudo. Tiró unas libras esterlinas de oro sobre la arena y
un petimetre de pelo anaranjado, le echó una capa blanca y la arrastró hasta un
potro color canela que esperaba cerca del pozo. Allí se quedó esperando su
futuro.
Dahira esperó impávida
que la buscaran. Nadie vino. El sol escapó por entre las dunas y las caravanas
se fueron dispersando. Evitó llorar. La noche alfombraba el frío desierto. La
tomaron con trémulas manos los pequeños eunucos de voz aflautada. Sin evitarlo
llegó ala tienda de Muhammad quien esperaba ansioso a la nueva esclava. Ella
alegraría sus noches. Calentaría su tienda y le haría temblar de placer en cada
minuto de pasión. Muhammad, no sabía que tras la caravana, a dos jornadas de
camello se acercaba Abdullah ib- Talah, el prometido de la niña, con su gente.
En la tienda los músicos
hacían resonar los tambores, üd, neys y rababah; mientras pequeños mancebos acicalaban a la muchacha. El fuerte olor del cordero
asado con menta y especies impedía olisquear el tufo de los jinetes que se
acercaban. La luna esgrimía preñez de oro sobre la arena. Un telar de hojas de
palmera, disimulaban los tapices de los toldos. Las patas de las bestias,
almohadillaban los médanos. Dahira sin temor esperaba. Esperaba.
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