viernes, 19 de octubre de 2018

LAS NOCHES DE MUHAMMAD




La caravana atravesaba el desierto lentamente. Si la sal les traería fortuna, más les darían en la feria del oasis por las tres esclavas que compraran en  Rasheah, donde las vendía un viejo mercader yemenita. Cubiertas completamente por negras burkas era imposible descubrir si eran bellas, jóvenes o viejas. Una larga fila de mefíticos camellos dejaba una huella de excrementos que pequeños niños, esclavos negros del sur, juntaban en corambres de cuero para prender fuego cuando ya secos sirvieran en las tiendas para calentar el té. Al llegar la noche, cada hombre  luego de higienizarse para orar, se sentaba frente una fogata a beber leche de camella recién ordeñada. Los pequeños se apiñaban para recibir tortillas de salvado mezclado con requesón de cabra. Única comida del día. Las tres mujeres, atadas con una pesada cadena de cobre, recibían en sus manos azules llenas de míticos tatuajes, algo de beber y tortillas de afrecho. No hablaban entre ellas porque no se entendían. Cada mujer era de una tribu distinta. Sólo se escuchaba sus quejas y lamentos que cesaron después que el viejo Hassam les diera un latigazo a cada una. Así pasaron los días, con calor insoportable desde la mañana hasta la tarde y con terrible frío en la noche, bajo las estrellas que se quejaban de tanto lagrimear rocío helado sobre los lomos agrios de los camélidos.
Las tiendas desplegadas en la arena, eran una litografía cincelada en piedra negra en la oscuridad. Un resplandor de fuego escudaba con la humareda que impedía a la miríada de insectos y alimañas acercarse. Las tres desgraciadas gemían por el frío que atravesaba el mugriento harapo que las cubría. Ya no tenían lágrimas para derrochar y se pegaban una a otra buscando un poco de calor humano. Uno de los pequeños se acercaba con agua o té, para demostrarles su compasión de niño grande por su compartido destino de esclavo.
Al amanecer, el ruido descargó su ira sobre los rumiantes que a fuerza de látigo se puso en camino. Hacia el este se avizoraban las montañas del norte de África por donde debían pasar esquivando la zona donde el hombre blanco, colonos malvados, con los legionarios, masacraban a los beduinos. Ellos eran bandidos de otra especie, de otras costumbres más claras. Comerciaban con la muerte.
El canto del Sagrado Corán servía para darles un respiro en el fatigoso camino. El calor comenzaba a golpear en la cabeza de las desgraciadas. Una pertenecía a una tribu cuyo jefe siempre en pie de guerra había tratado de seguir la caravana, pero el difícil camino entre las rocas y el desierto impuso su rápido consuelo. Una mujer menos no era cosa de importancia para él. La joven sangraba por dentro y por fuera. Su cuerpo de piel oscura, tenía llagas que comían las moscas que por miles ponían huevos en su carne abierta donde el cobre había hecho su tarea. El hedor les daba nauseas pero no tenían alternativa. Un perro que acompañaba el grupo solía venir a lamer las larvas y eso le daba un respiro. Les ardía el sudor en las heridas, la sal que emanaba del sudor acre envenenaba cada una de las úlceras abiertas.
Una figura se acercaba, era un beduino, que envuelto en su turbante azul noche, sólo mostraba la mirada de ojos profundos y amenazantes. Levantó el tapiz que cubría parte de la jaula en que eran transportadas. El camello, ante una señal del hombre se fue sentando. Cada bamboleo del cubil, se despellejaban más los tobillos y el dolor era más agudo. Las arrancó de un manotazo. Sobre la arena caliente sintieron nauseas otra vez. No tenían nada en el estómago y la sed, les había deformado los labios y las gargantas. Sintieron que una mano varonil palpaba sus huesos apenas cubiertos por algo de carne. Un rugido partió de esa garganta. Ese, seguro era un jefe y estaba muy airado. Vino un muchacho y con suaves movimientos las tomó, les despojó de cadenas  manos y piernas y las acercó a un lugar donde había rumor de agua. El pozo. El guía protestó y sintieron el chasquido de un látigo. El grito de rencor y dolor, llenó un segundo el espacio. Una voz aflautada habló en yemenita y Layla entendió. Debes bañarte pequeña y te daremos ropa limpia y una burka  nueva. Luego habló en lengua berebere... y Um le entendió. Finalmente fue Dahira quien comprendió qué hablaban. Cada una a su tiempo fue transformándose en persona. Sus largas cabelleras limpias enroscadas y su piel cepillada sin larvas de moscas. Ni piojos que les aguijoneara las llagas.
       Muhammad  las hizo traer a su tienda, mostraron sus cuerpos y su ira vibró en  la piel.- Así piensan vender a estas desgraciadas. Son ustedes tan inútiles que no entienden nada. Las quiero conmigo, alimentadas y sanas.- Acurrucadas en a alfombra  se agazapaban  tratando de entender al hombre. Hassam, trajo una fuente con cordero y verduras. Él, les explicó que no comieran demasiado porque enfermarían. Así fue, se abalanzaron sobre las fuentes y con sus manos comieron sin pudor. Al tiempo corrieron fuera de la tienda a vomitar. Muhammad reía como loco. Llegó un puñado de músicos. Dos üd, tres rababah, dos ney  tocaban qásidah con bellísimos pasajes del Sagrado Corán. El sopor las fue adormeciendo y cayeron sobre los tapices profundamente dormidas.
Los cuerpos  ayer tumescentes, hoy brillaban con los aceites con que los niños habían  acariciado a las mujeres. Un nuevo día les trajo una luz de serenidad. Dahira trató de mostrar a las otras desdichadas que pronto llegarían a un sitio donde serían vendidas. Así fue que tras varias jornadas se oyeron los gritos de otras caravanas que apacentaban cerca de un oasis en el desierto. Era un zoco túrbido. Allí se mezclaban las joyas de oro del Sudáfrica, diamantes de Sierra Leona,  marfil de Zambia, turquesas de Irak e Irán y piezas de arte de todo el norte y centro de África y medio oriente. Cosas robadas. Cosas legítimas. Cristales de Italia, porcelanas de Alemania, seda de China y Francia, perfumes de varios orígenes. Piezas de plata de países lejanísimos que habían viajado por tierra y mar durante largos días. Lo más valioso... mujeres y jóvenes mancebos que se vendían como esclavos. Algunos viejos pederastas, llegaban escondidos en sus chilabas y turbantes negros,  para no mostrarse  a los mercaderes con quienes mercaban. Bolsitas de oro o diamantes, o jade y rubíes de Burma, pasaban subrepticiamente de mano en mano.  Todo se compraba y todo se vendía. Nada era sorpresa para ellos.
Um, fue tironeada hacia un pequeño escabel, donde subió y fue desnudada frente a un grupo de hombres. Sus dientes blanquísimos y su piel cetrina con tatuajes tribales, atrajo algunas miradas. La palparon, le abrieron la boca, le tocaron los senos y el vientre. Ella escupió una mano que tocó su sexo. La golpearon con un azote de cuero. Quedó inmóvil. La habían comprado. Supo que su destino ahora era un hombre somalí. Fue cubierta pronto con una chilaba y un chador y recluida en una tienda.
Layla quedó en espera. Un blanco que había llegado en un caballo árabe de un negro espectral, caracoleó junto a su cuerpo desnudo. Tiró unas libras esterlinas de oro sobre la arena y un petimetre de pelo anaranjado, le echó una capa blanca y la arrastró hasta un potro color canela que esperaba cerca del pozo. Allí se quedó esperando su futuro.
Dahira esperó impávida que la buscaran. Nadie vino. El sol escapó por entre las dunas y las caravanas se fueron dispersando. Evitó llorar. La noche alfombraba el frío desierto. La tomaron con trémulas manos los pequeños eunucos de voz aflautada. Sin evitarlo llegó ala tienda de Muhammad quien esperaba ansioso a la nueva esclava. Ella alegraría sus noches. Calentaría su tienda y le haría temblar de placer en cada minuto de pasión. Muhammad, no sabía que tras la caravana, a dos jornadas de camello se acercaba Abdullah ib- Talah, el prometido de la niña, con su gente.
En la tienda los músicos hacían resonar los tambores, üd, neys y rababah; mientras pequeños mancebos acicalaban  a la muchacha. El fuerte olor del cordero asado con menta y especies impedía olisquear el tufo de los jinetes que se acercaban.  La luna esgrimía preñez de  oro sobre la arena. Un telar de hojas de palmera, disimulaban los tapices de los toldos. Las patas de las bestias, almohadillaban los médanos. Dahira sin temor esperaba. Esperaba.


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