Su edad era esa intermedia entre
niña y mujer. Su carita aun desdibujada solía resplandecer con un maquillaje
fuerte que borraba sus bellos rasgos. Llegaba al colegio en el coche de la mano
de un chofer que la había visto nacer y para quien era como su niña. Había
sobornado a su modista con besos y promesas para que acortara la falda del
uniforme y sus largas piernas juveniles, brillaban con las medias que le trajo
su papá de París.
Alegre, chispeante y siempre
risueña, sus compañeros la miraban con un cierto desdén. Las chiquilinas,
aburridas por su eterno bienestar, la envidiaban ya que sentían muy vacías sus
vidas. Tenía apenas trece años y en primavera cumpliría sus catorce, para lo
cual, sus padres habían programado un crucero por el caribe.
De reojos la miraban los muchachos
de los años superiores y más, cuando se conoció que su abuela materna, le había
heredado un campo con un “castillo” cuyas partes principales viajaron desde
Italia, Francia y otros varios países de Europa, en las bodegas de enormes
vapores. Con ellos edificaron un suntuoso caserón que era el mejor proyecto del
arquitecto irlandés de moda en los años veinte. La estancia poseía como diez
mil hectáreas y sus haras eran famosas en Inglaterra por la calidad de caballos
que allí se criaban. Así, era Valeria, la muchacha que lideraba el minúsculo
grupo de elegidas por los hados.
En la oscuridad del callejón donde
encontraron refugio, tras una puerta semioculta por una hiedra, apareció el
cuerpo desmadejado y sangrante de una despeinada matrona sudorosa. Transportaba los despojos envueltos
en sábanas sanguinolentas. Desde las ventanillas entrecerradas de un viejo
automóvil unas manos temblorosas recogieron los desperdicios y desaparecieron.
Arrastrando el cuerpo exánime de una mujer, un soberbio muchacho, se alejaba
apresurado por el callejón. El cabello rubio, alborotado, encubría el rostro
juvenil. Apenas podía cargar a la que allí desparramaba una estela de sangre
que fluía despacio por sus piernas. Las manos cenicientas desenlazaban
temblorosas sus ropas sucias.
En la noche, parecían dos cadáveres
palpitantes. Aterrados. Estaban aterrados. Imposible hablarse o compartir el
dolor que cada uno tenía en su interior. Valeria, apenas podía sobornar la
muerte que rondaba entre sus piernas. Su hermano, loco de terror, sollozaba por
tener que enfrentarse solo a la abominable aniquilación que había compartido.
Sintió deseos de soltar a Valeria y correr. No pudo. Ella confió desde el
miserable momento en que supo con estupor qué le estaba sucediendo en su frágil
cuerpo adolescente. Estaba sola, tan sola que sólo pensó en su hermano. Él, que
siempre había sido su máximo enemigo, ahora era el único apoyo y sostén. Si su
padre regresaba de Estambul y conocía lo que había sucedido, seguro, la
internarían en algún colegio de Suiza o Austria, adonde no tuviera con quien
hablar ni compartir nada.
Su madre, estaba estrenando un nuevo
marido y viajaba por las islas del Pacífico. Nunca entendería.
Con sumo esfuerzo, logró colocarla
sobre el asiento trasero. Envuelta en una manta dejó a su hermana. Deliraba. El
dolor la hacía delirar. Subió al volante y manejó sin mayor apuro, para evitar
encontrarse con la policía, hasta la casa de su chofer. Cuando llegó, hizo un
guiño con las luces y el viejo amigo
salió a recibirlo. El espanto se reflejó en sus ojos. Un rugido abrió la
garganta del hombre. Llamó a su mujer, quien al ver a Valeria, se santiguó y sostuvo que tendrían
que llevarla a una clínica. Estaba muy mal.
Ya con la seguridad de años como padre
sustituto, llegaron a la clínica del sur de la ciudad. Un médico de guardia,
sostuvo con desesperación el cuerpo exánime de la joven que se desangraba. Como
un rayo, colocó una bolsa de sangre. Sin preguntar ingresó a la muchacha al
quirófano y junto a otros galenos, comenzaron la difícil tarea de salvar a
Valeria. En el máximo secreto, hicieron todos los trámites, para que no se
supiera quién era esa pequeña moribunda. La mirada áspera de los médicos,
sellaron con su mutismo lo que había sucedido. Una joven sicóloga la despertó,
pasado el trance de mayor peligro. ¿Qué había hecho para que, siendo tan
adinerada cayera en semejantes manos asesinas?
Su cuerpo estaba tan frágil, su
salud tan al límite, que apenas podía abrir los labios para responder. Una
historia de horror, que pudo ser su última historia, había convertido su alegre
existencia juvenil en un verdadero abismo. Habló sin pausas. Su voz apenas
audible parecía un mantra.
Cuando llegó de Estambul, su padre,
se sorprendió al ver la palidez del rostro de Valeria. Su risa muerta en los
labios sellados. Sus ojos orlados de una espesa niebla oscura. Un mutismo
insoportable la convirtió en una anciana de quince años. Nada parecía
interesarle. Todo lo intentó, desde regalarle un auto deportivo de famosa
marca, hasta invitarla a viajar en un crucero por las Antillas. No hubo ninguna señal de volver a tener a su
niña adorada. No volvió a sentirla parlotear por horas por el celular con sus
amigas. Pedía que contestaran que estaba ausente cuando alguna amiga le
llamaba. No salía. No jugaba más al tenis ni al golf. Una pequeña renguera hizo
que el padre notara un cambio en el cuerpo. La llamó y la interrogó. Un grito
de dolor hizo que su querido progenitor, diera un salto y abrazándola, le
suplicó que le hablara sobre lo que le sucedía. Valeria sólo pudo llorar. No
logró decir la verdad de su amargura. El tiempo pasó. Hubo otros viajes de su
padre, y otros maridos para su madre.
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