Recordó
un programa de National Geographic Channel, que había visto hacía un año en
televisión. Algo extraordinario ocurrió en aquella época. Llovió. Llovió sobre
el desierto, abundante agua, y el Atacama en pocas horas, como un milagro
esperado, se cubrió de flores y plantas que emergieron rotundas de la tierra
arisca. También habían salido a la superficie sapos, ranas y lagartijas, que
rápidamente se aparearon para perpetuar las especies; insectos que llenaron las
inusitadas corolas para polemizar los vegetales despiertos por el breve tiempo
húmedo. Mucho polen y rocío se esparció por el aire. Toda clase de animalitos
se dedicarían a multiplicarse; a transformar, en pocas horas, ese desierto
inhóspito en un paisaje inusitado.
Si cambiara ese paisaje espantoso,
el viaje no sería lo que era. Algo penoso.
Nadie debía sospechar que era el
único horizonte de su locura. No podía exponerla y exponerse al oprobio. Muerte
social.
Se ubicó en el
asiento atento al paisaje. Nada nuevo hubo desde allí en adelante, pero el
aguijón de la duda lo espoleó.
Relató detalles como si fuese el final de un
partido de fútbol, sin emoción.
Nadie supo qué fue de ellos.
Quedaron perdidos en el desierto.
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