Caí en cuenta que no estaba
dormida. Soñaba despierta con su lejana estirpe andariega. Tal vez caminaba,
con sus suecos de madera, la agreste ladera de nogales o cosechando, entre
piedras, castañas que apenas cabían en el rústico delantal de cuero.
Vertical, su soledad de tiempo ido, le dejaba las manos
enrojecidas por las espinas. Su mirada verde atrapaba pájaros gritones en su
pecho rubicundo. La abuela se hamacaba en una vieja mecedora de totora, que
crujía su dolor por el uso y años compartidos pelando habas y arvejas maduras
en la galería. Estaba metida entre el mar de Calabria y nuestra finca. Los
duraznos maduros le daban el color de los besos vespertinos de un sol que se
escapaba entre los cerros lejanos. La miré asustada. Sus ojos se pegaban a mi
cuerpo donde anidaban golondrinas inquietas. Me abrazó entre lágrimas
imperceptibles que se derretían sin su permiso por entre su piel arrugada.
Rodeó mi pecho de alambrillo asustado. Comenzó a cantar, quedito, en su idioma
de hada clandestina, una canción de amor que yo sola conocía. Soñamos juntas,
navegando entre las alas de una tigresa blanca con ojos amarillos. Debajo un
mar de oleaje suave, almacenaba hojas de un pálido verde jade y pétalos de
lirios lila. Juntas navegábamos hacia la patria perdida en su tierna juventud.
Una gaviota se posaba en su frente y ella se reía. Jugábamos. Luego, una a una
fueron cayendo lágrimas que como astillas de oro despertaron su corazón de
niña. Dejó de sonreír. Un universo de pequeños oropeles que se desprendían de
sus labios poblados de fantasmas. De pronto su boca quedó en silencio. Hasta
las ranas de las acequias por donde corría el agua jabonosa del piletón de
piedra quedaron mudas.
Comenzó
a mover la cabeza de cabello peltre y una nube de estrellas juguetonas,
comenzaron a bailar en el crepúsculo. Minúsculas luciérnagas la coronaban. Era
mi reina. Pero...cayó su cabeza pesada sobre el pecho y sus brazos laxos me
desdibujaron el talle. Quedé abrazada a su torso tibio por el sol caliente de
mi Cuyo. Imaginé que nadie como yo, conocía sus historias. La desventurada
enamorada abandonando su amor entre los viejos castaños de Calabria. Ahora, tal
vez, encontraría ese” él” en las playas. Tendría sesenta años menos,
nuevamente, la piel pálida de ámbar fino, el pelo larguísimo suelto,
intensamente castaño y su mirada de profundo color verde impregnaría de amor a
su Angiulino.
Me
quedé un rato largo, todo el que pude a solas con ella. Luego llamé a mamá.
Llegó llorando, retorciendo el delantal manchado de tomate. Me abrazó. Yo no
lloraba. ¡Silencio,- le dije,- la abuela ahora estará perpetuamente dormida,
dejémosla tranquila! Y llegó papá, en su abrazo descubrí el calor intenso del
amor, nuevamente.
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