viernes, 27 de septiembre de 2019

LA ABUELA


                                                                             ¡He cometido la indiscreción de seguir viviendo! Jorge Luis Borges

Entró corriendo, deshilachando el aire cálido de la calle. Dentro de la casa un suave fresco envolvía el cuerpo de la abuela anciana. Estaba sola y sentada como una muñeca de seda y puntillas. Su cabello largo, suelto atado con una cinta azul, algo desvaído. Las manos, como dos alas de golondrinas heladas, se apoyaban sobre un almohadón de terciopelo rosa. Parecía una reina triste. ¿Cuántos años puede tener, se preguntó la nieta?
Se acercó y la besó levemente en la frente. Estaba tibia y suave entre las profundas heridas que llaman arrugas. Son señales de la vida. Señuelos para el ángel negro. Le preparó un té y se sentó a su lado. Abrió el libro de poemas y le leyó con calma el último que había dejado marcado con unas hojas de tilo. La abuela, cerró los ojos mientras discurrían los poemas. En su juventud era quien recitaba frente a una concurrencia eufórica. Antes, la gente amaba escuchar poesía. Había personas que leían por radio, en galerías de arte, en las plazas y en las noches de frío junto al fuego. Ahora se reirían de esa costumbre.
¡Pero la belleza no ha muerto! Murmuró con voz cascada, mi niña, lee ese, el de la página 27, el de Garrid. ¡Ese es muy bello!
Volvió a releer el mismo, ese que le pedía y luego la anciana sollozaba. Abuela te leo uno de Rubén Darío o de uno de Alfonsina… son más dulces. La mano apenas se cerró en su brazo. Tráeme un vaso con agua fresca, hija, por favor. Y tomó el libro para abrirlo en la página 27. Cuando la muchacha regresó, ella se había dormido.
Seguro soñaba o simplemente entraba en un pasillo de amables recuerdos de amores contrariados. Apena la tocó. Abrió los ojos de un verde claro como agua y sonriendo le dijo: Mi pecado es seguir viviendo. Él ya se fue hace muchos años y si viene, me encontrará muy avejentada. No quiero que me vea así. ¡Por favor, llévame a la cama!
La envolvió en una bata delgada de seda verde y se acurrucó entre las puntillas de antigua hechura. Seguro, esperando que él, entrara en cualquier momento y la besara.


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