Ingresó
por el portal de cristal y no podía ver su rostro. El sol desde atrás le
esbozaba un contorno enorme. Oscuro y manifiesto su cuerpo de anciano
corpulento. Así conocí a Aaron Goldman. Se desparramó en la silla del café con
un chirrido de madera y niebla. Su pipa humeaba y no se sacó el sombrero como
es la costumbre en el “”Florencia”, antiguo y promiscuo bar del barrio.
Por
atrás se escuchaba el ataque feroz a las bolas de billar y el murmullo de los
parroquianos que taladraban las mesillas con sus dedos añosos. Todos tomaban
una bebida caliente. Vino áspero, dulce y con canela, costumbre de otros
tiempos que no pierden. La ropa desteñida, pantalones gastados y sucios, sacos
con brillo que gritaban épocas de gloria. Aaron con su enorme barba blanca y
los bigotes amarillos por el tabaco rubio de la pipa siempre encendida, parecía
el patriarca de la Biblia. Me
impresionaron las manos. Luego supe que había sido un gran músico en su país y
que al subir al “Tren de la Muerte ”
sólo llevaba su violín. Se lo quitaron, pero eso, igual le salvó la vida. Sí,
tenía que ser un músico de primera para tocar en el “campo”.
Me
miró y sus ojos celestes taladraron mi cuerpo, yo una mujer ingenua de
veinticuatro años, no tenía idea de su historia. Quedó sólo él, de una enorme
familia. Cuando subió al tren, me dijo cuando habló conmigo, besó a su madre y
a su hermana, sabiendo que iba para no regresar. Pero lo salvó la música. Era
flaco, hambriento y estúpido, me dijo; lloraba de noche porque tenía miedo. Un
día el “capo” me señaló de entre los de la orquestita y me llevó a la oficina.
Temblaba. Me comunicó que mi mamá había muerto de tuberculosis y mi hermana de
tifus. ¿Sabes qué me preguntó? Si mi hermana era música como yo. ¡Claro dije,
era pianista y ya tocaba en la orquesta de mi ciudad…! Qué pena, yo no la pude
salvar, ella no llevaba el piano entre sus pertenencias y se rió a carcajadas. ¡Y
no pude llorar! Luego vomité. Ahora ya estoy viejo. No recuerdo la cara de ese
hombre… y tampoco la de mi mamá ni la de mi hermana.
¿Don
Aaron cuándo tocará para nosotros? Qué inocente. Cuando regresó del “campo” en
un tren ruso y llegó a un refugio, le hicieron trabajar con piedras y escombros
hasta que sus dedos se deformaron. Nunca más pudo ni quiso tocar el violín. Su
bella música que lo salvó de la muerte era un recuerdo doloroso en la memoria
de su alma. Sin embargo cambia su rostro y se dulcifica cuando escucha que el
“Gringuito Remo” tocar una pieza en su violín ordinario y rústico. Y el bar se
llena del fantasma de aquel tiempo de los Campos de Riga.
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