lunes, 27 de enero de 2020

EN LA MONTAÑA




Mezcla de piedras y misterios que esconden su magia milenaria.

Ancestro de imágenes de cielo, tormentas y nieves invernales.

Aquí duermen los pájaros sus sueños de libertad y gloria.

Aquí surge el sonido de los árboles como oropeles de plata y oro.

Aquí se necesita cerrar los ojos y abrir el alma de la vida.

Y se mezclan los clamores milenarios de las borrascas y sus soles.

Los que son y los que fueron van quedando plasmados en las piedras.

No hay nostalgias por los verdes y perfumes, el polvo envuelve.

La centenaria transformación del agua que discurre en chorrillos.

El grito o el vuelo del ave solitaria que recorre el aire en las altura.

Me detengo. Me escandalizo por la fiebre del zorzal y el picaflor

que vuelve sobre las flores silvestres y los frutos salvajes que maduran,

Los cotoniaster proveen de frutos rojos con su sangre agreste. Las aves

que regresan a sus nidos y la llave de ramas rotas en la tierra reseca.

Mi montaña despliega su magia, sus duendes y sus cruces en vigilia.

Y yo sueño con develar las profecías de la tierra y de las rocas.



sábado, 25 de enero de 2020

TRISTE Y EN ESPERA




No me mires con los ojos sombríos

No entres a mis entrañas sangrantes
                                                                                                    
A mi delirio

A mis destierros

A los nebulosos mitos de mi historia

            No permitas que atraviese la noche en la penumbra

           
Donde estará la boca derrotada de la otra orilla

Despeñando apariencias de misterios rojos, negros, blancos

Alas de arcángeles dormidos sobre la alfombra de invierno

Y espirales que me remontan a los países del secano

A mi fértil serenidad de pasos perdidos sobre las losas frías


No permitas que persiga las sombras de los faunos y fantasmas

Quiero caminar despacio por las veredas sedientas

Beber el zumo de las flores como picaflor aleteando en el jardín

Hacer rebordes con mis pies de humo en la calzada azul

Siento que me perfora un sonido de gaitas los oídos

Espero frente al espejo la mirada con ojos sombríos. Lágrimas

Que muestren la debilidad de mi alma consentida.

En la otra orilla, estaré parada junto al brocal del cielo.

Será larga la espera, el silencio y los sueños inalcanzables.

PRIMICIA




            Eloisa cayó sobre el pavimento cuando el paragolpe del coche la llevó por delante. El coche huyó y sus manos laxas hicieron una pirueta en el aire. Alguien corrió hasta ella y alcanzó a oír un nombre: Karlo.
            Pronto la sirena aguda de una ambulancia desparramó tranquilidad entre la gete que rodearon a la muchacha. La anciana que oyó el nombre le explicó a los paramédicos lo escuchado. Despertó en un quirófano desconocido. Luces y olores medicinales que la sedaban para que los profesionales hicieran lo que debían hacer. Curarla.
            No supo lo que le hicieron, pero despertó con vendas y tubos plásticos por todos lados. Sus ojos abiertos con espanto preguntaban. ¿Qué me ha sucedido? Vio el rostro amable de un enfermero cuya ropa de tonos suaves, le recordaron que esa mañana, mientras desayunaba leyendo el horóscopo en la tableta, le anunciaba una catarata de desastres. Quiso reír y no pudo. La anestesia se lo impedía.
Se durmió. Como fantasmas angelicales se movía gente a su alrededor. Soñó con Karlo. Su antiguo amigo de la orquesta, ejecutaba el fagot y su melodía ingresaba a su mente como un cálido humor de dulce color celeste. Perdió la noción del tiempo.
Un amable caballero llegó con una libreta haciendo preguntas. Dijo su nombre y dio los datos de su trabajo, su cátedra y hasta le dio idea del automóvil que la atropelló. Luego comenzó a sentir apetito y sed. Le dieron una dieta líquida que seguro serviría para mejorar su estado. Alguien le trajo flores y una caja con bombones. No dejó nombre. ¿Quién podía ser? Un compañero de la orquesta o de la universidad. La médica que venía todos los días a revisar sus operaciones, le explicó que había tenido suerte, pudo matarte, le dijo. Y volvió a recordar su mañana antes del accidente.
Pasaron varios días y comenzaron los tratamientos para que volviera a caminar. Aprendió gracias a los amables terapeutas. Y llegaban las flores y un día apareció un hombre de cabello cano. Era quien la había atropellado. Le pidió de mil maneras que lo disculpara…ese día su hijo, había matado a su novia y él, estaba fuera de si. Hablaron como viejos amigos. El caballero, pagó todos los gastos y un cheque por la pérdida de su trabajo. En fin, cada vez que venía Eloisa, se sentía más a gusto.
La mañana en que le dieron el alta, ya caminaba con dificultad pero lo hacía bien. Un coche la llevó al departamento. Sobre la mesa, el periódico le anunciaba que iba a encontrar el amor. Rió a carcajadas. Al rato sonó el teléfono. Era su amigo el músico que había regresado de dar conciertos por el mundo y quería verla. Eloisa muerta de risa le dijo: Mi horóscopo dice que encontraré a mi amor hoy. ¿no serás tú, verdad? Del otro lado escuchó la voz de una mujer que le decía: Karlo, ya está tu comida lista. Entonces comprendió que era un amigo que no buscaba sino verla.
Dos días después, llegó un mensajero con un papel que le decía: Señorita Eloisa Bernardes, su médico de cabecera necesita verla. Cuando acudió, se quedó sorprendida, allí frente a ella estaba el hombre más guapo y sonriente que la esperaba. Y soñó que ese podía ser su futuro amor.

LORI




Cuando nació tan blanca como una espuma, los padres se sorprendieron. Era de clase obrera y lo normal entre ellos era la piel morena. El cabello le creció oscuro y tenía ojos color café y largas pestañas que sombreaban su rostro. Inteligente y orgullosa de ser tan mimada por sus padres y abuelos. Tuvo una hermana que no la emparejaba.
La bautizaron Lorena, como cristiana por costumbre, ya que no era una familia devota. La hermana, morena y de cabello oscuro, siempre fue su sombra. La llamaron Candela. Hicieron una buena escuela pública y al terminar el ciclo primario, a Lori, la mandaron a estudiar “Corte y confección” con Madame Ginette. A Candy la mandaron a estudiar en una academia donde aprendió a hacer sombreros.
Cuando Lori tenía quince años, en la academia sufrió un pequeño accidente con una máquina y el director la llevó, junto a su mamá a un centro de salud. Allí no solo había médicos de edad sino que había estudiantes de los últimos años de medicina que hacían pasantías. Lori lo conoció allí. Él, tendría unos veinticuatro años. Era lato, de piel cetrina, muy educado y sonriente. Lo llamaban Doc. José. Ella se hechizó, él, la vio y se propuso tratar de verla nuevamente, fuera de ese lugar.
Aprovechó que tenía todos los datos y fue así que cada vez que la jovencita salía de la academia, él, estaba por casualidad cerca y la encontraba. Ella feliz. 
Al final de año, él se presentó en la casa con un ramo de rosas y como se usaba en ese tiempo, pidió permiso al padre para visitar a Lori como “futuro esposo”. El padre incrédulo lo miró sorprendido y le pregunto el apellido. ¡Y Oh, sorpresa, era un raro nombre extranjero!
¡Lori, no te puedes casar con ese muchacho, es de otra religión! Dijo la madre instada por el padre. ¡Mami, si nosotros no somos muy religiosos! Pero es Judío…y su gente no te aceptará. ¡Ay, mamá, eso es lo de menos, si según José, vamos a ir a vivir en la capital, donde él, tiene previsto hacer el doctorado.  
Tanto lloró y se esforzó que terminaron por aceptarlo. Y en una ceremonia sencilla se casaron; él, con su papá y un hermano presentes y ella con sus padres y Candela. Fue una boda civil. Nada de religión en el medio.
Se fueron a la capital, ella puso un pequeño taller y cosía vestidos de novia y de fiesta. Era muy buscada, porque su prolijidad y buen gusto. Al final él, logró el doctorado y fue un buen cardiólogo.
Con el trabajo de ella y el estudio de él, un día ella comenzó a notar que algo raro le pasaba. Estaba embarazada y venía un niño, fruto del amor. Nació una bella niña a la que llamaron Ruth. Era tan blanca como su madre y de ojos oscuros como los del padre. Al año siguiente nació otra niña, le pusieron de nombre Raquel. Eran bellas nena , alegres y risueñas. La madre de José por primera vez vino del pueblo a conocer las niñas. Y se enamoró de ese pequeño mundo de pañales y papillas. Esther se quedaba largas temporadas en el departamento. Cuando llegaba José, ya tenía la comida lista, las niñas bañadas y Lori, parecía un maniquí del taller. ¡No existía!
Pasaron unos años, en que se fue enfriando el trato entre los esposo. Lori, sola y callada; José cada día llegaba más tarde, cansado y con mal humor. Lori no sabía como alegrarlo y volver a tener su atención. Las niñas comenzaron a asistir a la escuela. El abuelo pagaba una escuela cara de la colectividad. Lori, les trató me enseñar algo sobre su fe, pero las niñas ya habían aprendido todo lo que se refería a la religión paterna.
Comenzaron las discusiones. Se echaron culpas y reproches. Luego, cada vez, se sentían más distantes, sólo los unía el amor de las hijas.
Una tarde de invierno, el no vino a dormir. No había avisado y lo llamaron del sanatorio para tratar a un enfermo. Lori lo sospechaba…él, tenía una amante. Y por eso no venía como antes ala casa con la alegría y sorpresas a las que las tenía acostumbradas. Lloró toda la noche. Cuando él, regresó, el planteo fue claro. O ella o yo. Él, suspiró y prometió que su amor era ella, “su Lori”.
Dos meses después él, tenía un congreso en Uruguay y la invitó a ir con él. Ella se preparó dos bellos vestidos y dos trajes muy femeninos, estaba espléndida. Los colegas de José se asombraron cuando la conocieron, ellos sabían que el colega tenía una amante y les sorprendió ver una Lori tan linda y educada. Su charla amena hizo que pronto varias esposas y colegas se acercaran más a su amistad. La mujer se sintió muy feliz, había reconquistado a su amado José.
Una mañana llamaron por teléfono desde un edificio del centro. Buscaban al doctor…su amiga y paciente del sexto había amanecido muerta. Una sobre dosis de fármacos.¡La amante se había suicidado! José estaba destruido, lloró y se hizo cargo de los temas ceremoniales y policiales del caso. Lori, no le perdonó el engaño. Pero el juró que la había dejado y que eso causó ese hecho macabro.
La vida continuó. Las niñas se hicieron mujeres y estudiaron carreras independientes, era la época de la liberación femenina. Una quiso hacerse de la religión de la madre por el estupor que le acusó saber que su padre había sido tan infiel. La otra dejó toda religión. Y no perdonaban al papá.
Los años los unió, pero con la legítima desconfianza por parte de Lori. Él, se dedicó a hacer dinero. Su profesión le permitía, gracias al prestigio que tenía para cobrar altas facturas a los enfermos pudientes. Ruth, se fue a trabajar a Medellín y allí conoció a un ingeniero y se casó. Quedándose a vivir en Colombia. Lori viajaba cada seis meses, pero se sentía extraña en ese bello país amable y ruidoso. Raquel se quedó cerca de sus padres, conoció a un analista de sistemas y se fue a vivir con él. Tuvo cuatro hijos dos varones y dos mujeres. Siempre apoyando a los padres, ayudando a su madre.
Un día José se descompuso y el dijo a su esposa que tenía poca vida. El corazón estaba fallando. Lo sabía. Antes de morir le pidió perdón y quiso reconciliarse aceptando ser bautizado como cristiano. Lori, lo perdonó, esta vez desde su corazón.
Pasaron los años y un día Lori ya no entendió quien era esa mujer que todos los días venía a darle de comer y la vestía, era Raquel. La madre tenía Anzhaimer. ¡Gracias a Dios estaba en un mundo de olvido; porque Ruth, le había quitado todo el dinero que le había dejado José a Lori y a Raquel. Por lo que tuvo que internarla en un geriátrico público y ella salir a trabajar de mucama de un hotel del barrio más caro. Y Raquel ya no lloró, sólo se ocupó de su madre hasta que dio el último suspiro. Nunca más supo de su hermana y su familia. Sus hijos nunca supieron del bienestar que su madre vivió mientras vivía su padre; el doctor José, su abuelo famoso.



lunes, 20 de enero de 2020

LA NIÑA




Dolores nació después de una búsqueda incesante de sus padres algo ancianos. El día que su madre supo que tenía un embarazo fue tal su alegría que se fue a la casa de su vecina para contarle a viva voz que estaba encinta. La otra mujer nada discreta se dedicó a anunciarlo por todo el barrio.
El tiempo esperado llegó y grande fue la ilusión de ese matrimonio. Una hermosa niña, había llegado a llenar la casa de risas, llantos y gritos. Mimada en extremo, fue la muñeca del barrio, todas las conocidas llegaron con juguetes, ropita hecha con primor y mil atenciones. ¡Todos querían ver a la pequeña!
Creció con los cuidados propios de un milagro hecho niño. Nada le faltaba, los mejores platillos de comida, jugos de frutas exprimidos a mano, y dulces caseros. No era ni linda ni fea, era una chica común, pero sus padres la veían perfecta.
Su cabello tenía tonalidades rojizas, pero era algo ralo y sin mucho brillo; por lo que una amiga dijo: con manzanilla se pondrá hermoso y le lavaban con te de manzanilla, luego otra dijo que había que darle mucha zanahoria para que tornara su piel de color ambarino y la llenaron de caroteno…la pobre niña era un caballito de circo, siempre con cintas de colores. Que roja contra la envidia, que blanca para la pureza y verde para la alegría; en fin fue creciendo entre gente mayor y juegos de adultos hasta el día que entró a la escuela.
Los chicos se reían y le preguntaban porqué vivía con sus abuelos. Ella regresaba llorando y sus padres enojados fueron a quejarse a sus maestros quienes no le supieron dar muchas explicaciones.
Una mañana despertó con un grito de su madre. El papá había amanecido frío. ¡Un infarto! Y el duelo. La vistieron de negro. Los chicos se reían. Ella lloraba, pero siguió vestida de luto mucho tiempo. Así fue creciendo. La cabellera de su madre era nieve sin luz y los ojos parecían haber muerto, sin vida y ya no se escuchaban las cancioncillas que parloteaba mientras correteaba en la cocina. Todo era silencio.
 Un dolor se incrustó en su espalda. La madre enloqueció de pena. Hablaba sola y la llevaba de un médico a otro sin tener nada en concreto sobre su mal. Dolores pasó por toda clase de remedios. Un día la madre la esperó con un cuentón profundo que le trajo un vecino. Allí habían preparado un “Sinapismo”, remedio antiguo y maloliente con hierbas y varios elementos naturales.
Allí la introdujeron y la dejaron al calor terrible del agua extraña. Dolores cambió desde ese día. Ya no lloraba, pero el dolor cesó. Al tiempo su madre enfermó y también partió a acompañar al padre. La muchacha, siempre de luto, caminaba solitaria por la calle ofreciendo a la gente hacer un remedio que según dijo su historia, a ella la curó. Entonces a otros podía curar o consolarlos.

sábado, 18 de enero de 2020

VER A TIENTAS




Ves acaso el paraíso en la mirada
Donde domina la inocencia

Mira un momento el lagar donde la uva se hace vino
Y mi cuerpo se inclina

Ves el espacio simultáneo de la risa
Mientras juego

Vuelve a mirar la piel del dolor del silencio
Donde estoy perdida

La soledad me envuelve tarde a tarde
Con perfume de tierra humedecida

Ves que no queda tiempo en nuestro espacio
Y crecen los almanaques sin sentido

Mírame una vez. Una vez sola
Encontrarás mi pena en la vieja piel del rostro

Mis ojos ya no brillan en constelación de sueños
Te veo y veo al mundo a tientas.

DESDE ALLÍ VENGO




Vengo desde las calles del silencio
Acosando pasos

Voy siempre hacia los sueños
Donde no encuentro las respuestas

Vengo de los ojos que miran desde el muro
Dejándome un sonido entre los miembros

Voy sin palpitar
Sin dominar el fuego

Hay un ritmo de troncos derrotados
Desde allí vengo.



CON LA CABEZA LLENA DE PÁJAROS




            -¡Man…! ¡Man…! ¿Niña Cuándo vas a escuchar y hacer lo que se te pide?
            -¿Qué, qué me dijiste?
            -¿Siempre en el extra mundo! Pareces una abombada. ¡Manu, tienes pajaritos en la cabeza!

            Manu nació en primavera, con el color de las hojas amarillo verdoso de los primeros brotes; calmo, limpio y suave de la brisa que desdibuja el frío y alienta con hálito   tibio el aire del campo. Manu, pequeñita y frágil. Fue la única mujer entre ocho varones. Mis padres, campesinos analfabetos y tranquilos, la recibieron confundidos.
            Una fémina entre tanto hombre…, toscos, bravucones, intensos y arrebatados. ¡No sabíamos cómo tratar a la niña!
            Creció como educada por manos ásperas pero deliciosas. ¡Nunca un grito, una palabrota, un enojo! Cuidada como copa de alabastro, era un pequeño cristal que se podía quebrar con el más leve movimiento.
            Entonces adiós a los chicos alborotados, peleadores y groseros.  Ya no peleábamos y sólo afuera de casa o en la escuela y fuera de su mirada que escapaba hacia el cielo, siguiendo el rumbo de los pájaros. Nunca cerca de su mirada melancólica, según decía madre, podíamos asustarla.
            Cuando comenzó a caminar, todos detrás de ella para evitar que se fuera de bruces al piso, parecíamos una larga fila de hormigas…todos atrás. No se puede raspar o algo que se marque en su piel de azucena. Su piel de seda pálida brillaba por un color de damasco que maduraba lentamente. El cabello largo y ondulado bajaba sobre sus hombros con suaves rulos y caían por la espalda y la serena frente amplia. Piel con brillo de fiesta permanente; pestañas largas sombreando las mejillas siempre rociadas por alguna pícara lágrima que se escapaba de sus ojos grises. ¡Nunca supimos por qué! 
            La bautizaron con el nombre de Manuela. Y fue una fiesta inolvidable. Todos hablan en la feria sobre ese día. Sobre los ricos dulces caseros y pasteles que hizo mi madre y la madrina.
            Así fue creciendo. Subía a un árbol, en cuya horqueta papá le había fabricado una especie de nido y allí se quedaba como soñando, horas, canturreando.
            Cuando la llamaban a comer o a dormir no contestaba. Según mamá y alguno de nosotros, tenía pajaritos en la cabeza.
            Un día, cuando cumplió doce años le dijo a mi hermano Alfredo que en su cabeza había un piar insistente de aves. Se moría de risa y curiosidad. Mas, luego, comenzaron  a salir de entre su cabellera los picos y cabecitas de pájaros de diferente tamaño y color.
            ¡Y sí, tenía cientos de pájaros en la cabeza! Como si de eso fuera poco, ya no bajaba del árbol.
            Allí se quedó y ahora vuelan a su alrededor los pájaros más bellos del campo y de la aldea.
            ¡Manu, realmente tiene pájaros en la cabeza!

MIS VENAS




TENGO LAS VENAS VACÍAS DE VIOLETAS
EL CORAZÓN DERRAMA VINO TINTO VIEJO
LAS MANOS LAMEN EL SILENCIO
CAEN SOBRE EL MANTEL LÁGRIMAS DE CERA
UN PAPEL VUELA POR EL PASTO CON UN POEMA
LA MÚSICA SE ESCONDE ENTRE LAS MATAS DEL JAZMÍN
SALGO TRAS LA NUBE QUE CUBRE EL VENTANAL
INTENTO ACARICIAR EL ROSTRO DE UN ARCÁNGEL.
MIS VENAS SE ABREN LIBRES POR LA TIERRA
DERRAMAN PERFUME DE ALEGRÍA NUEVA
YA SE ACERCA LA ESPERANZA DE TU REGRESO.

UN DÍA COMO HOY


Y un día, un día como hoy
atravesaré la calle como el duende curioso
como la lluvia fina que desgrana lamentos y
un perro solitario detendrá la pisada glamorosa del viento
Arrancaré una espina
caerá una rosa con pétalos mojados
sobre las pulcras piedras de la esquina
nuestra esquirla donde los augures
transformarán una vez sola en marejada de escombros
el espectral camino de mi talle perdido
solar vegetal de tu mirada
remanso cauteloso de los ojos  que dormitan.



DE UN LIBRO INÉDITO DE POESÍA

 Caí, a los pies  
 lentamente
sin palabras que encierren una queja de niño derrotado
la espera
la soledad
que nos carcome     pequeño niño de manos abiertas a la nada
manos ardientes
lágrimas
desasosiego.
Caí, a los pies el duende de tu infancia
sin alas. Boca cerrada. Muda.
Hay una sombra hostil que corrompe, corrompiendo
tu nombre, tus palabras de amor
tu mirada asustada,
tus manos torpes de caricias.
Pobre con toda pobreza por pertrecho.
Casi    niños adultos muertos, antes, ahora
todo es posible
entonces
un pedazo de ala rota caerá
a los pies de mi árbol de la vida
sin zapatos...ni tiempo.
Mañana, tal vez mañana vendrán
los ángeles  a jugar con nosotros
nuevamente volverán los sueños de la infancia
con los cuentos populares
dejaremos de ser niños derrotados

ESCAPÓ LA CHISPEANTE RISA CANTARINA DE CELESTE




            Bueno, dijo Belén a su nana, me voy. Quiero ver el mundo y conocer los mares infinitos, los castillos de Rin y los antiguos monumentos de Roma. La institutriz se reía. -¿Cómo pagarás tus viajes?- Papá me dijo que yo tenía mucho dinero en una cuenta de banco. - Pero con diez años dudo que te den ni una moneda en ese lugar.
            ¡Qué mala eres, si mamá regresara del congreso en Viena, seguro me comprendería! Ella vive viajando y dice que es lo mejor que Dios ha hecho para las mujeres. Dice que nunca se aburre. Yo acá con mis tareas me canso hasta el infinito. Quiero irme de casa, vivir una buena aventura y salir de la profesora de piano a la que odio, no jugar más al tenis con “Julián” y poder tener un perro que me siga por todos lados.
            -No podrá ser por ahora, hija mía, pues eres muy joven aun. Yo te prometo que si salgo de vacaciones este año, te llevaré a un lugar paradisíaco.- cuando salió de la casa con el chofer no imaginó que muy pronto vivirían una verdadera aventura.
            A pocas cuadras de la autopista, se detuvo un coche adelante y otro atrás, casi pegado al suyo. Bajaron tres encapuchados y apuntándole lo obligaron a bajarse. El chofer sonreía. Lo había entregado. Le pusieron una bolsa negra de tela rústica en la cabeza y le obligaron a subir a una camioneta. Apuntaron a los neumáticos del auto nuevo de Lisandro y al chofer le dieron un culatazo, como habían quedado de antemano.
            Cuando pasó una patrulla se encontró un joven desmayado, las puertas abiertas y faltaban la cartera del dueño con papeles comerciales, la computadora portátil y el chofer que no podía explicar qué había pasado.
            Celeste, la pequeña vio llegar un coche negro, por la ventana del escritorio. La nana estaba en su clase de tenis con Julián y ¡Tampoco vio nada! Un par de tipos entraron y apretando con fuerza a la niña, la sacaron con dificultad de la casa. Sí, con dificultad, porque daba patadas y se defendía como una tigresa. Al no tener perros, nadie escuchó nada.
            Fue llevada atada y sofocada con la boca cubierta con tela de embalar, manos atadas con sogas y pies de igual modo. La chiquilla, seguía dando codazos, patadas de doble pies, por las ataduras y cabezazos con furiosa osadía. Los alcahuetes no imaginaron nunca que una pequeña fuera tan furiosamente brusca. Celeste sabía cómo defenderse, después de todo.
            El lugar era frío, húmedo y silencioso. Sólo escuchaba el ruido de cadenas y el murmullo de gente que hablaba a los gritos muy lejos de ahí. ¿Dónde estaba? No se apuró, ni lloró, sólo se quedó expectante esperando que alguien se acercara para volver a patearlo. Y de poder hacerlo morderlo hasta sacarle sangre. ¡A ella la iban a doblegar!
            Cuando la nana regresó de la cancha de tenis, se sobresaltó. Vio cosas caídas por todos los lugares por donde sacaron a su pupila. Llamó a la policía que prácticamente estaba en la puerta de la hermosa casa. Ellos traían la noticia del secuestro del dueño de casa. Lisandro había desaparecido, el chofer internado no volvía en sí. (Cosa que no estaba en los planes) y ahora faltaba la niña.
            Morena Jordán no había regresado todavía. Llegaría el jueves y ¿quién la iba a ir a buscar al aeropuerto si el chofer no estaba sano? Era ahora la única de la familia que estaba libre y a merced de los forajidos.
            El teléfono sonaba y sonaba, pero la policía no permitía que la nana, Matilde, atendiera. ¿Estaría Celeste con el padre? Sabría alguien que había pasado. Un inspector la señaló a Matilde que atendiera. Julián había buscado a la cocinera que no hablaba español, para que preparar algo para comer y malhumorada la mujer no entendía nada. Era un inmigrante asiática que había entrado en la casa por una agencia especializada en contratar gente de servicio que no se inmiscuyera en los problemas de la casa. Venía de un remoto país: Burma. La antigua Birmania.
            En el recinto había penetrado el frío. Alguien se acercó a Celeste con una frazada y ella le asestó semejante patada, que escuchó un  aullido de dolor y un insulto en un idioma que no conocía. ¡Por fin tenía una aventura digna de diferenciar su tonta vida con la real! Esa que ella soñaba. Imaginó toda la historia. Lo que no sabía era que su papá estaba en otro lugar en peores condiciones que ella y que su madre por razones comerciales se demoraría más de una semana.
            Algún valiente le dejó un jarro con sopa cerca. Ella lo volcó con los pies… moriría de hambre y saldría en los diarios: -“Joven niña raptada muere de hambre en manos de sus captores”- no pasó. Entre cuatro energúmenos la sostuvieron por los brazos y las piernas y la obligaron a tragar una sopa. Le supo deliciosa. Pero escupió un poco para que no se alegraran. Hablaban muy mal castellano.
            Lisandro Loria pensaba en su familia. ¿Dónde estaría y cómo su pequeña Celeste? ¿Y Su esposa Morena? La fábrica en manos de sus eficientes ayudantes seguiría bien, eso no lo dudaba. No les entendía a estos mal nacidos lo que querían. Seguro más dinero del que podía tener a mano. El comía lo que le traían y ellos sonreían. – ¡Este hombre no sabe que tiene una fiera en la familia! Su hija. Esa sí era una mujer con agallas a pesar de sus cortos años. Una tigresa. Aun no conocían a Morena.
            Morena llegó un viernes y le llamó la atención que en lugar de venir el chofer, la esperaba un auto de la policía. – ¡Seguro, entraron a robar en casa, menos mal que las alhajas las guardé en el banco antes del viaje, por lo menos las más valiosas!- pero no. El tema era otro más ofensivo. Su hija estaba desaparecida. Imaginó lo peor. Rapto, violación y muerte.
            No, le mostraron una misiva de los energúmenos que decían que no la habían tocado. ¡Claro quién se acercaba recibía semejantes puñetazos y golpes que con la vida que conocían no querían ni verla! De su marido una esquela rogándole hablara y conciliara con esos hombres. ¡Se puso furiosa! Los gritos se oyeron hasta las cuatros manzanas que rodeaban la casa. Sacó un arma que tenía en un escondite y comenzó a llenarle el cargador con balas especiales. Atendió el teléfono y les dijo: “Lleven a mi hija y a mi marido al Jardín Zoológico, yo les llevo lo que piden”
            Cuando llegaron la policía había despejado de niños el predio, unos agentes disfrazados se hacían pasar por cuidadores, jardineros y vendedores de galletitas para los simios. Ella los vio a Celeste y Lisandro bajar despacio con dos tipos de cada lado. Sin que pudieran hacer ningún movimiento desde su bolsillo en la amplia chaqueta comenzó a disparar y mató a los cuatro que estaban junto a sus amores y después rápida como un rayo a los que estaban en los autos.
            ¡Nunca supieron los malvivientes que era campeona olímpica e internacional de tiro! Al chofer todavía lo tienen en terapia intensiva del hospital de alienados.

DEL LIBRO:"TRASEGANDO HISTORIAS EN RITMO DE VINO" 2012


EL BERRETÍN DEL “GALLO” LEIVA EN EL REÑIDERO

            Diga, Don —dice el Enano, mirándose en el espejo de agua de los charcos en la calle—. Diga la verdad, anímese de una vez.
          Su rostro surcado por una antigua cicatriz de facón malevo, le regala una expresión oscura. Oscura como el alma. No atina a quitarse el chambergo para evitar la mirada aviesa de las minas. Son curiosas las mujeres y él les tiene ojeriza. ¡Claro, si siempre se tenía que subir al tablao del cabaret o a la barra del bar donde se deslizaban las copas de Fernet, de vino tinto o de grapa, para mirar y que lo vieran! Nació normal. Nunca creció más del metro. 
Su padrastro le gritaba palabrotas cuando era apenas un gurrumín de seis o siete años. Lo hubiera matado, al infeliz, si hubiera alcanzado el tamaño suficiente. “¡Ya va a crecer!”, decía la madre. “Crecer. ¿Cuándo, cómo? ¡Destino de hijo “chimbo”!, masculló el padrastro. Nadie creyó en el futuro. Tampoco quiso irse con un circo de mala muerte que pasó por Avellaneda, justo, justo cuando cumplió quince años. “Si se une a la tropa, le damos casa en un carromato, sueldo, comida y la ropa para que ayude al Minguito, el payaso”. No quiso. No podía aceptar ser un idiota jugando a ser el hazmerreír de todos. Después sucedió eso.

            “¡Dele, si el Jefe sabe, tal vez haya otra oportunidad! Si vos hablás, digo, Disculpe Don, tal vez si habla la cosa se aclare y el Jefe acepte. Nunca vienen mal los morlacos de una nueva riña. La cana está untada por su mano generosa”. La voz aflautada llena de risa el ancho rostro hostil. Es burlesco. De mentón pronunciado y robusto como todo él. Piernas tan cortas y gruesas, que se bambolea al caminar.
            Con saltitos de gorrión herido sobre los adoquines húmedos es el modo de atraer la mirada del hombre. Leiva duda. Ese Enano sin nombre no es tipo de fiar. No le gusta su modo. Es un truhán. Algo le huele mal.
Duda y desconfía. Los ojos se achican para poder observar cada gesto, cada pequeña señal imperceptible para otros, pero no para él, acostumbrado a tratar con esos rufianes. Todos perros de cuenta con prontuario. Hábiles y abusivos. Eso son, mafiosos de pacotilla. Él conoce a otra gente maleva, pero malevos de verdad. Tipos que arrastran su historia de burdel y garito. De traficante y contrabando entre las dos orillas del Plata. Río lleno de fabulosas historias.
Río que desliza la sangre de tanto fulano vendido al fangal de la ciudad. ¡Tan bello! Ese río que algunas veces atravesó hacia Montevideo, para apaciguar memorias.
Leiva conoce el lugar exacto donde está enterrado el tal Rearte, junto a los gallos de riña. No se imaginan el sitio.
            ¡Cante, Don! Diga que el dueño del reñidero está donde está y tal vez nos perdonen la vida”. La cintura, apretada de sudor oloroso a miedo, le ofrece un retortijón de tripas. “¡Vamos, usted sabe!”.
           Recordó...
La llovizna comenzó a torturar los cortos huesos del alfeñique. El vapor que se levantó de las piedras envolvió a los hombres apretujados. Una luz agazapada desdibujó los cuerpos que se avecinaron bajo el alero del galpón del Jefe. Un olor a pluma mojada y el griterío de los bichos comenzó a trepar por las paredes del sucucho. Los gallos de riña han llegado de Montevideo en jaulas prolijamente custodiadas. Ese galpón fue un frigorífico inglés, ahora es un aguantadero del patrón. Ya se armó el círculo con los ponchos de obreros que vienen a jugarse la quincena en la pelea.
El tufo a tabaco negro, a sudor, hediondo a macho y a mugre; mitiga el olor del plumerío húmedo de los animales. Están con los picos adornados con metal o atados con ligaduras de cuero. La cabeza tapada, para que ciegos, ataquen sin piedad. El batifondo impone un tiempo de espera. Un injurioso tiempo negro.
            El Enano ingresa al reñidero. Lo hace como si fuera un gigante, un rey, un triunfador. Ha logrado el consentimiento del Jefe para manejar la riña. Un tipazo, el Don. Dueño de medio Montevideo. Eso se murmura aunque no está comprobado. El empresario aceptó el entrevero por diez mil pesos fuertes.
            En medio del rugir de los hombres se produce una señal conocida. Causa un silencio feroz, y la pequeña figura empinada en el elevado taburete de madera reluciente, les habla:
       —¡Hoy pueden apostar, la suerte está echada. Don Leiva, pone diez mil pesos fuertes a sus gallos de Uruguay!   
      Desciende y atrapa billetes en sus robustas manos regordetas. La cicatriz brilla con la tenue luz que proporciona un farolito sobre el círculo vital.
        Entra un tal Rearte, custodiado por un puñado de holgazanes violentos. Viene derechito hacia el Enano, pero una mano lo detiene. Don Leiva, le muestra su cintura, donde brilla el facón. Señalando al mequetrefe le indica que allí hay mucha guita. Igual pone mucha mosca contra las aves del otro. La puja es a muerte.
      Comienzan a soltar los animales, que ebrios de odio, se tiran picotazos a los ojos. Empieza, la arena del reñidero, a cubrirse con sangre negruzca. Entre los espolonazos, que en cada salto se dan los pequeños demonios plumados y el sordo sonido de las gargantas ebrias de codicia escondida, no advierten que una atroz tormenta comienza a azotar los techos metálicos con un silbido confuso.
   La noche avanza en un tráfico de risotadas y dinero que pasa de mano en mano. Van cayendo los más débiles. Los gallitos menos famosos. Plumas. La negra nevisca azulada queda danzando una melancolía agónica. Desde las pequeñas gargantas de las aves que boquean en la tierra ya no sale sonido alguno. Heridas, muy heridas, agonizan. Va ganando Rearte. Sin escrúpulo llegan otras. Son rivales de colores tornasol. De pronto, se abre la puerta y se dibuja a contra luz, la figura del Jefe. A su espalda, la lluvia cubre las pisadas.
            Corto y ancho. Con los ojos pequeños rodeados de bolsas rojizas y magulladas por el alcohol. Los labios son finas cuerdas apretadas, la nariz afilada cae sobre los breves bigotes con un gancho agudo y húmedo, que gotea sin vergüenza. Grasoso, su pelo desmechado, es un penacho abundante y dislocado, semejante a plumas, elevado hacia atrás por el unto de Glostora. Es una cresta negra y aguda que desconcierta a quien osa mirarlo de frente.
 Tiene las manos de dedos agarrotados y articulaciones artríticas. Están enfundadas en cabritilla negra. Son armas letales. Se saca parsimoniosamente los guantes. Las uñas largas, cubiertas por cápsulas de oro, refulgen con la tenue luz.
Detrás una feligresía mafiosa, a la que impone fuerza con la simple presencia, retrocede. De un salto, el Enano, baja del alto taburete. Servil, se acerca al Jefe y le muestra el chambergo donde ha estirado cada billete de la apuesta. Ni mira. El Jefe no pierde el tiempo en pequeñeces. Camina con la displicencia propia de los poderosos.
            Hace un ademán y sacan de sus jaulas los mejores. Los campeones.
Sus pequeñas cabecitas cubiertas con un ínfimo capuchón de terciopelo rojo. Parados en tierra, con sus garras aguzadas, espolones cubiertos con regatones de plata que brillan en tiniebla y humo, que lo envuelve todo, se agitan. Apenas le arrancan sus mascarillas de terciopelo, ya despabilados, se enfrentan. Un extraño cloqueo furioso y una pirueta sincrónica de dos gallitos quiebran la infortunada tranquilidad, cuando las uñas de metal abren el cuello desplumado de los animales. Una masa sanguinolenta cae revuelta en la arena.
¡Ha perdido los mejores ejemplares! Y la plata. El Jefe saca su cuchillo y, sin más, lo clava en la frente de Rearte. La punta y el filo continúan su camino destrozando el cerebro. Cae de rodillas, apenas sostenido por uno de sus secuaces. En una suave oleada de sangre se desliza el cuerpo flácido. De inmediato, cada hombre sale en completa mudez.
El Jefe toma tranquilamente los billetes, lamiendo su mirada burlona, a los atónitos jugadores oponentes. Se acomoda el chambergo. Sale pausado y se sube en el automóvil que lo espera. Desaparece por donde vino.
Huyendo de lo que allí se avecina, los obreros, cautelosos, escapan por entre las aberturas de las paredes. La noche tormentosa envuelve a cada uno con una bruma en capa de bondad. Se obliga silencio a los testigos. Nadie vio nada.
           
Apenas despunta el día el galpón está limpio. Nada muestra lo sucedido. El sol calienta las chapas y adentro de la zahúrda, se vende parte de la cosecha de patatas que, en varios carros, ha entrado desde las cuatro de la mañana. Se han desembarazado de gallos y despojos. Un auto policial da una vuelta por los alrededores sin mayor convulsión. Es seguro, los mandaderos de Rearte han hablado.
 Acá no pasa nada. La calle transitada como siempre. El tranvía, indiferente, hace sonar su timbre avisando a los chiquilines que se tiran delante de la parrilla para susto de los transeúntes. Las mujeres compran magros pucheros. Los muchachos siguen con juegos de la vagancia. Nadie vigila los movimientos por un pacto gregario. Todo es terror al Jefe. A sus secuaces.
            El Enano, ahora vestido de paisano, se ha acodado en la puerta y observa astuto a cada tipo que camina por allí. El paisaje es de una bella estampa familiar.
           
            Llega un furgón de la comisaría del oeste. No es la gente sobornada por su patrón. Son de otro cuartel. Apremian. Obligan a mostrar las papeletas. Dar nombres y domicilios. Preguntan por Leiva y por el Jefe. Hablan de Rearte y de sus importantes contactos con los diputados. Revisan palmo a palmo cada rincón del cuchitril, sin encontrar nada. Nada. Ni sombra de sangre. Ni olor a gallo, ni a humanos avinagrados por la ira.
            De pronto aparecen dos coches negros con cuatro fulanos bien trajeados, zapatos de charol lustroso, sombrero de fino tope. Descienden y caminan ansiosos por el lugar. Uno se para junto al Enano, que indiferente, secunda a los carreros. Disimula su miedo. Anota ágil, cada pila de bolsa que descargan.
Los diputados esgrimen sus fueros opulentos. Son los que dominan el otro lado de la ciudad. Parecen sabuesos. Con pasos felinos atraviesan tratando de tropezar con algún indicio de Rearte. El suceso es una trampa mortal. Nada. Nadie. Todo está en su lugar. Inocente, un gato se lava la pelambre negra sobre el taburete del Enano. Se acercan con suavidad deslizando al chaparro un sobre. Queda en la mano reducida. Hacen un gesto y salen. No se vuelven a mirar.
            Cuando logra sobreponerse a la sorpresa, abre la nota. Encuentra mucho dinero. ¡Nunca volverá a ver tanto en su vida! En silencio guarda bajo el poncho el unto. Pero conoce bien al Jefe. Ni soñar la traición. Hombre muerto seré. Pero siempre hay un pero y se pone a imaginar. Deja pasar los días. Le manda un mensaje a Don Leiva. Quiere hablar con él.
            Al principio el Gallo Leiva se resiste. Tiene miedo. Es buen consejero el terror. Pero se afloja lentamente. Sueña con rehacer su puñado de gallitos bravíos. Hay mucha guita de por medio. Hay poder.
            El berretín de don Leiva son los gallos de riña y le hicieron una mala jugada. Perdió a sus mejores emplumados de pelea con los uruguayitos. Aprieta el facón a la espalda, se cubre con una gabardina enorme. Se sube al tranvía que va para el oeste.
            Cuando pasa por Valentín Alsina, desde la ventanilla, ve pasar un cortejo fúnebre y se toca los güevos como le enseñó su abuela.  ¡”Trae suerte muchacho. ¡Aleja la mufa!”. Pero un frío letal le atraviesa la espalda.
 Nunca traicionó a nadie y es muy macho para eso, pero tiene entre ceja y ceja, la mala racha de esa noche. Agranda el odio. Los gallos. Sus adorados gallitos. Y ese hijo de mil putas que le hizo esa cabronada. Tiene que hacer algo y él lo va a hacer.
            Suena la campanilla y se detiene el bondi, dejándole el espacio mínimo para descender en la avenida donde viven los bacanes. Camina apurado las dos calles que lo separan de la casona del Diputado. La magnífica mansión es enorme. Tiene rejas españolas. Un parque parecido al de un rey. Dos hombres custodian una enorme puerta con herraje dorado. Igual, detrás de esos ventanales no ve a nadie. Se esconde y observa. Algo le comienza a subir por las piernas como una hiedra venenosa, el miedo helado, se enrosca en sus pantorrillas. Sube y sube. El corazón está por estallar. Ve el auto negro. Él conoce bien el nuevo Mercury negro. Está apoyado en el brillo espejado un chofer.
 De pronto, lo inexplicable. Él conoce bien al Rengo Millán. Es cómplice del Jefe. Pero es a quien ve salir, restregándose las manos, junto al Enano” que corre tras de él asustado y arisco. Suben rápido al espléndido automóvil que se aleja.
 Luego, aparece un furgón con el escudo de la gobernación. Descienden dos hombres vestidos con traje oscuro. Parecen empleados de funeraria. Se toca otra vez. Abren la portezuela de atrás y sacan siete jaulas con gallos de riña. El Gallo Leiva comprende.  No va a caer en la trampa. Su berretín se va desdibujando en un frío que lo ahoga.
            Sale el diputado sin siquiera amagar pararse; sus hombres de confianza miran hacia todos lados. Lo cuidan. No le teme a nadie. ¡Así son los negocios!
Leiva se achica tras el gran plátano que se descascara como él.  Se cubre bien con el piloto y camina rápido desandando la calle que atraviesa urgido por el terror. Se aleja. En otra avenida paralela, que le parece eterna, sube casi sin aliento a un taxi. No se detiene. ¡Cuánto más lejos mejor! “¡Al puerto, a la Boca!”. Allí están sus amigos.
Llega y se baja sin aliento. Corre por la dársena empedrada. El Cholo Quisque lo ve tan desalentado que sin preguntar siquiera, pone en marcha el motor de su lanchón herrumbrado y apunta la proa a Montevideo. El agua negra del Río de la Plata, lo esconde con un vapor sediento de misterio. Allá en la otra orilla estará un tiempo tranquilo. ¿Tranquilo? Tal vez en la otra orilla logre estar por un tiempo sin el pesar que lo ahoga.
Una ráfaga helada le vuela el chambergo. El rostro ceniciento está deformado y en silencio. Flota un minuto el sombrero en los remolinos del río y se pierde en la bravura del agua.
Puta con el enano de mierda. ¡Cholo, traeme un vino tinto para no pensar!
Bebe en silencio.

           

TOMERO



Cuida tu acequia tomero,
verde descuento de tiempo
venas de agua transparente
que fina cabellera  enreda
color  de raíces blancas

rosas de rojo fuego
se deslizan entre el musgo
delfines de nubes prietas

los sauces espejan verdes
esterillados de ensueños
hamacando entre las ramas
escamas de su silencio.

Tomero ¿dónde ha quedado el clamor de la alameda?

Ayer cubriendo la espalda
del cerro se fue durmiendo
junto a la sobria hojarasca
crujiente de la alameda
la figura esperanzada
de hombre de barro y piedra
oro ha sembrado a su paso
mezclando sudor y cepas.

Tomero ¿dónde ha quedado el clamor de la alameda?

Yo he visto el cielo plomizo
demorado en la tormenta
He visto cerca al infierno.
cayendo con bronco hielo.
Entre las setas y hongos
que afloran en el suelo
el agua pura del cielo
regala viñas de ensueño.

Tomero ¿dónde ha quedado el clamor de la alameda?

Llegará otoño a la tierra
los frutos de los viñedos
Arrogantes en sus taninos
darán color al racimo
que de los parrales cuelgan.
Vino nuevo en los barriles
añejándose en silencio.

¿Tomero digo tu nombre? Tu nombre es tan sólo…¡Espera!

ENTRE RECUERDOS Y OLVIDOS




—Me toca a mí hoy, es difícil, pero lo cuido yo. Mañana que lo cuide el que pueda —dice la muchacha y se agacha frente al anciano que dormita en la silla de ruedas.
Un mechón de cabello canoso cae desprolijo sobre la cara del hombre. Las manos, largas y ajetreadas descansan deformes sobre los brazos del armatoste. Sólo en la noche lo ponen en la enorme cama con dosel y pintura desvaída que tuvo mejor memoria.
Con un movimiento brusco la atrapa. Los ojos celestes del viejo la observan y le mete la mano por debajo de la falda. Ella le da un golpe, grita.
—Abuelo, quieta la mano. Soy Eleonora, la hija de su hijastro Jurguens. Quieta la mano. Un poco de respeto. ¡Viejo zorro! ¡Bien que sabe, mujeriego, baboso!”  —la joven esquiva la mirada febril del viejo—. ¡No me busque…! ¡Seré como una fiera cuando le cambie los pañales o lo bañe! No soy su mujer —se sienta y comienza a depilarse con delicadeza la pierna.
Mañana es el día, la familia toda es un avispero. Buscaban para que represente al Club de Tiro en la Fiesta de la Vendimia de Junín a una joven bonita como ella. Es alta, de cabello negro y ojos celestes. Es esa perfecta mezcla de criollos y europeos que llegaron a poblar Mendoza. Una figura esbelta y grácil.
Ella es el sueño del pequeño paraje al que llegó después de rendir varias materias de su carrera de Relaciones Públicas. Eleonora ha sido protegida desde niña. Ahora su madre, mujer dedicada al cuidado de la finca, junto al marido y al anciano, sueña con ver a su hija mayor con la capa y la corona distrital. ¿Y por qué no departamental?
El viejo se sacude la modorra y la mira.
—Eres tan bella como mi primer esposa. La conocí en Marsella cuando escapaba, de país en país, buscando salvar mi vida. Yo tenía siete años, cuando se produjo la revolución y mi padre me puso en manos de unos extraños.
—Ya me lo contó mil veces, abuelo. Que su mamá murió frente a usted, que le cañoneaban la ciudad y degollaban a los campesinos que no se adherían a los revolucionarios.
¿Te conté cómo llegué a este país? ¿Por todo lo que pasé? —pregunta el anciano y enseguida dormita.
Eleonora se hunde en su recuerdo, en su infancia tranquila, pero llena de historias de guerra y metralla. Piensa qué haría ella si de pronto le destruyeran su casa, su familia, sus amigos y su país. Mira al abuelo. Apenada, le acomoda la colcha tejida con restos de lana multicolor, sobre las piernas. La mano rígida vuelve a tratar de subir por sus largas piernas enfundadas en una pollera de muselina. Usa una gastada remera con el dibujo de Mafalda. Lo esquiva. Se ríe y él, acompaña su risa con la boca desdentada y seca.
—¿Quiere un mate? —ofrece ella.
—No, usa mi samovar y prepara un buen té. Allá en Rusia, siempre había un samovar en cada casa. Aun en la más pobre. Y té caliente esperaba a cada campesino. Hacía mucho frío.  A veces hasta cuarenta grados bajo cero. Cuando papá me entregó a aquella gente, apenas me dio una cadena de oro y sus anillos. No tenía nada. Me los quitaron en cuanto salimos de la villa. Y se fueron. Quedé solo y me escondí en un carromato lleno de paja. Mis padres nunca supieron. Estaba solo como vos.
El sueño del viejo es más profundo. Eleonora observa que de los ojos dormidos, caen unas tenues lágrimas que se desparraman por la piel arrugada y se pierden en la boca entreabierta. Sin dientes parece una máscara lamentable.
A las siete, aparece su madre con las manos rojas y doloridas. Ha cosechado duraznos y los cajones se apilan en la tierra blanquecina. El desgastado delantal es un muestrario de los jugos dulces que emanan de la fruta. “Don Antenor vendrá dentro de media hora a buscar los cajones. Me baño y te ayudo. ¿Cómo se ha portado el viejo?”, dice y  sale sin esperar respuesta. La rutinaria vida es extrema y dura. La muchacha, comienza a preparase para la noche.
Se bañó, se sacó esa suerte de tiras de tela que le enrulan el pelo. Tiene el perfume dulzón de las manzanas convidado por el papel de los ruleros caseros. El cabello cae como cascada de fuego oscuro sobre su piel tostada por el sol. El cielo turquesa de su mirada, despliega historias de amor entre gente antigua. Tiene una mirada envolvente y labios sonrosados. Dos hoyuelos insinúan un frágil mohín aniñado.  Sobre la cama ha desplegado un vestido, del color de sus ojos, que espera abrazar la espléndida figura.
El anciano despierta. La mira.
—¿Ingrid o Hilse? Eres como una de ellas. Hermosas mujeres me calentaron la cama. Claro que sucedió mucho después que entré en el túnel negro del barco, donde me escondí en el carbón de los fogones. ¿Te conté que pasaron tres días y, muerto de sed, me mordí una vena? Mira todavía se ve la cicatriz. Lamía mi sangre para no morir de ansiedad, angustia y hambre.
Sí, abu, me lo contó mil veces. Cambie de historia, ya es muy vieja.
—¡Ustedes no entienden! La muerte me seguía por todos lados y  trataba de distraerla. La distraje hasta ahora. Suele venir a verme y le hago una pirueta y se aleja. ¡Por ahora! Se aleja por ahora. Pero viene, siempre viene. Te hablaba de Hilse. Una mujer bella, casi como tú. Alta, de piel casi azul, tan blanca y ojos celestes como los de mi hijo Iván. Murió en 1955. La polio.
—¿Quién?
—Mi hijo Iván. Eso dijo un médico. Hilse se atormentaba en la pena. Se fue. Me dejó. ¡Todos me dejan! ¿Y tú, Eleonora qué harás cuando te coronen reina?
¡Abuelo usted qué sabe?
Yo sé. Eres la más bonita de las muchachas. Verás, serás una reina y corearán tu nombre miles de personas allá en el parque.
—Vamos, viejo, no divague. Con suerte esta noche seré candidata al cetro de Junín. 
            —Serás la reina. Eleonora 1ª. Ya verás.
El viejo vuelve a su sueño errante y la muchacha se prepara. Ya pasada la hora del crepúsculo, sale con su esperanza hacia el círculo social.

Una muchedumbre se para a aplaudir a la hermosa joven que se desplaza por el escenario. Estallan los fuegos artificiales. Allá en la finca el anciano murmura “Ya lo sabía, mis amores, tú Ingrid, y tú Hilse me lo han dicho. Ella será la reina”. Y se sumerge en la profundidad de las sombras. 

viernes, 10 de enero de 2020

LA VENTANA




            Hacía como cinco o seis días que la ventana de Maricarmen estaba cerrada. Raro. Ella siempre insomne, al amanecer la abría y colocaba en un gancho  la jaula de Jazmín, su canario. Nunca supe si era macho o hembra.
            Me acerqué a la puerta y golpeé a las once más o menos, de paso a la panadería. No acudió nadie a abrir o responder. Es verdad que ella vive sola. El vecino intrigado me preguntó qué hacía ahí, y como yo lo detesto por gruñón, le hice un subir y bajar de hombros para no decir nada. Cerró la puerta de un golpe. Masculló un insulto, el muy bruto como siempre. ¡Siempre molestando, quejoso y malhumorado!
            Recordé que a las siete, pasaba el lechero y dejaba una botella a la sombra del dintel de la puerta de la mujer, pero hoy no estaba.
¿Ella la entró o él no la dejó? Seguí mi camino y compré el pan fresco y perfumado, unas tortas “raspadas” y otras de azúcar negra. Que adoran mis nietos. Sentí una cierta curiosidad cuando pasó una ambulancia y se detuvo en la puerta de Maricarmen.  
          Al no responder nadie siguió camino seguramente a atender otro llamado. Don Tulio, el panadero, me preguntó ¿Quién era ese joven robusto que desde hacía dos o tres días entraba y salía de la casa de mi vecina. Yo no había visto nunca a nadie y ella no me había comentado sobre nada que se relacionara con un visitante. Lo saludé y salí hacia mi casa. Frente a la ventana cerrada, volví a golpear. Esta vez sentí ruidos dentro del caserón que por antiguo, tenía las aberturas muy enclenques.
            De pronto se abrió la puerta y apareció una mujer de mediana edad, pelirroja, de ojos grandes y saltones y vestida con ropa muy atildada. Su cara de sorpresa debe haber espejado la mía. Tornó de disgusto a ira. ¿Qué quiere? Dijo enojada. Acá no podemos darle nada. Mi tía está muy grave. No moleste y cerró la puerta en mis narices.
            Salí enojada y al llegar a casa llamé a la policía. Yo sabía que Maricarmen no tenía familia. Cuando llegaron a esa casa, ya la mujer, estaba muerta. ¿Qué raro, ella era una señora sana, de metódica y sobria? ¡Muerta! Un policía se me acercó y comenzó con preguntas insólitas. Respondí a todas.
            Ella había aparecido ahogada, con un almohadón sobre el rostro, boca arriba y asfixiada . su querido canario sin cabeza sobre el pecho yerto. ¡No había sangre por ningún lado! Nada fuera de lugar en apariencia. Limpia y prolija la casa como era ella. Sólo se veía, dijo el inspector, una botella de leche volteada sobre la mesa a medio llenar.
            De pronto apareció un hombre joven, con ojos descompuestos de rabia. Abrió un cajón y sacó unas carpetas con papeles amarillentos. El grito se escuchó en todo el barrio. ¡Esta vieja de mierda, dejó un testamento que beneficia al gato y al canario! Este infeliz se comió la cabeza del canario. Y así, de repente el muchacho, se cayó desmayado. El gato, indiferente siguió lamiéndose la leche con mucha tranquilidad.