viernes, 26 de junio de 2020

LA NOSTALGIA




Las paredes de la sala están soñando una piadosa pintura que oculte la humedad y las grietas del tiempo. Los postigos caen como mechones de crines verdosos sobre los alfeizar de las ventanas. Sin embargo, se siente la tibieza de los fuegos que se entremezclan en el aire desde la cocina. Imelda, hace magia con las ollas y el cuchillo del abuelo. Saca exquisitos menús de la pequeña huerta y el gallinero. Algunas veces, los primos traen liebres o conejos silvestres que cazan en los campos del patrón. ¡Siempre a escondidas, puesto que él, ha prohibido que se cace en su finca! Todo es de su “señoría” y los muchachos como aventura se van en días de niebla o lluvia y hacen sus “fechorías”. Comer esas delicias es nuestro privilegio casi infantil.
Este otoño, nos propusimos recolectar setas y hongos, para lo que Diana y yo, salimos por los caminos a buscar en los pinares los tan codiciados por Imelda.
Esa mañana, cuando regresamos el patrón nos obligó a darle nuestra cosecha de setas. Yo, me quedé llorando. El viejo gruñón es maligno. Es tan avaro, que se le revientan los pantalones en los bolsillos por llevar monedas y billetes. No suelta nada, y a veces cuando anda husmeando por la zona, es sólo para ver si los muchachos están cazando o holgazaneando en los bosques de pinos juntando piñones.
Lamentablemente encontró a Bernabé con dos liebres colgando de su espalda. ¡Se armó de una fusta y lo puso de rodillas para golpearlo hasta sangrar! Y no pudimos hacer nada. Yo fui a buscar al boticario, que llegó y al verlo se estremeció. ¡Es un demonio, este hombre, dijo! Se lo llevó en grupas del caballo hasta la ciudad. Dejó una queja en el cuartel de policía. Pensó que podría ayudarlo. Fue peor. Lo arrebataron de la sala donde lo curaban y lo llevaron al cuartel. Yo supe por un vecino que nos avisó.  A la tarde me preparé. Le llevé una cesta con queso y pan que hizo Imelda. Y cuando lo vi casi muero de pena. Lo habían dejado en el cepo, colgaba con la cabeza abajo y le sangraban las manos. Le dejé a un guardia la comida. Me prometió que le daría. Lo dudo. Corrí calle abajo y regresé a la casa. Vengo de verle la piel, hecha jirones, con diez golpes, marcas de sus manos que acariciaron mi cuello, sin ningún sobresalto en cada una de mis siete palpitaciones del corazón desgarrado.
Imagino que así debe ser la vida en el futuro, sólo penas y resistencias.

EL CÍRCULO INFINITO




            Euterpe se asomaba en el pinar con su flauta de plata. El sonido saturaba la belleza de la brisa. El agua caía derrochona en el pedregal desde la altura de cornisa al abismo. Así la soñó el chico rústico que pastoreaba en la colina del poblado de hispania. Los animales caminaban entre las piedras buscando hierbas frescas sin rodar por el risco.
            Jordi se despertó y miró el sol que se iba recostando en la frontera este y calculó que pronto escucharía las campanas de la ermita que llamaban a oración. Su alforja llena de setas y piñones llenarían de alegría a su abuela y a madre.
Tenía frío. Sentía sus piernas duras por el aire helado que azotaba en esa zona que le permitía llevar su majada a pacer. De la bolsa que llevaba atravesada al pecho sacó un trozo de pan de centeno y queso de oveja que hacía su madre. Estiró los brazos y el cuello, que entumecido le permitió soñar con otra vida.
Recordó la figura que le mostró don Jaime, el padre cura, con las imágenes de una señora con un niño pequeño en brazos, retozón el crío. Le había hablado de tantas cosas que se mezclaban en su corta frente, y su corazón razonaba que no podía ser que en ese lugar tan lejos de la gente, se viera una dama tan gentil y bonita como esa.
Bajó por la pedrera hasta la casa, metió la majada en el capril y se animó a entrar. Por la puerta del frente vio un caballo ensillado con alforja de cuero y plata que brillaba, con los últimos rayos de sol del poniente.
Entró, callado y simple. Vio a su madre en el suelo. A su abuela en el lecho. Un charco de sangre envolvía el silencio. Un cuchillo en la mesa. El fuego que apenas iluminaba la figura de un hombre. Era don Jaime que sostenía el cuerpo de su padre con un tiro de pistola en las sienes.
Jordi no entendía nada. Don Jaime se acercó y abrazó al niño. Tu padre ha bebido tanto… que perdió la conciencia y ya ves, ahora estás solo con tus ovejas. Cayó de espaldas y vio a Euterpe que venía caminando con la flauta de plata y besaba su frente y la música envolvía la estancia donde todo parecía que estaba en medio del pinar, y la bella Señora con el Niño se acercaba a besarlo en donde había caído como un trozo de piedra.

lunes, 22 de junio de 2020

EN LA MONTAÑA




Mezcla de piedras y misterios que esconden su magia milenaria.

Ancestro de imágenes de cielo, tormentas y nieves invernales.

Aquí duermen los pájaros sus sueños de libertad y gloria.

Aquí surge el sonido de los árboles como oropeles de plata y oro.

Aquí se necesita cerrar los ojos y abrir el alma de la vida.

Y se mezclan los clamores milenarios de las borrascas y sus soles.

Los que son y los que fueron van quedando plasmados en las piedras.

No hay nostalgias por los verdes y perfumes, el polvo envuelve.

La centenaria transformación del agua que discurre en chorrillos.

El grito o el vuelo del ave solitaria que recorre el aire en las altura.

Me detengo. Me escandalizo por la fiebre del zorzal y el picaflor

que vuelve sobre las flores silvestres y los frutos salvajes que maduran,

Los cotoniaster proveen de frutos rojos con su sangre agreste. Las aves

que regresan a sus nidos y la llave de ramas rotas en la tierra reseca.

Mi montaña despliega su magia, sus duendes y sus cruces en vigilia.

Y yo sueño con develar las profecías de la tierra y de las rocas.


SOLILOQUIO DE UN PERRO



            El ruido me volvió loco. Salí tan pronto pude. Corrí con la fuerza que mis patas me lo permitieron hasta que de pronto me di cuenta que estaba en un lugar desconocido, lejos de mi hogar. ¿Pero a quién se le puede ocurrir hacer semejantes estallidos en medio de la noche? Es cierto que el cielo se pobló de luces d colores, pero con el miedo que tuve no miré mucho. ¡Qué miedo! Me acurruqué debajo de unos ligustros y allí me quedé dormido.
            Un ser humano joven me vio y me levantó, me acarició y como yo temblaba, me dijo…Napoleón debes ser mi guardián. ¡Pero cómo si yo me llamo Tom! Quiero ir con mi dueño. Él, es bueno conmigo. ¡Eh, llévenme con mis niños queridos!
            Nada. Yo ahora soy Napoleón y convivo con una verdadera jauría de perros que tienen diverso carácter, poca educación y algunos son hasta sucios. La más vieja es una hembra; se llama Aída. Es casi ciega y no tiene dientes, cosa complicada para uno de nosotros. ¿Cómo roe los huesos? Es cómico verla comer. Es la única que puede entrar a la casa. Nos vive gruñendo por todo, en especial a uno que se llama Chaplin y es tuerto. Ese pobre tiene la pata trasera rota y se arrastra.
            Anoche me llevé un gran susto. De pronto apareció una rubia, de pelo largo y vestida de minifalda roja con brillo y se acercó para hacerme cosquillas en la panza, yo salté… ¿quién era esa? ¡Eh, tonto, soy yo Brian! Era mi rescatador, vestido así, todo como mujer…detrás venían otros dos u otras dos, una pelirroja y una morocha,  vestidas con ropas raras, con los labios pintados de rojo y muchos colorinches. Eran Jonathan y Omar. ¿Adónde van estos así, pensé? Tendré que averiguar.
            Me acerqué prudente a Fidel, era bastante viejo pero no me gruñó. ¿Che, porqué el Brian y los amigos se visten así? ¡Ay, loco, nada, son trans! ¿Qué? Son Transexuales. ¿Y eso qué carajo es? Se sienten minas. ¿Cómo? Nada, loco, es tan antiguo como el viento. ¡Ah, yo no sabía! Yo vivía con una familia muy rara, pero nunca así. Ellos se juntaban a rezar entre muchos y leían libros, que decían sagrados. Eran buenos mis dueños. Estos también, a mi me rescataron de una tarada que me ataba y me pegaba. Por eso un día pasó don Micheel y me agarró, me desató y me trajo. Él, es raro, pero bien piola. Gracias por darme una lección, Fidel.
            Me fui por el pasillo del fondo y me quedé pensando en mi destino. De dueños serios y religiosos, a amos “trans”; ¡qué cambio!
            De día todo era casi normal, para mí, que creía en lo “normal”. De noche se armaban unos raros encuentros de música ruidosa de la que yo sólo espiaba. No me gusta el ruido. Me da miedo. Una noche llegó una perra, hermosa, algo herida. Le decían Madona. Era linda. La bañaron y la perfumaron. Se armó un revuelo entre los machos. Yo la defendí y se quedó junto a mí. Era inseparable, pero yo no tenía ganas de complicarme la vida con hembras, ni con machos; por lo que tomé la medida de cuidarla sin darle mucha importancia.
            Un día de mucho calor, don Micheel sacó un auto rarísimo. Atrás llevaba un cajón de los que usan para los muertos. Él, vestido con un pantalón de baño a lunares celestes y rosados, cada uña de las manos y pies pintadas de colores y el pelo color verde, con una chaqueta de piloto de color naranja, se metió en el cajón y acostado se hizo llevar por el chofer a un “recital en un teatro”. No me animé a seguirlos, me podía perder. ¡Pero qué loco! Fidel se me acercó y me contó: ¡Nuestro amo, es un músico famoso, lo adoran multitudes! Tiene ganados discos de oro y platino. ¡Es un genio musical, medio desquiciado, pero es muy generoso! Nada. Hace cosas raras, por eso lo dejó la madre del Brian. ¡A la hija, la metió al río cuando era chiquita para ponerle el nombre y casi la ahoga…lo llevaron preso! Me jodés. ¿La bautizó en un río? ¡Está más loco que yo! No, estaba volado con marihuana. ¿Qué es eso? ¡Che, Napoleón, sos tonto! No, nunca supe de esas cosas. Es una hierba. Déjalo así, mejor ni te cuento.
Cuando la ví a la chica la miré diferente. ¡Pobre! Bautizarla en medio de un río. Y nombrarla con un “Sirenita”, como si fuera un cuento infantil. Quisiera volver con mis dueños de antes. Pero no creo posible que los encuentre. Acá son raros pero me dan bien de comer y me siento cuidado.
Cuando don Micheel, llegó, se tiró por la ventana a la piscina. Yo pensé: este idiota se mató. ¡Salió nadando como un pez! ¡Qué extraños son los humanos! Gracias a la vida que nací perro.
Mañana, voy a intentar salir de casa para ver si me oriento y regreso a casa. ¡Pero me da pena Madona, está tan triste que no quiere comer si yo no estoy cerca! Es una chica buena, algo remilgada, siempre se esconde de los otros perros y es amiga de los gatos… ¡Increíble! Se deja bañar por una gata vieja que suele desayunar en la casa con Brian en la terraza. Mete sus patas en la taza con café y se lame sin pudor. Y el muy cochino de Brian, sigue bebiendo el café como si nada. ¡Un escándalo ver las costumbres de estos nuevos amos! Si me viera mi otra dueña, diría que están endemoniados. Son algo exagerados, son mugrientos, nada más.
Recién escuché una riña entre Fidel y Aída. Parece que alguien se robó la comida de la mesa de la sala donde están todos los instrumentos de música. Por las huellas era el Fidel. ¡Extraño que un buen perro robe comida siendo que acá sobra para todos! Me puse a espiar y descubrí que era una amiga de Sirenita, que trajo de la calle. Escuché la palabra “indigente” y me acordé que mi dueña anterior cocinaba para esos, los indigentes. ¿Conocería a mis amos? Tal vez me lleve a su casa. Me acerqué y descubrí que tenía en el bolsillo un reloj del amo. Le ladré fuerte. Me pateó. Se amó. Vino Aída, Fidel, Chaplín, Caruso, Tita, Tosca y Beethoven y ladraban como locos o gruñían a la piba. Brian se dio cuenta que pasaba algo y la agarró del pelo. Le sacóo de un tirón la peluca. ¡Era un tipo! Me dio una patada y di como mil vueltas por el aire,  lo mordieron todos los muchachos, hasta Aída sin dientes…!
Ahora soy el rey del grupo. Todos me tratan bien. El amo, se acercó y me puso sus flacos dedos en el lomo. Y se sentó al piano y me cantó una canción que hablaba de mí. ¡Qué suerte que tengo! Soy un perro muy suertudo. Madona me hace cariños y me lame la herida que me dejó la patada del ladrón. ¡Es divina Madona! Pero no se lo voy a decir. No quiero tener problemas con hembras.
¡Napoleón…, vení! Me está llamando el Brian, otra vez está vestido de “mina”, ¿qué quiere ahora? ¡Ay, me quiere poner un vestido de lentejuelas! Yo me voy. Soy un macho. Déjenme de cosas raras a mí.



REVIVIR

Logré poner mis ojos calientes sobre la árida margen de tu vida. Reviviste.


En esa arista deletreo un amanecer sin calor ni relatos.
Sostengo una tea que ilumina el recinto oscuro de la garganta
donde anidan los colibríes multicolor y las serpientes.
En la hendidura de un socavón hay estalactitas de lágrimas.
Un ronroneo aislado en la arena del camino hacia el hueco muerto
de la tarde de jueves, con la ventana abierta para el gato que salió
ronroneando con mordiscos feroces el aire de tristeza.
Me resisto a continuar esta vida.
¿Acaso será diferente a la de siempre?
Envolverá el césped recién segado luego que la lluvia invada
con hermosas dalias y azucenas azules,
            cayendo por los cristales de mi alcoba.
            Revivirte. En mi sueños nocturnos de verano.
Un rocío de vino sobre el mantel de lino bordado antaño. Cae.
Luego de la sonata de Chapín, que se recicla en la radio antigua,
una mano pasará por la piel tibia en la aridez de la tarde.
Quedaré tan sola como en la caminata de la playa al poniente.



           

UN EXTRAÑO EN LA TIERRA




Llegó con el silencio y sigilo de los desconocidos. Pantalón de lona y alpargatas viejas. Un sombrero sudado y deforme como las manos en sarmientos resecos, artríticos y secos. La mirada gacha, agazapada en desuso de amistades y vecindad de hombres.
Tez morena y piel desgajada con el sol salitroso de las viñas. Sediento, se agachó sobre un grifo y bebió con ansias el líquido que fluía a borbotones. Un raro ruido partió de la garganta del hombre. Me pareció un desgarro de animal doliente.
Me tendió la mano y pronunció un saludo. Albano Sosa, para servirle. Me sequé las manos en el delantal, estaba amasando el pan, y le estiré mi mano, que como paloma blanca se perdió entre los cayos de la suya. Sombrero en el pecho con la otra, artrítica hasta el dolor de ser hachero y podador.
Busco trabajo, si lo tiene. Dijo en un masticado decir de castellano de poco uso. ¿Casa y comida como pago? ¡Ah, algo de tabaco para el vicio! Su cabello ralo, hirsuto y graso, se despeñó sobre los hombros y la espalda. Era un hijo de la tierra, nativo auténtico que arrastraba su indefectible pobreza y pena.
¡Eustaquio…! ¡Eustaquio, venga acá, lleve al hombre al cobertizo a ubicar sus petates en un catre! Ingresé en la casa, los fuegos crepitaban en el fogón donde pronto se cocinaría el pan y los pucheros. Cuando sonó el golpe del arado, que cuelga del peral del patio; aparecieron los obreros y se fueron entando en el tablón debajo del parral. Cada uno con su tristeza o alegría incrustada en el rostro o la mirada. Llegó el forastero.
Eustaquio baquiano, les dijo el nombre en un sustituto de presentación pueblera. Se sentó en una punta y alguien le acercó un plato y un tenedor, no había cuchillos a la vista. Un jarro de latón con agua. ¡El vino sólo en sábados de fiesta! ¡Hay que evitar peleas y refriegas!
Se bendijo la comida, costumbre de los campos de mi tierra. Y los platos rebosantes de carne y verduras con sabor a romero y laurel, despertó el hambre agazapada en los trabajadores de las viñas.  El pan caliente y sabroso, hecho recién por mis manos inquietas mejoró los rostros y alguno hizo un chiste y otro le contestó en su lengua. Después una canasta con frutas de la chacra. Y cada hombre se fue a descansar bajo un árbol del huerto o de la parte cercana a las acequias.
Albano, se levantó del banco y comenzó a recoger los restos de pan y pequeños trozos de carne adherida a los huesos. Los guardó en una pequeña bolsa y se fue a su catre. Se quedó dormido, sus ronquidos se escucharon desde mi dormitorio. Igual mi quedé dormida.
Un murmullo de hombres sorprendidos me despertó. Eustaquio hablaba con Albano. Había estado preso. Había encontrado a su mujer en su lecho con su compadre y el cuchillo voló. Una nube de sangre cubrió los cuerpos. Se presentó al comisario con la faca y fue para adentro. ¡Un gaucho no tiene quien lo defienda!
Me quedé perpleja. ¿Qué hago, lo sigo conchabando o lo echo? Lo hablé con mi vecino, Don Mauricio Ojeda. ¡Dele una oportunidad María! Así lo hice.
Han pasado diez años. Eustaquio nos dejó y lo llevamos al camposanto de Villa De La Cruz. Y es Albano el que lleva la chacra y los viñedos. Resultó hombre de pocas palabras pero fiel y sensato. Hoy  mi mano derecha.
    

miércoles, 17 de junio de 2020

AUDELINA




              Hablarte así no es fácil. Hace un tiempo que te veo desde mi ventana con el rostro contraído y mustio. Te vi., frente al piano, ejecutar por horas y horas ese concierto de Beethoven. Tu piel clara parece transparente. Tu cabello oscuro y travieso cae como enredado por tu espalda con la alegría que presiento no vives. He visto el rostro perfilado de tu padre discutiendo con el tutor de la familia.
            ¿Qué misterio es el que esconden sus gestos y palabras que desde la distancia imagino y no comprendo? Llegan las notas del piano, pero las voces se pierden con la brisa que esconde los preciosos diálogos. Y yo espero. Dejo mi pluma y me detengo en la ventana, para espiarte. Me enamora tu rostro y tu tristeza. Pienso en la diosa Erato que apaña el sortilegio de tus sueños. Me extasío mirando cada paso que atraviesa esa hendija por la cual te espío. ¿Es acaso el amor lo que tremola en mi pecho? Estoy cansado de observarte desde lejos. Se que tengo prohibido acercarme a tu casa, desde aquel día que caíste del caballo y corrí a socorrerte. Cuando llegué cargándote en mis brazos a tu puerta, el tutor me golpeó con su bastón de ébano y plata. Dejó una marca en mi cuerpo que atesoro. ¡Es como tenerte clavada en mi espalda! Aún me parece sentir el perfume de tu cabello y de tu piel. ¿Será verdad que eres libre o tienes un dueño inaccesible que te esconde? Tu madre, callada y triste suele salir por las tardes de verano, a caminar por las veredas de la calle, sola, con su rosario de nácar en la mano. La mirada perdida en quién sabe qué horizonte de ensueño.
            Una vez la ví, en cierta madrugada caminar por siete parapetos del caserón que dormía. Llevaba un ramillete de amuletos, eran cintas de colores desvaídos que manejaba con cierto respeto mágico. Cantaba unas canciones de delfines y sirenas. A un mar inexistente. Es tan bella como tu, tan frágil y distante. Corrió el tutor y tomándola de la cintura la condujo al interior de la casa hablándole quedo en el oído. Yo había mirado largamente tu ventana. Permanecía a oscuras como mi nostalgia de verte deambular por la alfombra azul de los silencios. Me agota esperarte. Cada madrugada insomne, dejó de escribir y me detengo llamándote en mi pensamiento…Audelina, niña amada.
            ¿Por qué tu padre sale y no regresa? Acaso es tan difícil cobijar dos pájaros pequeños y acunarlos en los brazos fuertes de su estirpe. Tendré que enfrentarlo un día de estos. Decirle que te amo. Pedirle que me deje cuidarte y cuidar a la dama que te engendró con corazón de seda. En mis sueños te beso, te abrazo y apareo, con las sutiles
voces de mi pasión juvenil. ¡Tan sólo en sueños! La realidad está ahí, presente en ese tutor que te acorrala en la sala. Lo veo y mis sienes se agrandan por la sangre que fluye como el torrente de un río embravecido. El corazón se dispara y grito como un león del desierto. No me oyen, porque nos separan los muros de la muerte. Él, me buscó en una noche aciaga de otoño, me llamó y al volverme, me disparó con un viejo fúsil de tu padre.
            Luego, desde donde pude verlos, me llevaron a un socavón y me tiraron. Quedé ausente de cuerpo, no de alma. Y después pude observar cómo sacaban a tu padre engrillado con cadenas infames. El tutor, lo denunció por mi muerte. Y… ahora se quedó contigo.
            Audelina ya no puedo protegerte. Hay un oscuro invierno donde me acurruco para no atravesar al mundo de los muertos. Quiero verte, seguir los pasos de tu madre que ahora camina sobre las cornisas, llora por ambas. Y por mí, te lo aseguro. Está muy bella, con sus pálidas manos tejiendo guirnaldas para tu frente y tu cintura donde crece una niña que será tan dulce como tú.
            Mañana, quizás puedas evitar que el tutor te esconda de los ojos de la gente. Camina tranquila, yo te sigo. Y por favor no cantes esas canciones tristes. El sol sale para ti en las mañanas. Y hay un pájaro de plumas blancas y copete rojo que te mira. Ese soy yo trasmutado en ave. Ábrele la ventana y comeré de tu boca y beberé de tu mano. Porque yo, sí te amo.



lunes, 15 de junio de 2020

ESA GUERRA


Comenzó la violencia. Ni tú, ni yo buscamos
ese mundo de guerra.
Desdoblé mi corazón
lo guardé en una caja con mil llaves
sellé mis párpados con sangre de mariposas bermejas.
¡Cuánto nos dolió¡ Nos expatriamos de los sueños.

Dormí mi materia de loca soñadora
llegaron como pesadillas los fantasmas
despedí  mis nostalgias
evité sumergirnos en la vieja tormenta
alejé la violencia con sonrisas
acaricié con nieve las heridas
Ni tú ni yo aceptamos estar contagiados de mentiras.


EL AMOR INCREÍBLE




           Solange no se llama Solange. Se llama Rosa María. Nació pobre, pero hermosa. La madre la preparó para ser una mujer dominante y con poder.
 Así vivió desde pequeña. Cuando cumplió la edad de presumir, la mandó a casa de una tía lejana, muy adinerada, de la capital.
            Luego, esa pariente la refinó, le enseñó inglés y francés y la presentó en sociedad. Pasó a ser la muchacha más amada y odiada del ambiente. Los jóvenes se acercaban para conquistarla, apenas la veían. Las otras jóvenes de élite no podían competir con ella.

            Bella, la mujer descendió del avión. Sus largas y bellas piernas se contorneaban sobre la alfombra roja y los tacones de aguja, hacían piruetas para evitar una caída sobre el breve camino. La brisa insufrible batía el ala del sombrero que sostenía con gracia entre sus dedos finísimos de uñas esmaltadas. La envolvía un velo de gasa que cubría el pantalón de seda tai. Sin un gesto que mostrara, de modo alguno, el disgusto que le producía ese vientecillo que le quitaba exquisitez, siguió recorriendo el corto espacio que la separaba de la sala VIP.
Era una reina. Era Solange que llegaba para encontrarse con el marido. Él había concretado ya, unos días antes los negocios, por los que ingresaban miles de dólares en sus cuentas bancarias.
            Un apuesto guardaespaldas traía consigo el abrigo, su bolso de mano y los documentos. Nunca hacía trámites de inmigración. Siempre tenía al secretario o al custodio de turno, para que le prestara asistencia. Tomaba un refresco o café según, el clima del lugar y la hora en la que la atrapaba el viaje.
 Un coche esperaba para entrar en la ciudad donde se alojaría por unos días. Su amado Gastón, la aguardaba en el hall del hotel que había elegido. Siempre optaba por una suite cinco estrellas.
            Los vidrios polarizados, no le permitieron ver que atravesaba una zona mísera y vulgar. Luego de varios minutos de carretera, ingresaron en un parador. Esta vez no era muy lujoso, sino una especie de cabaña cerca de un lago artificial. Enormes árboles de roble, pinos y sauces, se mecían entre los cerros que armaban una corona vegetal, protegiéndolos de la vista de extraños. Bien ambientado, el pequeño refugio, semejaba una cabaña del Tirol. Pero estaba en Sudamérica y en el país.
            Solange abrazó del cuello a Gastón, quien pudo sostenerla sin antes quejarse de su excesiva demostración de afecto. Frente al personal de servicio era inapropiado. En silencio, se compuso y le expresó que extrañaba su presencia ya que, después de la ausencia, había tenido varios compromisos que le produjeron angustia y el psiquiatra le había aconsejado el encuentro en ese rincón. Gastón sonrió y le hizo un mimo extra. Al retirarse el guardaespaldas, la tomó en brazos y la llevó hasta un sillón junto a la chimenea y fue sacándole la ropa. El cuerpo estilizado y frágil, de piel clarísima, quedó de un ampuloso color rojizo frente al crepitar del fuego. Con el ardiente solaz del amor se durmieron abrazados.
            Breves paseos por los alrededores le hicieron disfrutar un clima inesperado. Fresco, pero con un sol radiante, el aire le dejaba la tez seca. Para Solange, según su estilista, era malísimo, por lo que Gastón, contrató a un grupo de masajistas y personal especializado en cuidar a su mujercita.  Llegaron con un gran bullicio y alegría, pero pronto el celoso mutismo de Solange los hizo aquietar.
            Cada mañana se bañaban en la piscina de agua termal, más tarde venía un desayuno preparado por la dietista y una larga caminata, que dejaba a la pareja predispuesta al diálogo. Así comenzaron algunas discusiones propias de un matrimonio que tiene poco para hacer y mucho para disfrutar.
Gastón sentado en la terraza, que se extendía frente al lago, permanecía ratos en silencio. Hablaba por celular cuando su mujer estaba distraída. Luego, inventaba alguna excusa y salía en el Porche rumbo al pequeño poblado con minúsculos pretextos. Siempre volvía con un regalo, chucherías, ya que el lugar era bastante olvidado y apático.
Solange sentía que algo andaba mal. Llegó una nueva terapeuta y sus masajes fueron originales. Llenaba la bañera de mosto o vino blanco y tinto. Le hacía permanecer media hora inmersa en esa pasta viscosa.
 Después, con las manos enguantadas en fino látex, comenzaba a masajear desde los dedos de los pies hasta la cabeza y se detenía en el cuello. Con suaves movimientos y presiones hacía su tarea. Agregaba una charla amable sobre temas que despejaban la mente de Solange.
 Al tercer día, la hermosa Solange, comenzó a sentir mareos. Cada tarde un sopor doloroso le daba espasmos en piernas y brazos. Perdió el apetito y al ingerir alimentos sentía nauseas. Al quinto día, tenía una visión deficiente y se mareaba. Gastón preocupado le sugirió ir al pueblito por un médico. Solange se negó y prefirió que el galeno se acercara al hotel.
Llegó un hombre mayor, con signos de ser alcohólico y cuya traza impactó negativamente en la enferma. Lo despidieron sin más y decidieron completar los días que quedaban de descanso, pero hicieron regresar a la capital a todos los empleados contratados. Sólo quedó la terapeuta, por las dudas que Solange no se sintiera bien. Así, cada día, cuando salía de su baño de vino y mosto, su cuerpo estaba más y más dolorido y su mente confusa.
            Tan mal la veía el joven guardaespaldas, que comenzó a preocuparse. Trató de hablar con Gastón quien, sonriendo agradecido, le explicó que debía ser por algún alimento que había consumido en mal estado; o por el clima. Débil, la muchacha, ponía mucho empeño en hacer de la estadía algo agradable y feliz. Cada vez se sentía peor.                    
Una mañana, al séptimo día, al tratar de erguirse de su lecho, cayó sin conocimiento. La mujer que la vestía y le hacía masajes, la levantó en vilo y la trasladó a la terraza. Allí el aire puro y el sol, le dieron un poco de fuerza, Solange pidió el teléfono y por primera vez en años, habló con su anciana mamá. Ésta sorprendida, al escuchar la voz casi imperceptible de la hija, se desesperó. ¡Su reina estaba enferma!
   Hablaron mucho. Hablaron todo. Casi fue un encuentro de hermanas. La madre le pidió que observara cuanto ocurría a su alrededor. Le sugirió que su esposo podía estar haciendo algo dañino. Solange rió a carcajadas. ¡Gastón la adoraba!
Hacía unos días, le había regalado un auto flamante de marca afamada, había tomado dos seguros altísimos, para cubrirla ante cualquier contingencia, que le permitirían vivir siempre como lo que era, una reina.
Si llegaba a sucederle algo, Gastón, también cobraría una pequeña fortuna. Y además había invertido, para ella, en dos cuadros de un pintor llamado Kandinsky, famoso en New York.
A su joyero ya no tenía nada interesante para comprarle y hasta había ido a Italia, para que adquiriera la indumentaria de invierno en Módena, a un nuevo creativo que hacía furor en París en el mundillo de la moda.
La madre quedó en silencio y le recomendó que se cuidara. Ambas dijeron todo el amor que guardaban y Solange se despidió, prometiéndole que, cuando regresara a la capital, la buscaría para compartir un viaje a Madrid.
            Esa tarde, después del baño de mosto y vino, sintió un ardor enorme que le penetraba la piel, se desmayó y entró en coma. Tenía los labios de suave color morado, los ojos de tono rojizo. La piel verdosa le daba el aspecto de un fantasma. A las dieciocho y treinta, tuvo un estertor y su corazón se detuvo.
            Gastón le entregó a la mujer de los masajes, un cheque por doscientos mil euros y dispuso que la llevaran incinerada a la capital.
 Los restos de vino y el mosto en la bañera, fueron limpiados escrupulosamente por la masajista.




TANGUERO POR ELECCIÓN



            El campo se pintarrajeaba de luz a esa hora en qué los pájaros dispersan los insectos. El griterío de ranas y sapos despertaba a los que se habían atrevido a romper con los relojes naturales del sueño. El mate pasaba su peor momento, flaco de yerba y azúcar quemada unido a yuyos de aquí y de allá, saborizaba la tranquilidad de la garganta.
            Don Elías se acomodó el cinto, allí escondido tenía un viejo revólver que no tocaba sino para pavonearse en caso de emergencia. Un bolso donde apretaba el dinero para pagar a los cosechadores, soportaba el permanente pasaje de la vista aguda del patrón.
            Llegó a la finca la noche anterior. La cosecha magra por el granizo tempranero, dejó la mitad de la uva en el suelo. Algo de melesca y algunos racimos se habían salvado. El sesenta y cinco por ciento apenas, dijo el de la cooperativa. Sí, era cierto, pero a los hombres había que pagarle igual.
            El tractor atropelló suavemente los perros que intentaban robar algo del fogón nocturno. Salieron ladrando sin problema. En la parrilla dormitaba, sobre las brasas, un asado que merecían los obreros. La Florita se acercó con una “sopaipilla” y le tendió una servilleta. El hombre tenía tiznada la frente. “Límpiese don Elías”. La pava, que se desmembraba sobre la hornalla, tenía hollín de varias cosechas. Algunos gallos juntaban ganas de cantar aún, y las gallinas picoteaban alrededor del dueño y la mujer.
         —¿Doctor, alguien sabe que usted vino anoche? ¿Y si se aparecen todos juntos, no habrá camorra? Anoche chuparon mucho. Era vino viejo, lo que queda, pero tontos no son. Ellos saben—. Sin esperar respuesta la Florita se levanta y se mete de lleno en la cocina.
         Don Elías sigue cebando mates suaves y lavados, pero con sabor a menta y cedrón. Comenzaba a amanecer. El rojo círculo entrelazaba su luz con los viñedos, que ralos ya, ponderaban el paisaje.
            El hombre había nacido en la tierra y por esfuerzo de su padre, tuvo que emigrar a la ciudad para ser abogado. Aún se regocija y estremece de placer al ver la finca. Harto de expedientes y códigos, añora su vida juvenil, cuando ayudaba entre hilera e hilera, atando o podando la vid. Simplemente colaboraba cuidando el agua, para que el gringo de la otra finca no se robara, de madrugada, ese oro imprescindible.
            Recordó las noches de luna, allí junto al zanjón, con la escopeta aperdigonada con sal. Evocó a su madre, esa extraña libanesa de ojos negros y profundas ojeras que, silenciosa, seguía viviendo como en otro mundo. Única mujer entre ocho hermanos, su madre era sumisa y sabia. El padre la casó con el paisano de Rivadavia. Y allá fue sin haberlo visto nunca. Obediente aceptó ese matrimonio, pasiva como toda mujer de aquella época. Siete hijos, había criado. Todos varones. Don Elías era el más pequeño. El hijo predilecto. Pero un día se fue a la eternidad, silenciosa como siempre.
            Rememorando estaba, cuando una sombra se proyectó tras él. Alcanzó a manotear la navaja que trataba de cortarle la yugular. Logró hacerle, por detrás del pecho, un profundo tajo que le abrió la carne. Su mano diestra cogió la hoja aunque se abrió una herida sangrante en la palma.
            El grito de Florita asustó al ladrón que trató de manotear el bolso con la paga de los cosechadores. Salió corriendo el bandido y en una moto se perdió entre los parrales hacia el norte con un vil acompañante que lo esperaba.
            Con el amasijo, la Florita tapó la herida y medio a la rastra llevó al apuñalado hasta el automóvil. Como pudo, el pobre don Elías manejó hasta el hospital Sícoli.  Al oír el bullicio de los que esperaban en la vereda ser atendidos, salieron corriendo los hombres y mujeres de la guardia. Rápido ingresó a cirugía. Un manchón de sangre regaba el corto espacio hacia la muerte.
            Recuperado, don Elías, descubrió que la existencia, demasiado corta, tenía un nuevo ventanal para sus sueños. ¡Siempre había querido cantar tangos! Ahora era su tiempo.
Así, con los sábados despierto a la música, en espacios sorprendentes, cantó tangos para amigos y desconocidos, que se sorprendían de su entonación y fuerza. Otra vida diferente se prendió en un farol de la esperanza en la esquina venturosa de una calle cualquiera de la ciudad.

Vocabulario

Melesca: cosecha de uva que queda en no más de dos o tres granos después de la cosecha grande.
Sopaipilla: torta frita, típica de Cuyo y otras regiones de América del Sur.

EL MAESTRO


  

Yo lo esperaba en un sillón, y él apareció desde alguna                         
 parte y se sentó a callarse una larga hora y media”.


En la calle jugueteaba el sol de otoño con las hojas que fabricaron un tapiz dorado. El viento helado hería mi rostro. Busqué con detenimiento el número que me había dado la empleada por teléfono. Una doméstica que, con asombro, dijo: “La espera el domingo a las diecisiete, es casi un milagro que quiera recibirla”.
No cabía en mí de nervios. Mis labios temblaban, piernas y manos tremolaban. Aferraba una carpeta como si fuera un salvavidas del Titanic. Unos adolescentes de la cuadra miraron burlones cuando me detuve en la puerta. ¿Sabían quién vivía allí y pensarían que, sin duda, me echarían?
Me quedé un minuto observando la casa. Era antigua, de la época del 20 o del 30. Muy cuidada. El enorme balcón tenía una reja de hierro forjado a mano y desde un decorado macetón de cerámica esmaltada en colores mediterráneos, surgía una enredadera de flores. Estaba deshojada y sin un solo capullo. El otoño había hecho la tarea con dignidad. Igual, todo se veía impecable. La puerta de madera encerada, despedía un perfume exquisito y lucía la aldaba de bronce con orgullo.
Toqué timbre. Tardó apenas unos segundos en aparecer. Pensé que iba a abrir la mucama. Pero, frente a mí, estaba él. Con el rostro pálido y una grave sonrisa algo irónica ante mi sorpresa. El maestro. Me recibía en persona. Temblé. Pasamos a un salón alucinante. Señaló un sillón de pana azul oscuro. Me senté. Todo olía a viejo y un cierto aliento a humedad envolvía la estancia. Desapareció mascullando algo sobre el té y quedé momentáneamente sola.
            Examiné con cuidado. La sala era hermosa. Una enorme alfombra azul con pequeñas flores en color rosa y verde, variaban en guirnaldas. El tapete mullía las pisadas. Un gato negro sentado sobre el piano de cola abría un ojo cuando yo movía un papel o hacía un leve ruido. Dormitaba, pero estaba alerta. ¡Era magnífico el felino!
El sol entraba por las ventanas que tamizaban la luz, por los vitreaux, los rayos calientes aún secreteaban con la tarde. Seguramente daban a un patio interior. Un enorme retrato de mi admirado profesor, firmado por Alonso, presidía la pared contraria a la desmedida biblioteca, que abarrotada de libros, jugueteaba con mi curiosidad. ¿Qué no leería ese gran hombre de letras? Creí ver títulos de gente muy criticada. Me confundió la idea. ¿Podría ser que él tuviera criterios diferentes a los docentes de mi facultad? Sí, me intrigó saber.
Me fui tranquilizando. Apareció desde alguna parte. Dejó una bandeja con un termo de plástico verde manzana. Dos tazas de té de porcelana; una con flores y otra con un caballo de salto, ambas pintadas en suaves colores. Seguro que eran inglesas, antiguas y de sus antepasados, como las del programa de televisión que ve la abuela. Unas cucharitas de plata y la azucarera de cristal tallado, que brilló feliz con los últimos rayos de sol, acompañaban la cortesía.
Se sentó a callarse una larga hora y media, mientras saboreaba el té. En realidad preparó varias veces la infusión como una geisha. Lo observaba en silencio, respetando sus tiempos. El gato ronroneó apenas entró en la sala mi poeta admirado.  El maestro se acercó a un viejo tocadiscos y elevó la casi imperceptible música. No sabía si era Mozart o Beethoven. Soy poco conocedora de los músicos antiguos. Desde ya, que me gustan Charly y Madonna que son de mi generación.
Luego, sonriendo, preguntó: ¿Porqué una chica de tu edad quiere hablar con un hombre como yo? Quedé sorprendida. ¿No era yo la que tenía que hacer las preguntas? Pero, rápida, le dije mi nombre y edad:
—Azul, me llamo Azul, y tengo veinte recién cumplidos. Lo admiro y necesito hacer una tesina, por eso lo elegí—.  Sonrió.
Azul, tu nombre es un “pavo real que engarzó el sol de primavera en las pestañas”. ¡Tenés la edad de los suspiros! —sentenció, riendo, por mi alegría. Comencé a reír a carcajadas. (Tengo una risa contagiosa) Me acordé de todas las chanzas que me han hecho por causa de mi nombre en la escuela, en el club, en la facultad, en cada encuentro con mi gente.
—¡Sólo la belleza de un estero en verano puede envidiarte el nombre, déjate ser río, cielo o pañuelo al aire!
Comprendí; ¿Por qué yo, estaba allí, junto al hombre que después de Neruda, había cambiado mi visión de la vida?
—¿Puedo hacerle una pregunta señor?
Me pasó otra taza de té y me acercó la azucarera que recibí como a un trofeo de los dioses.
—¿Desde cuándo escribe?
Me miró y, después de una prolongada pausa, contestó:
¡Desde que amanecí una tarde de invierno sin el chupete! No quiero entrar en mi memoria, en el tiempo. Me hiere saber que han pasado tantos inviernos ya. La palabra, pequeña, sangra en mí desde antes de antes. Soy un inmigrante del silencio, llegué al papel de la mano de mi abuela. ¿Tienes abuelos, Azul?”
Comencé a relatarle de cómo mi abuelo Roque, contaba historias de su tierra europea agreste y guerrera, para entretenerme, mientras mamá planchaba.
El maestro, callado, asentía con gozo. Detenía el relato y agregaba: “¿Y entonces?”. Me volvía a embarcar en leyendas y mitos que el abuelo había trasvasado a mi corazón de niña. El poeta acotaba algún nombre o me corregía el lugar o las fechas. Flameaba la bandera de los hombres célebres que hicieron la patria chica de mis ancestros. El profesor festejaba cada una de mis palabras.
Azul. eres un pozo de agua de manantial, que tiene la gente de ese pueblo. Tu abuelo debe estar orgulloso de ti, no te pierdas nada de todo eso. ¡Escríbelo!.
—Profesor, quiero que usted cuente ahora... —pedí.
—Te has ganado un premio —dijo, mirándome con dulzura.
Trajo desde un armario una copa de cristal y se sirvió un vino ámbar, con perfume a fruta. Ya el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana.
 —Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso, con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida, río abajo. Fui criado, mal criado, por mi abuela materna en una vieja bodega en el campo. Mis padres me dejaron cuando era muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de la pobreza. En ese tiempo el vino era de muy mala calidad y no se pagaba bien.
Como era delicado de salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un aula con casi nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza conocía el nombre de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que me rodeaba. Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz, me lo dio la mejor docente, la primera. Enseguida descubrió que era un chico diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas palabras.
 Ella, la maestra, me prestó sus libros, que devoré. Cuando cumplí los once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis compañeros. Mi clase, los niños, claro, me odiaban. Era el que escribía todo. A escondidas, la señorita Lilian mandó mis poemas a un amigo de la capital, que era un conocido profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un gran poeta”, expresó aquel hombre y llegaron a verme como a un bicho raro.
            —¿Era usted, profesor?
          Reía con gusto. El gato se desperezó, elevó su lomo, erizó los pelos brillantes, curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería perderse ese momento de euforia del amo. Ronroneaba feliz.
“¡Yo profesor!  Pará, pará, paraaaá.  ¿Sabés, Azul, que nunca fui a una facultad. Soy apenas maestro nacional. De campo. Orgulloso estoy de serlo. Los agrandados de la capital creen que si no tenés un montón de diplomas —yo les digo- “cartones firmados ilegibles”— no podés ser un poeta. Es puro orgullo, insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí.
Azul, mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las alas, muchacha.
Se hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, luego supe que se llamaba Mefisto. Tomé otra taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada la habitación. Él se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba desdibujando en cárdenos sobre los muros, escapando al claroscuro escondite lejano en el oeste. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido.
 El felino ahora estaba sobre mis pies y afilaba las uñas en mi bota nueva de gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el pie. Era “su” gato. Pasaron unos minutos interminables y al ingresar, trajo un brasero de bronce encendido. Otra botella de vino, esta vez era tinto, que descorchó. Se sirvió en una copa distinta.
El perfume de la madera quemada me recordó la infancia; me acordé de la casa de mi madrina Flora, donde nos juntaba a todos los chicos a pelar castañas, con los pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré profundamente. Él se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, dijo, y se ubicó en el sillón. Tomó la copa. Me ofreció té. Le agradecí.  No quiero más.
Siguió callado.
—Bien maestro, ¿cuénteme, se casó alguna vez?  ¿Tuvo hijos?
Una enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se transformó y dejó caer a Mefisto del regazo. Imaginé esa era “la” metida de pata; pero ya estaba hecha.
—¡Ay, chiquilla, creo que tu flecha dio en mi corazón! Sangra.    
Esperé sus tiempos.
—Me casé muy joven, muy joven. Apenas había salido del colegio normal. Creía que siendo maestro tenía las puertas del universo abiertas. Ella era una niña linda y buena. Nos amábamos. Sí, como dos pájaros libres. Así nació nuestro hijo. ¡Era un niño diferente,  retrasado mental. Mi mujer no soportó el dolor. En esa época no se los trataba como ahora. No había nada para ayudarlo y la ciencia estaba muy atrasada. Un día la encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho. Estaban blancos como rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que apareció un viento tibio con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio una hija. Se llama Cielo y vive en el extranjero. No la veo...
Hizo un silencio que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo.
—Después ella, mi mujer, como vino se fue y de nuevo estoy solo.
Penetró en un abismo taciturno que duró un rato largo. Su mundo interior se pobló de fantasmas que, ingenua, había despertado. Interrumpí su recogimiento:
—¿Qué premio le han dado por sus últimas obras? —se distrajo del sufrimiento. El gato le lamía las manos—.Tengo entendido que viajará pronto a Italia para recibirlo.
—Niña, niña, los premios son como las medallas para un combatiente. Tienen tinta roja en lugar de sangre. Cada premio ha dejado cadáveres en su camino. ¡Cuánta injusticia encierran los premios! Sabés, Azul, ¿Cuántos grandes poetas han muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han sido conocidos cuando yacían bajo una lápida. Olvidados... ¡Bueno, pero con tus veinte años mereces una respuesta! Sí, me dan un “Honoris Causa Magister” en Florencia, en la Academia de Letras. Viajo mañana a las veinte y treinta por Alitalia.
Pegué un salto.
—Me voy, maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar de vez en cuando? —le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma.
—Sí, Azul acá te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo. Es como tener un Cielo Azul vaya la perogrullada. ¡A mi edad! Juego con las palabras de los nombres.

Me puse el abrigo y despidiéndome con un sonoro beso en la mejilla, para él inesperado. Salí corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me llevaba a casa en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre el escalón en la puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz. Yo ronroneaba de satisfacción.                      

            El accidente de Alitalia, me dejó sin hálito. Me lloré todo. Mamá no me podía entender. Siempre lo recordaré sentado con una copa de vino o el té, en aquél sillón de terciopelo oscuro.           





miércoles, 10 de junio de 2020

LA TAZA DE TÉ INGLÉS




María Fernanda sirvió el té justo a las cinco con aire de hija de buen inglés. Sonrió casi como si fuera un ángel. La anciana la miraba con los ojos entrecerrados. Las cataratas le impedían ver nítida la figura de su ahijada.
Era la única que la cuidaba. Ni bien ni mal, sólo con una irónica sonrisa que desparramaba con silencio sobre los hermosos muebles antiguos y los adornos de porcelana.
Nunca pudo tocar nada, excepto los utensilios de uso diario. Ella compraba con su dinero el azúcar y el té, las galletas y manzanas que la anciana comía cada noche antes de que la acostara. Las sábanas de lino bordadas por las monjas de clausura en tiempos lejanos parecían de papel de seda, gastadas pero limpias y perfumadas.
Del jardín cortaba algunas rosas y las ponía en un recipiente junto al lecho. Le peinaba la trenza y la acariciaba. Casi era un ángel. Lástima que en el té le ponía una gotita de arsénico que iba debilitando lentamente a la vieja. El gato ronroneaba junto a los almohadones mientras se iba durmiendo. Tardó un tiempo largo en hacerle efecto el brebaje.
La muy dulce María Fernanda, esperó con paciencia. La casa con todas sus fabulosas posesiones lo valían.


CUENTOS MUY CORTOS



NARCISO

Lo seguí por el callejón como a lagartija de siesta en verano. Se escabullía y se escondía entre las ramas que caían en el zanjón de sauces viejos.
No podía atraparlo. Era malo. Tan malo como puede ser un chico criado sin familia conocida. Una vieja abuela que le gritaba casi siempre para que se bañara y durmiera como un buen cristiano.
Cuando lo atrapé, se mojó los dedos mugrientos con los mocos y me pasó por la cara. ¡Qué asco! Pero no me dejé aventajar. Le dije: -Narciso tu costumbre de echarle kerosene a los gatos silvestres y luego incendiarlos es una porquería.
¡Callate negra de mierda! No sos nadie para decirme qué tengo que hacer.
Pero yo insistí. Sos malo y eso que hacés es criminal.
-¡No, cuando salen esas bolas de fuego me hacen sentir como un dios cuando hizo el sol!
Y me tiró un cascotazo que me dio en el pecho y caí desmayada. Se fue y no regresó hasta hoy que vi un gato en llamas correr entre los viñedos.


LA TIERRA GIME




Pasa el agua entre el cieno
Abandona el oro
La calma del fulgor se apaga.
Ya no es la misma tierra
Se ha desgarrado
Tiembla la muchedumbre con su vibrato
Muerte. Muerte han gritado.
Se abalanza el barro sobre las calles.
Los pájaros huyeron. Asedian los cuervos
Todo es espanto.
Se ha cobrado venganza por el maltrato.
Tierra no mueras aun.


TRISTEMENTE EN LA ACERA



Llegué como inmigrante
A rodear la vivera de los sueños.
En una región con paso arrogante y lúdico
Ingresé a praderas fértiles
Oí voces viejas
Susurros.

Un olor de violetas creció con glorioso desafío,
Como tormenta azul
Con congoja y tristeza.
Encendí algunas luces, armoniosas y bellas,
Una luna, un lucero,
Una esperanza tierna.

Como espía ingresé en la esfera del tiempo
Almacené manzanas
Guardé abanicos y velos
Usé luto umbroso esperando un regreso
Y a la hora del véspero, sólo escuché campanas
Que anunciaban más penas.

En el lejano manto del vespertino sueño
Una estrella me busca con lágrimas de madreperla
Oigo voces extrañas
Susurros de antiguas almas, merodeando
 en espera.
Me voy caminando por la vereda gris
Sola, sin luz de ámbar, ni velas.

¿Dónde quedará el ensueño de aquella primavera?
He quedado despojada, sin color y sin aliento.
No hay cantares fabulosos de aves de madrugada,
Que atrapen mi desconsuelo.
Estoy triste, es cierto.
Me conmueve el silencio.
¿Será así estar muerta?

martes, 9 de junio de 2020

LA NOSTALGIA




Las paredes de la sala están soñando una piadosa pintura que oculte la humedad y las grietas del tiempo. Los postigos caen como mechones de crines verdosos sobre los alfeizar de las ventanas. Sin embargo, se siente la tibieza de los fuegos que se entremezclan en el aire desde la cocina. Imelda, hace magia con las ollas y el cuchillo del abuelo. Saca exquisitos menús de la pequeña huerta y el gallinero. Algunas veces, los primos traen liebres o conejos silvestres que cazan en los campos del patrón. ¡Siempre a escondidas, puesto que él, ha prohibido que se cace en su finca! Todo es de su “señoría” y los muchachos como aventura se van en días de niebla o lluvia y hacen sus “fechorías”. Comer esas delicias es nuestro privilegio casi infantil.
Este otoño, nos propusimos recolectar setas y hongos, para lo que Diana y yo, salimos por los caminos a buscar en los pinares los tan codiciados por Imelda.
Esa mañana, cuando regresamos el patrón nos obligó a darle nuestra cosecha de setas. Yo, me quedé llorando. El viejo gruñón es maligno. Es tan avaro, que se le revientan los pantalones en los bolsillos por llevar monedas y billetes. No suelta nada, y a veces cuando anda husmeando por la zona, es sólo para ver si los muchachos están cazando o holgazaneando en los bosques de pinos juntando piñones.
Lamentablemente encontró a Bernabé con dos liebres colgando de su espalda. ¡Se armó de una fusta y lo puso de rodillas para golpearlo hasta sangrar! Y no pudimos hacer nada. Yo fui a buscar al boticario, que llegó y al verlo se estremeció. ¡Es un demonio, este hombre, dijo! Se lo llevó en grupas del caballo hasta la ciudad. Dejó una queja en el cuartel de policía. Pensó que podría ayudarlo. Fue peor. Lo arrebataron de la sala donde lo curaban y lo llevaron al cuartel. Yo supe por un vecino que nos avisó.  A la tarde me preparé. Le llevé una cesta con queso y pan que hizo Imelda. Y cuando lo vi casi muero de pena. Lo habían dejado en el cepo, colgaba con la cabeza abajo y le sangraban las manos. Le dejé a un guardia la comida. Me prometió que le daría. Lo dudo. Corrí calle abajo y regresé a la casa. Vengo de verle la piel, hecha jirones, con diez golpes, marcas de sus manos que acariciaron mi cuello, sin ningún sobresalto en cada una de mis siete palpitaciones del corazón desgarrado.
Imagino que así debe ser la vida en el futuro, sólo penas y resistencias.

LA CAJA




Soy una caja de cartón corrugado. Tengo un color indefinido entre gris y celeste. Tengo dos hendiduras a los lados para introducir cosas. Me agrada estar con mi tapa prolijamente puesta para evitar que se escapen los sueños.
Me gusta estar cerca del calor de la ventana para espiar por las pequeñas hendiduras el sol y las flores del jardín. Para mí hay música siempre, porque a mi lado está la compactera. El olor del café recién hecho en la mañana o del vino tinto en la noche, me penetra hasta por los pequeños resquicios que se abren en mi materia.
Por allí… algunas primaveras se escapan mis sonidos como pequeñas mariposas. Deambulan por la casa, desmembrando sonrisas de otros seres parecidos a mí. Otras, soy como una larga cinta de seda de color sahumerio. Soy y no soy. Me gustaría estar sin que nadie advirtiera que puedo ser abierta, transportada, rellenada, rota. Mi espíritu se enrosca como un resorte dispuesto a saltar, si alguien abre mi tapa. Adentro tengo cosas. Cartas de amor, fotos y rosas mustias.
Tengo muchas historias para relatar, secretos muy interesantes que esconden mis paredes. ¡Por ejemplo…un romance entre el marido de Victoria e Ivana! Ella es hermana de la esposa de Rogelio. Y yo los vi. esconderse en mi rincón detrás de la mampara de seda con flores de peonías chinas que guarda la vista directa a la puerta; allí se besaban con verdadera lujuria. Y la pobre Victoria, no imagina que su propia hermana, la traicione. Él, es un verdadero seductor. Hace un tiempo, para mis días de cartón imprecisos, lo vi atrapar a una chiquilina que servía en la casa. Fue antes que Victoria perdiera el bebé, cayendo por la escalera. Desde acá no pude saber qué pasó en realidad. Escuché gritos y una pelea, pero no entendía que sucesos reales se desarrollaban abajo. Pasaron muchas cosas. Una noche del verano del setenta y dos, entraron ladrones a la casa. Eran unos seres sucios con olor a mugre y aliento a alcohol. Yo traté de parecer indiferente, pero me vieron y se acercaron con artes malignas y me sacudieron, abrieron mi delicada tapa y revolvieron mi interior. Me violaron, eso sentí. No pude hacer nada. Dejaron todo mi mundo desparramado por el suelo. ¿Acaso podrían robarme los secretos? Igual, tiempo humano después, Victoria vino hacia mí y amorosa guardó las fotos, cartas y recuerdos, con amor. Como si tuviera un sentimiento enorme con mi pequeño interior.
Ahora he sentido un ruido extraño en la planta baja. Rogelio, sacó hace unos días la compactera y ya no escucho música, pero siento mejor lo que hablan. Parece que Ivana se va, viaja a Italia. El revuelo se produjo, cuando Victoria le encontró en la cartera un mensaje de Rogelio. ¡Si yo pudiera hablar! Le avisaría a la muchacha que su amado hace planes para irse con Ivana. Para distraerla le ha traído un perro pequeño, peludo y gritón. Pero yo los conozco, son subterfugios y mentiras que van a terminar mal.
Recién escuché una charla vergonzosa, Rogelio ha comprado un arma. Victoria le echó en cara el hecho de gastar en algo para ella “innecesario”. Desde mi interior temblé al oír la carcajada de Ivana y Rogelio. Sentí los sollozos de Victoria. Un ruido ensordecedor y un grito.
Ahora hay silencio. Desde una ranura vi, que arrastraban el cuerpo de mi querida Victoria, lo ocultaron tras la mampara de peonías de seda. Allí, ellos, se besaron e hicieron el amor. ¡Ivana y el traidor! Ella, mi amiga, estaba cubierta de sangre. Quieta como yo y en silencio. Salieron, ellos, riéndose.
Hace un tiempo, no puedo decir cuánto, llegó un hombre con cara de intriga. Encontró a Victoria. Llamó a voces y entraron varios más y comenzaron a revisar todo. Hablaban entre ellos. Se preguntaban qué había sucedido ahí. Y yo, no puedo hablar. Soy una antigua caja de cartón que tiene muchas historias pero no tengo voz.
Quisiera decirles que Rogelio e Ivana, que lloran y gimotean son los autores. ¿Quién le creería a una caja de cartón?


martes, 2 de junio de 2020

CAFÉ TORTONI




Entré a un paraíso
Entré al Tortoni
En cada mesa presentí a un poeta.
¡Allí parece que “Manucho Mujica Lainez” escribe!
¡En aquella mesa está Borges!
No creo que ronden por acá tantos poetas.
Fantasmas que sonríen a mi paso…
¡Sueño con la poesía de la Storni,
Sólo sueño con una sinfonía de palabras bellas!
Tal vez el murmullo se eleva buscándolos a “ellos”.
Los poetas de entonces, los inolvidables,
Los genios que involucran la palabra a la vida callejera.
Al tiempo inexorable, que huye.
El Tortoni, se adormece a la madrugada
Y los espíritus vuelven a rodear las mesas
Y sobre el mármol de las viejas tablas
En un papel en blanco, con pluma cucharita y tinta,
Escriben sueños, tangos y las historias tristes
Del Buenos Aires antiguo y musical.
Entré como una espía. Entré al Tortoni.

BUTTERFLY



            Fueron diecisiete días optimistas. Según los inspectores la encontrarían. Su pueblo pequeño es como el de las películas. Tranquilo, se conocen todos. “Tiene diez años, pronto cumple once y es la abanderada de la escuela. La buscamos mucho, en algunas  horas aparecerá en la casa de alguna amiga.”
         ¿Quién quiere hacerle daño a una nena que ayuda en catequesis, es coqueta pero sana y muy querida? “Sólo es una equivocación”, dice la madre desesperada y la tía: “Un chiste de mal gusto de alguna amiga”. Todo el pueblo la busca. También la policía, que preocupada indaga, recorre con caballos y perros cada rincón y…nada.
         El día dieciocho un transportista pincha un neumático y detiene el camión junto al puente a cuatro kilómetros de la “Ciudad”. Huele feo y vomita cuando encuentra “eso”.
         Está atada, violada y cortado en varias partes su cuerpecito infantil. Nunca  será mujer. Otra Mariposa derribada.


VUELVE LA LUNA DE INVIERNO




            Hoy he caído dos veces. En la calle y en la puerta del baño. Si les cuento, me retan. ¡A escuchar la retahíla y no estoy dispuesta! El silencio cómplice será quien me acune. Tengo marcas moradas en los codos y en el alma.
            Hoy me he mirado en el espejo y comprendí cuánto han pasado los años. Fui joven, eso lo aseguro. Hasta fui niña una vez y mi madre me acunaba. Ahora, esto que vivo es la vejez. Fea palabra. Soy vieja. Salgo del estado de dolor asombrada y me acurruco en el sillón del living. Busco álbumes con fotos. Los recorro con ansiedad y esmero. ¡Era tan linda de joven! Miro asustada mi boda. Esa nube de encaje blanco era el amor. Ese hombre bello de smoking era el amor. Ya no está. Se fue hace muchos años. El amor se fue primero. Generosa compañera la soledad que me abraza.
            La casa se descascara. No me importa. Yo también me descascaro como ella. Miro la foto cuando fuimos a Río. Mi cuerpo en las aguas cristalinas, tibias y somnolientas en los brazos de hombre. Hoy me he caído dos veces. Y sus manos ya no estaban para sostenerme. ¿Un bastón, madre, te dará la firmeza que precisas? Me horroriza. Es la muerte que se acerca con un bambú que se aferra a mi mano temblorosa.
            La vejez me espera y acecha con su humo gris de olvido. Es el invierno con su luz que envuelve las arrugas del alma y la tristeza.