NARCISO
Lo seguí por el callejón como a lagartija de siesta en
verano. Se escabullía y se escondía entre las ramas que caían en el zanjón de
sauces viejos.
No podía atraparlo. Era malo. Tan malo como puede ser un
chico criado sin familia conocida. Una vieja abuela que le gritaba casi siempre
para que se bañara y durmiera como un buen cristiano.
Cuando lo atrapé, se mojó los dedos mugrientos con los mocos
y me pasó por la cara. ¡Qué asco! Pero no me dejé aventajar. Le dije: -Narciso
tu costumbre de echarle kerosene a los gatos silvestres y luego incendiarlos es
una porquería.
¡Callate negra de mierda! No sos nadie para decirme qué
tengo que hacer.
Pero yo insistí. Sos malo y eso que hacés es criminal.
-¡No, cuando salen esas bolas de fuego me hacen sentir como
un dios cuando hizo el sol!
Y me tiró un cascotazo que me dio en el pecho y caí
desmayada. Se fue y no regresó hasta hoy que vi un gato en llamas correr entre
los viñedos.
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