María Fernanda sirvió el té justo a las cinco con aire de
hija de buen inglés. Sonrió casi como si fuera un ángel. La anciana la miraba
con los ojos entrecerrados. Las cataratas le impedían ver nítida la figura de
su ahijada.
Era la única que la cuidaba. Ni bien ni mal, sólo con una
irónica sonrisa que desparramaba con silencio sobre los hermosos muebles
antiguos y los adornos de porcelana.
Nunca pudo tocar nada, excepto los utensilios de uso diario.
Ella compraba con su dinero el azúcar y el té, las galletas y manzanas que la
anciana comía cada noche antes de que la acostara. Las sábanas de lino bordadas
por las monjas de clausura en tiempos lejanos parecían de papel de seda,
gastadas pero limpias y perfumadas.
Del jardín cortaba algunas rosas y las ponía en un
recipiente junto al lecho. Le peinaba la trenza y la acariciaba. Casi era un
ángel. Lástima que en el té le ponía una gotita de arsénico que iba debilitando
lentamente a la vieja. El gato ronroneaba junto a los almohadones mientras se
iba durmiendo. Tardó un tiempo largo en hacerle efecto el brebaje.
La muy dulce María Fernanda, esperó con paciencia. La casa
con todas sus fabulosas posesiones lo valían.
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