miércoles, 12 de mayo de 2021

UN PROBLEMA DE AMORES IMPOSIBLES

         En un corredor del castillo vi el pañuelo con las pequeñas iniciales bordadas en rojo.  Me sorprendió que ella, justamente ella, perdiera algo tan personal pero nunca imaginé que Dositeo era quien lo había sacado sin que ella supiera del pequeño tocador de la muchacha. Gesualdo se volvería loco de ira si supiera que el alegre Dositeo andaba dando vueltas por ese sitio del castillo. Fue casi un milagro que yo atravesara a esa hora desacostumbrada el corredor. Si bien los pesados gobelinos y cortinados ocultaban singularmente el pálido suspiro de lino, el monograma era incuestionable de la joven esposa.

Cuando llega al castillo, sus helados corredores, su eterna humedad, la falta absoluta de comodidades, pusieron como enajenada a la pequeña ama a quien tanto me habían encomendado en nuestro condado. Su padre, enérgico caballero, cuyos cofres estaban atiborrados de monedas de oro, ducados y libras, acuñadas en lejanas tierras, para comprar las bellísimas telas que fabricara en sus telares mi señor, me había exigido devoción plena. Yo me sentí feliz de cumplir la misión encomendada, sin saber lo que me esperaba.

Astrid acababa de cumplir catorce años esta primavera y su gozo juvenil trastornaba al agrio futuro compañero de la niña. Por lo menos Gesualdo tenía doce o trece años más que mi pequeña, era un pálido, hosco, malhumorado y avaro hombre de negocios. Delgadísimo, casi calvo, usaba unos calzones de linón que le caían como ramas de sauce sobre unas piernas flacas y nerviosas. Sus pequeños ojillos observaban como ratones heridos cada presa. ¿ Nunca voy a entender el pacto amargo de entregar a Astrid a ese bellaco.

Su caballo era hermoso, joven y fuerte. Los músculos de los brazos del potro saturados de olores familiares nos daban nostalgia de las largas cabalgatas por el valle de Shellwing, enorme coto verde que nos envolvía con sus cálidas tardes de tedio. Desde lejos, este otro castillo parecía un monumento fúnebre para nuestros jóvenes ojos extranjeros. Cuando salíamos a montar su cabello se desbarataba y parecía un ángel con alas de pelo rojizo. Yo le obligaba a usar su capa de terciopelo verde esmeralda y desde lejos parecía una diosa pagana. El urgido Gesualdo se asomaba a los ventanales y la seguía con ojos aguileños como a una presa de cestrería cuyo ave más deseada era mi pequeña ama. Y bien, así que hube de recuperar el pañuelo me alejé sigilosamente en dirección a su habitación, cuando una mano enguantada me sujetó por la garganta y pude sentir el filo espeso de una navaja que se deslizaba por mi cuello. Caí inconciente y hoy he despertado. Después de un tiempo increiblemente largo. 

Me sacudió un sonido muy agudo que no puedo distinguir entre los conocidos. Veo gente que atraviesa las galerías con extraños vestidos, escandalósamente cortos en las damas y austero en los hombres. Nadie usa peluca ni calzones con puntillas. Veo un ir y venir de extraños carromatos sin caballos, metálicos y de brillantes colores, que se mueven sobre unas ruedas rústicas de un color negro y que no hacen ruido sobre las piedras.  Paso por los corredores y atravieso las puertas y muros sin que nadie advierta que mi ropa es diferente, que tengo los zapatos de seda totalmente empapados de sangre y que mi cabeza, está apenas sostenida por un mínimo trozo de hueso. O no me ven o yo estoy en otro mundo irreal, deliro y no soy quien fui.

Bajo las escaleras de mármol y veo que unos hombres de cabellos color verde, violeta o rojo, con pequeños alfileres que le atraviesan las cejas, los labios o las mejillas, con dibujos de demonios y aves extravagantes sobre la piel, llevan y traen los cuadros que siempre desde que nosotros llegamos al castillo, cuelgan con gruesos cordones de seda de enormes clavos en los muros.

¡Oh no!, esa que llevan ahí es mi ama. Su hermosa figura pintada con la capa de terciopelo verde. ¡Qué bien han logrado el color de sus ojos! Pero están como muertos. Los niños. Serán sus hijos, que yo no alcancé a conocer. Se parecen a Dositeo. Su boca delgada y su barbilla aguda, los hoyuelos de las mejillas, la hendidura en el mentón... parecen hijos de Dositeo y no del prometido de mi señora. ¿Qué me he perdido? ¿Cuántas aventuras han sucedido sin que yo conociera en mi desdichada espera? ¿ Y por qué y quién me habrá pasado esa mala jugada? Tal vez el horrible  Gesualdo me odió porque yo supe que Astrid no le era fiel. Me sentaré en esa silla de seda azul... ¡Eh, amiga e siente sobre mí! Pero claro soy un espíritu desubicado, ahora comprendo.

¡ Algo sucede! Un hombre frente a cada grupo ofrece en venta los cuadros. Ahí va mi niña. Gesticulan o elevan un pequeño disco con una manito de madera. El hombre habla rápido y golpea con un martillo de bronce sobre el atril. ¡Veinticinco mil libras por mi ama! Eso ha desembolsado un viejo caballero que llora sin disimulo. Me acerco y atravieso su cuerpo. Me dejo caer al costado de su silla. Tengo un poco de pudor que me vea y se asuste.

¡Sigue llorando! Se yergue y sale; apenas puede caminar por la edad. Se le acerca un hombre de unos cuarenta años. “- ¿Abuelo, ha comprado el retrato de su madre?- ¿ Para qué quiere otro si tiene como veinte retratos de ella? – el anciano no habla. Aleja con cierto desamor al varón que lo sostiene enérgico con la mano y pronuncia una sentencia: - ¡Debería darte vergüenza, rematar los cuadros para arreglar los techos de nuestra casa! – la mirada burlona de ciertas visitantes, lo hacen molestar más. –Abuelo, ya no vivimos en el siglo diecinueve, esto es el siglo veintiuno y el dinero no nos alcanza, sólo con la venta de los cuadros salvaremos que nos quiten el castillo. Después tendremos que hacer un hotel entre sus habitaciones, para albergar turistas americanos... eso nos defenderá de los acreedores. Usted no puede entender lo qué se debe y lo difícil que es ahora para mi hermana Astrid y para mí, mantener esto. Perturbada me alejo unos segundos pero regreso cuando escucho: -¡ Siquiera la abuela Astrid, se apareciera desde el más allá y nos ayudara! ¡Sería fantástico tener un fantasma en el castillo! Eso atraería a muchísimos curiosos. – dijo pasándose la mano por el rostro como lo hacía el alocado Dositeo cuando miraba embobado a mi amita. Así supe que a partir de ese día un deber inmemorial me atrapaba al castillo. Buscaré igual a Astrid en este otro lugar de la existencia. Pero yo sería lo que ellos necesitan, ya me arreglaré yo para hacérselos saber.

           

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