Cuando Edison llegó al rancho “Albores Azules”, llovía a baldazos. La perspectiva visual era nula, las ruedas de la chata levantaban chorros de barro azuloso y pequeños guijarros que golpeaban los muros de la casa. Por la ventana, tras el visillo, un rostro sorprendido se asomó, para desaparecer rápido y apagar las luces. El silencio quebrado por el chubasco, penetraba el amplio patio.
Dos enormes perros
negros corrieron gruñendo, para que el intruso regresara por donde había
llegado. Edison, se negaba. Descendió con dificultad, su pierna ortopédica, con
humedad se ponía artrítica y su corazón galopaba por el esfuerzo. No regresaría
a “Paradisso”. Un sonido agudo despejó el camino de los mastines. Ellos,
agacharon la testuz y se mantuvieron en espera del mandato que solía provenir
del interior de la casa.
Golpeó con el puño la
puerta. Nadie contestó. Un insulto grosero y un escupetazo, cayó en las piedras
acuosas. Rodeó la casa y en la puerta trasera, donde se atisbaba una luz, llamó
con un gruñido. ¡Soy Edison Duarte, carajo, abran! Los perros lo habían seguido
atentos y dispuestos a luchar. Su pelaje negro y húmedo, los colmillos afilados
y las orejas enhiestas, mostraban su estirpe guerrera.
Se escuchó un paso
cansino acompañado por un golpeteo de bastón. Era Úrsula.
Quien con un rostro desfigurado por la ira, luego de putearlo, le abrió
la puerta y dejó el espacio mínimo para mostrarse y hablar. ¿No ves, imbécil,
que diluvia? ¿Qué te trae a esta casa?
Mientras dijo eso, lanzó un salivazo marrón por el espacio entre dos dientes
rotos, carcomidos por el tabaco. Cayó a los pies del hombre. No se movió.
Esperó un instante y tras la vieja, apareció Lucila. El alboroto que se hizo,
fue grande. La vieja enojada se hizo a un lado y el hombre ingresó, dejando una
huella de agua y barro en el piso impecable de la cocina.
El fuego de las
hornallas, entibiaron el cuerpo aterido. Lucila, lo abrazó y el perfume de
limón de su cabellera, le llenó el alma de sensaciones maravillosas. ¡Hacía
mucho que no la veía! Desde que Virginia había muerto, no podía entrar en la
casa.
Se sentó en la banqueta
junto a la puerta, cerca de los olores calientes de los fuegos. El apio, la
cebolla y el aroma de la carne, le despertaron recuerdos que había soterrado
hacía tiempo. La muchacha estaba hermosa. Había un rubor virginal en sus
mejillas y estaba alta y delgada, pero vio en sus ojos una luz inescrutable y
triste. Ojeras azuladas rodeaban sus largas pestañas y sus manos, de blancura
increíble, estaban abrumadas de pequeñas grietas. Úrsula, se interpuso con su
cuerpo enorme y dispuso que se tenía que ir. Pero Lucila, rogó que se quedara
un rato. Él, consintió y le pidió hablar a solas, cosa que la mujer no
permitió.
¡Pues bien, sepan, que
he recibido un informe de alguacil del pueblo con una grave denuncia sobre la
muerte de tu madre! Un grito se escabulló de la garganta de la anciana. ¡Salga
de esta casa! No me iré hasta saber qué ha pasado acá. ¡Salga, maldito intruso!
Soy el padre de Lucila y usted no es nadie para echarme.
¿Dime pequeña, qué
siente tu corazón sobre lo que se habla en el pueblo? Todos los rincones de
Branden Stone está murmurando sobre el tema. Yo, había salido de la vida de tu
madre cuando eras muy pequeña, esta mujer, maldita, no se qué le metía en la
cabeza la dulce Virginia. Dijo, el alguacil, que cuando la encontraron tenía
puesto un vestido que yo le traje de la ciudad para un baile de la iglesia…y
que se había cortado el cabello con la tijera de esquilar ovejas. Ella,
señalando a Úrsula, no me dejó acercar y siempre dijo que era mi culpa, pero,
dime preciosa; ¿cómo pudo ser mi culpa si no me podía acercar por la ira de
esta bruja?
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