lunes, 24 de mayo de 2021

ENCUENTRO EN DURBAN

                       Hoy encontré la carta que escribí hace años a los Reyes Magos. La letra es la de una niña de ocho años que recién comenzaba a crecer, soñar y esperar. La leí emocionada recordando aquellos días. “Queridos Reyes Magos, les pido que este año me dejen la muñeca de ojos azules que está en la mercería de doña Porota. Soy la alumna que tiene las mejores notas en todo cuarto grado y, en clases de baile, ya logré hacer punta por más de quince minutos. La señorita Sonia dice que tengo futuro como bailarina, pero mamá dice que ni sueñe, que nunca me va a dejar. Yo ahora prometo no ser bailarina si me traen la muñeca. Con cariño: Luciana”.

             Me senté en la orilla de la cama de mamá, mientras tomaba una copa de Cabernet fresco y recordé cada minuto de esos días. Encontré varios papeles y cartas, que escondió, para que no lograra llegar a la capital, a la selección de becarias en el Teatro Coliseo. A su pesar, lo conseguí.

 Renuncié, esta vez, a varias funciones en New York y Durban, para realizar la horrible tarea de enterrarla y desarmar la vieja casa en el pueblo. Los vecinos, en el cementerio, me miraban con envidia. Creerán que hacer un trabajo como el que tengo es mejor que el de ellos. Viajar tanto en avión de París a Londres, de Moscú a Berlín o Tokio, no es como caminar por las calles tranquilas del pueblo en que crecí. Andar bajo los paraísos en flor o los jacarandaes violetas, con olor a tierra húmeda y escuchar el canturreo de los pájaros. ¿Qué es mejor? ¿Quién sabe? A veces, cuando estoy sola en un hotel, en el que ni siquiera salgo a recorrer la zona, siento nostalgia de esta patria chica. El querido pueblo de la niñez.

Una lágrima está borroneando la tinta de la hoja de cuaderno en que hice el pedido de Reyes. Esa muñeca todavía permanece en mi nostalgia, acompañándome. No es llanto de dolor el que se escurre, sólo añoranza de la infancia.

 

            Hace exactamente tres años, cuando papá iba desde Paraíso del Indio al pueblo, en el viejo Chevrolet, un tornado lo elevó sobre el pastizal de los Silveira. Desapareció. A los seis meses encontraron parte de la carrocería en un bañado como a noventa kilómetros de casa. A mamá le dieron pequeñas pertenencias de papi, que hallaron algunos chacareros en los campos. Nada importante: un pulóver, un zapato marrón, la caja de herramientas vacía, además un libro de Víctor Hugo, embarrado y con pocas hojas. De él, nada en concreto.

 Al año siguiente, en Semana Santa, encontraron un cadáver. El comisario dijo que era el cuerpo de papá. Lo lloramos como si en realidad lo fuese. Nadie estuvo seguro que fuera él.

            Me llamo Luciana. En noviembre cumplí los ocho. Como todas las niñas del pueblo, voy a la escuela y a danza. La señorita Sonia es mi profesora.  Ella —dicen mamá y la tía— era una gran bailarina. Un día tuvo no sé qué enfermedad en los tendones y ya no pudo competir en audiciones de ballet. Nosotras miramos, sobre el piano de la sala, un sin fin de fotografías en que se la ve, en algunos teatros, con tutú y zapatillas de punta. Están firmadas por gente muy importante y destacada, me parece.

 

            Mi pueblo sigue tranquilo. La pereza abunda entre sus habitantes y crece lento. Los que viven aquí están detenidos en el tiempo. Abrumados por los miedos. Los moradores, beben en bares todo el tiempo vino casero, ginebra y caña. ¡Es un problema!

 

Acá las madres temen todo. Si te ven hablar con alguien mayor, no les gusta; si te ven jugando en la plaza a la siesta o en la tarde y comienza a oscurecer, salen a buscarte. Es como si detrás de cada hombre, hubiera un monstruo capaz de comerte. La mayoría trabaja en la chacra. Cosecha y siembra. Mi papá vendía plaguicidas y abonos. Nunca encontraron el maletín donde llevaba las muestras.

            La señorita Sonia dice que no pierda la esperanza de reencontrar a papá. Mami se enoja cuando le cuento lo que hablamos entre paso y paso de baile.

            Pronto será la cuarta navidad esperándolo. Es feísimo esperar y esperar, aunque la parentela nos invita a pasar la fiesta con ellos. Siempre agradece mi mami, pero nos quedamos solas en casa. Es más triste, pero es una manera, de estar más juntas. Unidas en nuestra desgracia.

 

Al principio, no me daba cuenta de que nos faltaba plata, luego descubrí que recibían ropa para arreglar y después hacían vestidos, camisas y pantalones, para vecinos del pueblo. Así pudieron mantener la casa.

 

            Ayer, me mandó a la casa de la señora Clarita. Debía llevarle la falda nueva, ésa de color blanco que iba a usar en el baile del colegio. Luego, pasé por la mercería a comprar hilos y un cierre cremallera color anaranjado. Allí la vi. La muñeca más hermosa que jamás pude haber soñado. Estaba sobre el mostrador de vidrio, junto a una caja llena de guantes de seda, ésos que usan los chicos que hacen la primera comunión o son abanderados.

            Recuerdo que me quedé un rato mirándole los ojos azules y el cabello castaño, de pelo natural que caía como en bucles sobre el vestido de plumetí rosado. ¡Los zapatitos color negro de charol, con dos pequeños pompones y hasta medias blancas! Tenía dos dientecitos que le asomaban por los labios apenas abiertos. Lucía pestañas de verdad y cejas pintadas suavecito, sobre las mejillas de un sonrosado que apenas le daban color, como a una niña recién nacida. Deditos regordetes. Aritos y pulsera de perlas. La señora Porota, me dejó observarla un rato, sin decir nada. Después, dijo que le llevara las cosas a mamá, pues estaría preocupada. Ya caía el sol y si oscurece sabe que se asusta.

           Volé con alas entre nubes de ensueño. Jamás volveré a pasar por ahí sin mirarla, recuerdo que me prometí. Se la voy a pedir a los Reyes Magos. Esa muñeca será mía. No una parecida, ésa.

            Le conté a mamá. Dijo que no pidiera algo tan caro, porque los Reyes, tienen que repartir juguetes a muchos niños. La tía me miró mal. Pensé que era una bruja porque vivía retándome por todo y tal vez haría algo para que los reyes no me la dejaran.

           Anoche escuché a mamá llorando. Le decía a la tía, que era imposible comprar nada extra. Imaginé que hablaba de los zapatos que necesito, pero el corazón me dio un porrazo cuando le oí decir. “No le puedo comprar la muñeca a Luciana, deberá esperar, tal vez más adelante” ¡Doble pena, saber que los Reyes Magos no existían y que nunca tendría la muñeca de ojos azules!

            El día de la fiesta de fin de curso, grande fue mi sorpresa, cuando entré en la dirección de la escuela y vi la caja con ella en una mesita. ¡La iban a rifar! No tengo más esperanzas, pensé. Me fui a casa y lloré a escondidas. Mamá sufrió bastante con la desaparición de papá, no debía darle más pena. Me acosté con los ojos rojos e hinchados, pero igual me dormí. Esa noche soñé con mi papi. Venía volando. Entró por la ventana y traía en la mano un papel con el número 8. Sonriendo me mostraba el cielo y por allí se iba.

Cuando desperté, le conté a la tía y sonrió. Salió rápido de la cocina hacia su habitación, me dio un peso y dijo que corriera y comprara el número de rifa de la escuela. “Comprá el 8 “. Y no corrí, volé. Lo encontré. Gracias a Dios nadie había querido ese número. Con el papelito verde en la mano, apretado contra mi corazón, se lo llevé y de alguna manera supe que la tía, me quería y no era mala, como pensaba yo, cuando me regañaba. Al número, lo guardó en una Biblia vieja que era de la abuela, y así llegó el día de la rifa. Cuando escuché que cantaban el 8, casi caigo desmayada.

La directora tomó de mi mano el número, miró el que un nene de jardín de infantes tenía en la mano, al que sacó de una bolsita donde estaban todos y tomando la caja, me la puso con cuidado en los brazos.   

            Pronunció un largo discurso, que no entendí, pero creo que dijo: “Luciana se lo merece. Porque es estudiosa y ha perdido a su papá”. Cuando llegué a casa con la muñeca, saltábamos abrazadas alrededor de la mesa del comedor. Mamá comentó que papá me la mandaba desde el Cielo. Ese día creí nuevamente en los Reyes Magos.

 

            Hace unos meses, caminando por el aeropuerto, antes del debut en Durban, en Sudáfrica, se me acercó un nativo, muy extraño, vestido con una túnica amarilla y un enorme turbante de color brillante. Su piel oscura, relucía con el neón de los pasillos. Los ojos parecían dos estrellas negras en un mar rojizo. Una enorme sonrisa acarició mi desconcierto cuando, en perfecto francés, habló: “Su padre, al que veo, dice que el cuerpo está en el fondo de un lago en su lugar de América. Él, su espíritu, está siempre cerca, ahora mismo permanece parado a su lado. Sonrió y señaló la muñeca que llevo desde niña en brazos cuando viajo. Se la regaló cuando usted tenía ocho años. Le expresa que la ama y que se cuide al bailar”. Luego, con paso lento, se perdió entre la muchedumbre en el aeropuerto.

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